Pero volvamos a Casasses y sus límites. A tenor de los supuestos aducidos por el nuevo presidente para ejercer la censura de un acto, es de creer que la conferencia de Díez, o bien hirió la sensibilidad media, o bien atentó contra los comportamientos democráticos básicos, o bien constituyó una descalificación injustificada contra Cataluña. Sin que quepa descartar, sobra decirlo, que los tres supuestos a que alude Casasses se dieran a la vez. En todo caso, lo importante son las líneas rojas, pues permiten aventurar lo que ese hombre y los de su especie nos tienen preparado para el futuro si llega el día —y confiemos en que no llegue nunca— en que nuestros destinos ciudadanos estén plenamente en su poder. Porque, si bien se mira, esos límites son los de un régimen totalitario. Cualquier cosa puede considerarse una descalificación contra Cataluña. Cualquier cosa puede herir la sensibilidad media de determinados catalanes. Cualquier cosa puede atentar contra los comportamientos democráticos básicos. Sobre todo si uno repara en lo que representa Cataluña para esa gente, en lo sensible —y sensiblera— que es ante cualquier rasguño dialéctico y, en fin, en su forma particularísima de concebir la democracia. Y no me vengan con que el Ateneo es una entidad privada. Hace décadas que esa entidad recibe cuantiosas sumas de dinero público. Tantas, que sin ellas apenas podría generar más actividad que la de un club de fumadores de pipa.
En marzo de 1930 Salvador Dalí pronunció también una conferencia en el Ateneo Barcelonés. Pues bien, esa conferencia, como la de Rosa Díez en 2008, trajo cola. Y es que Dalí, ante el pasmo del entonces presidente del Ateneo, Pere Coromines, presente en la sala, calificó a Àngel Guimerà, gloria de las letras catalanas, de «gran cerdo», «gran pederasta» e «inmenso putrefacto peludo». Como pueden figurarse, se armó la de San Quintín. De haber estado ahí Casasses, seguro que habría visto desobedecidos todos los mandamientos, cruzadas todas las líneas, transgredidos todos los límites. Pero la prensa apenas se hizo eco del escándalo, dado que aquel fin de semana primaveral se celebraba en Barcelona un encuentro entre intelectuales castellanos y catalanes y las miradas estaban puestas por entero en aquellos fastos. Y esa fue la razón, al decir de Ian Gibson, biógrafo del artista, por la que al cabo de unos meses Dalí se desahogó en una revista surrealista francesa en estos términos —entre otros, por cierto, muchísimo más crudos—: «A veces estos intelectuales se ofrecen corteses reuniones en honor de ellos mismos, y conceden recíprocamente que sus respectivas lenguas son muy hermosas y bailan danzas realmente fabulosas como la sardana, por ejemplo, que por sí misma bastaría para cubrir de oprobio y vergüenza un país entero si no fuera imposible, como ocurre en la región catalana, añadir un solo aspecto vergonzoso más a los que ya forman el paisaje, las ciudades, el clima, etcétera, de este innoble país».
Ya ven, igual, igual que hoy. Y, si no se lo creen, repitan conmigo, masticando cada palabra: «(…) si no fuera imposible, como ocurre en la región catalana, añadir un solo aspecto vergonzoso más a los que ya forman el paisaje, las ciudades, el clima, etcétera, de este innoble país».
(Crónica Global)