Ayer mismo, en estas páginas, Francesc Moreno aludía a esa bajada y apuntaba una serie de causas. Todas me parecen pertinentes, incluso la advertencia final, consistente en recordar que el independentismo, por más que el suflé se haya desinflado, sigue presente entre el electorado catalán y en una proporción nada desdeñable. Pero esas causas son rabiosamente contemporáneas y acaso merezca la pena recordar alguna bastante más lejana y no por ello menos importante. Me refiero a la responsabilidad del socialismo catalán —y también, claro, del conjunto del socialismo hispánico— en el proceso de cocción independentista y, en especial, en su posterior enfriamiento.
Por supuesto, de la colaboración, complicidad, inhibición, o como quiera llamársele, del socialismo catalán con el nacionalismo coterráneo, desde los albores de la autonomía hasta ayer mismo, se ha escrito mucho y bien. Quiero decir que poco añadiré en este artículo a lo que, de un modo u otro, ha sido ya expresado en otras tribunas. En cambio, hay un aspecto que, a mi entender, no ha merecido tanta atención y que tal vez no esté de más reseñar. Me refiero a la función del PSC como garante de la bondad del nacionalismo, como partido que, consciente o inconscientemente, ha permitido que el plato del independentismo fuera cociéndose hasta extremos inimaginables. Para convencerse de ello, nada mejor que armarse de valor y enfrentarse, por ejemplo, con algunas de las columnas escritas por Pilar Rahola en La Vanguardia desde el 11 de septiembre de 2012 hasta la fecha. A pesar del ardor de estómago que suele producir su prosa, les aseguro que vale la pena, pues esa mujer es impúdica a fuer de sincera, sus textos exudan doctrina por todos los poros.
Releer sus apelaciones lastimosas al PSC para que se sumara al carro independentista con todas las consecuencias; empaparse de su agradecimiento cursi al recordar la inestimable ayuda de los socialistas catalanes y de su sindicato hermano en la integración de la población inmigrante en la Cataluña autonómica —léase su aceptación de las reglas del juego nacionalista—; repasar uno a uno sus requerimientos desesperados a los Nadal, Navarro e Iceta —a cuyos nombres de pila acostumbra a anteponer un «amigo» o un «querido»— para que retornaran a la senda nacional de la que jamás deberían haberse apartado; todo ello demuestra hasta qué punto el papel de la franquicia catalana del PSOE había sido hasta entonces fundamental para los propósitos de Rahola y sus compañeros de viaje. Y demuestra asimismo, claro, hasta qué punto estaba dejando de serlo, a pesar de esa indefinición malsana y contradictoria en que el partido se había instalado —en este caso, a favor del derecho a decidir, pero dentro del orden constitucional—. Paradójicamente, pues, así como el PSC había sido clave durante décadas en la cocción del suflé, su progresivo desmoronamiento como fuerza política ha sido también clave en su desinflamiento, aunque sólo sea porque ha permitido que aflorasen y se consolidasen otras formaciones —Ciutadans, en particular— que sí han ejercido la imprescindible oposición al catalanismo excluyente.
Ojalá el PSC hubiera jugado otro juego desde el principio. Pero, ya que las cosas han ido como han ido, sería injusto no reconocerle, aquí y ahora, su contribución involuntaria a la clarificación del panorama político y, en definitiva, a la lucha contra la asfixiante hegemonía del nacionalismo.
(Crónica Global)