Hay quien ve ya en Artur Mas a un protomártir. Una suerte de José Antonio, para entendernos. Nada más falso. Ni más grotesco. No, el Ausente de López de Lerma no alcanza siquiera, en su cobarde mediocridad, la categoría de apóstol. Como mucho, la de embaucador. Y gracias.
Así llamaban los falangistas durante la guerra civil a José Antonio Primo de Rivera. Y así llama hoy Josep López de Lerma, el otrora brazo derecho de Miquel Roca en Madrid y portavoz de la minoría de CIU en el Congreso de los Diputados, a Artur Mas. Por supuesto, por razones radicalmente distintas. Mientras los primeros recurrieron al apelativo para continuar alimentando la creencia de que su jefe supremo, fusilado en Alicante el 20 de noviembre de 1936, seguía con vida, el segundo lo hace para reprochar al presidente de la Generalitat que no acudiera la pasada semana al Palacio de las Cortes para defender la propuesta del Parlamento catalán o, como mínimo, para sentarse en la tribuna de invitados y avalar con su presencia lo que allí se debatía. Con todo, en ambos casos se evidencia lo que vale un líder. O lo que debería valer. Más allá de sus limitaciones intrínsecas, una de las grandes carencias del actual movimiento secesionista catalán es la falta de un verdadero conductor. O sea, de alguien con arrojo, coraje y carisma. Artur Mas, sobra decirlo, no da la talla. No la ha dado nunca, en realidad. Y quienes le secundan, menos aún. De ahí el desbordamiento. De ahí ERC y su apéndice asambleario lanzando a los cuatro vientos hojas de ruta golpistas mientras el presidente de la Generalitat promete atenerse a la legalidad.
Hay quien ve ya en Artur Mas a un protomártir. Una suerte de José Antonio, para entendernos. Nada más falso. Ni más grotesco. No, el Ausente de López de Lerma no alcanza siquiera, en su cobarde mediocridad, la categoría de apóstol. Como mucho, la de embaucador. Y gracias.
Hay quien ve ya en Artur Mas a un protomártir. Una suerte de José Antonio, para entendernos. Nada más falso. Ni más grotesco. No, el Ausente de López de Lerma no alcanza siquiera, en su cobarde mediocridad, la categoría de apóstol. Como mucho, la de embaucador. Y gracias.