Dejemos a un lado, si les parece, esa voluntad de 7,5 millones de ciudadanos, ofrecida, faltaría más, sin fisura alguna, como una mole granítica, con la misma desfachatez con que se afirma que todo ataque al nacionalismo catalán constituye, en definitiva, un ataque a Cataluña. Lo que me interesa destacar no es eso, sino el empeño, ya desatado, de esos próceres —y Viver, recordémoslo, fue miembro del Tribunal Constitucional— en saltarse la ley. Considerar, como hace el presidente del Consejo, que «el gran debate no es jurídico» y reducirlo a una mera cuestión de voluntades —en la que uno no puede por menos de percibir aquella «voluntad de un pueblo» a la que se agarró el presidente de la Generalitat en septiembre de 2012 para disolver el Parlamento y convocar elecciones anticipadas— equivale a afirmar que el marco jurídico no existe. O, si lo prefieren, que existe, sí, las cosas como son, pero el saltárnoslo no depende más que de nosotros. Como en Crimea y en el este de Ucrania, vaya, pero pacíficamente, que los catalanes somos gente de paz.
Este ha sido, desde un primer momento, el empeño del nacionalismo: saltarse la ley. Bien es cierto que en los primeros compases de su particular transición lo disimularon al máximo. Había que tratar de obtener, por todos los medios legales, un reconocimiento internacional. Pero como ese reconocimiento se ha revelado imposible —lo que no puede ser no puede ser, Talleyrand dixit—, ahora hemos entrado en otra fase, en la que ya no valen excusas. Ahora es sí o sí, sin tapujos, sin sujeción al ordenamiento jurídico, sin respeto alguno por el Estado de derecho. Ahora vamos a por todas. O sea, derechos al precipicio. Y, por desgracia, arrastrando en la aventura a un país entero.
Que no es precisamente Cataluña, sino España. La estrategia del nacionalismo ha consistido, también desde el primer momento, en quitarle a España, esto es, a los españoles, toda legitimidad. De esa operación han sido además partícipes muchos de estos españoles —y, entre ellos, no pocos catalanes— que han convenido de buena fe en que Cataluña, o sea, los catalanes, tenían todo el derecho del mundo a decidir por ellos mismos y sin interferencias lo que deseaban ser de mayores. Curiosamente, esa ilegalidad —la más flagrante, sin duda, por cuanto niega al pueblo español la condición, recogida en nuestra Carta Magna, de depositario único de la soberanía nacional— empieza a ser advertida en los últimos tiempos por muchos de los que no habían reparado antes en ella y, de forma singular, por algunos de los que hasta la fecha habían transigido a conciencia con ese supuesto derecho privativo. Es posible que no sea ajeno a esa circunstancia el que los levantinos levantiscos se hayan dejado por fin de historias y de cuentos presuntamente legales y se muestren a cara descubierta, tal cual son. En todo caso, se trata de una excelente noticia. Ahora sólo queda perseverar en esta línea, hasta lograr que ese problema que nos afecta a todos, en tanto que españoles, encuentre también, lo antes posible, la respuesta de todos.
(Crónica Global)