Y el caso es que el pasado viernes José Ignacio Wert volvió a las andadas. O sea, a dar carnaza a los titulares. En esta ocasión el motivo era la universidad y una propuesta de flexibilización de los grados que, en síntesis, consiste en proponer una fórmula de 3+2 en vez de 4+1; o, en otras palabras, en proponer titulaciones de tres años a los que se añadirían dos de máster, en vez de las de cuatro actuales a las que se añade uno de máster. Y si he escrito el verbo proponer y he utilizado un tiempo hipotético para referirme al añadido de años de máster no ha sido porque sí, sino porque el ministro ha planteado la medida como una posibilidad. El que termine concretándose va a depender ahora de cada universidad.
Las reacciones, claro, no se han hecho esperar. Para empezar, las de esos ociosos sindicatos estudiantiles que, a tono con su currículo, han anunciado ya una respuesta «clara, brutal e inminente». Luego, las de los políticos de todo pelaje, entre las que destaca la de la presidenciable andaluza Susana Díaz, para quien la reforma «impone la segregación entre nuestros jóvenes». Y, en fin, las de los directamente concernidos por la propuesta ministerial, esto es, los rectores, pues de ellos va a depender que se aplique o deje de aplicarse en las universidades que gobiernan. Claro que en este último caso, más que reacciones individuales, lo que ha primado es una respuesta colectiva. Anteayer, la CRUE (Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas) aprobaba una moratoria que retrasa hasta el curso 2017-18 la posible introducción de la fórmula 3+2.
En realidad, lo que aquí se ventila, digan lo que digan quienes han expresado hasta la fecha su rechazo a la medida, es si somos o no europeos. En los demás países de la Unión lo que se lleva desde el primer día es el 3+2. En España, cuando había que ejercer el derecho a decidir sobre el asunto se impuso el 4+1, y ello a pesar de que la entonces ministra Sansegundo —estamos hablando de hace casi una década— se había inclinado de entrada por el 3+2. Fue la presión del cuerpo docente, que no quería ver peligrar su carga lectiva y, en definitiva, sus prebendas, lo que indujo a los responsables políticos a adoptar un nuevo ancho de vía español, esta vez en forma de carrera universitaria. Porque de eso se trata, al cabo. De la imposibilidad de circular sin trabas por los demás países de la UE. Un graduado que ha precisado cuatro años para obtener el título no es competitivo frente a uno al que le han bastado tres. Siempre llega, como quien dice, un año tarde a la cita. Y en cuanto a la ulterior especialización —que es lo que acaba discriminando a menudo entre distintos candidatos a un puesto de trabajo, dado que los contenidos del grado son generalistas—, haber cursado un máster de dos años resulta siempre mucho más consistente que acreditar uno de uno. Ya comprendo que a no pocos rectores y a los sindicalistas profesionales estas consideraciones les tengan sin cuidado. Pero el progreso y el prestigio de un país y, por supuesto, el bienestar de sus ciudadanos son directamente proporcionales al nivel educativo que esos, en su conjunto, puedan exhibir. Y no parece que en España estemos para muchos alardes.
(Crónica Global)