Van a permitirme que empiece con algo particular, algo de lo que soy arte y parte. Me refiero a la edición en castellano de la obra de Josep Pla. Cuando la editorial Espasa, siguiendo los consejos de mi amigo Arcadi Espada, me propuso traducir los cuatro libros de notas del escritor ampurdanés –encargo que luego quedó en tres libros (Notas dispersas, Notas para Sílvia y Notas del crepúsculo), dado que Espasa, al final, optó por reeditar la versión que de El cuaderno gris hicieran en 1975 Dionisio Ridruejo y Gloria de Ros–, me sorprendió que nadie hubiera tenido antes la idea. Y, por supuesto, me sorprendió que no la hubiera tenido Destino, poseedora de los derechos de edición de la obra del escritor y sello que edita en ambas lenguas desde hace un montón de años. Cualquiera que conozca esos cuatro dietarios convendrá conmigo en que no existe tal vez mejor modo de poner al alcance de un lector, en este caso el castellano, lo esencial del pensamiento de Pla y una muestra decisiva –como adjetivaría el propio escritor– de la grandeza de su escritura. Pero así funcionaba el mundo editorial catalán allá por los estertores del siglo XX, con esa racanería. O con ese error de enfoque. Porque, más allá de la endogamia o, si lo prefieren, de la concepción de la edición en catalán y de la edición en castellano como dos compartimentos estancos, entre los que casi nunca se abrían puertas y escotillas, estaba el embeleso del mercado europeo. Como si el (re)conocimiento de la literatura catalana sólo pudiera pasar por la traducción al inglés, al francés, al alemán, o a cualquiera de esas lenguas minoritarias con las que el catalán comparte destino y privaciones. Como si el castellano fuera, en definitiva, un idioma de otra galaxia.

Pero ese absurdo empezó a cambiar en el presente siglo, al menos en lo que a Pla se refiere. Y en ese cambio mucho tuvo que ver el éxito de esos dos volúmenes de sus dietarios, maravillosamente editados, que Espasa sacó a la calle en 2001 y 2002, respectivamente. Aunque no faltó quien denunciara la apropiación que el nacionalismo español (¿?) estaba haciendo de la figura de Pla, lo cierto es que la propia Destino, ayudada por un relevo en la dirección editorial, se percató del error cometido y se dispuso a enmendarlo. De ahí nació, por ejemplo, Cuatro historias de la República (2003), ese libro de libros que tuve la fortuna de editar y del que emergió una magnífica y me temo que irrepetible generación de periodistas españoles. El volumen incluía a cuatro de ellos, acaso –con Corpus Barga– los más grandes: el propio Pla, de quien se reeditó su Madrid. El advenimiento de la República, incluido en Notas para Sílvia; Julio Camba, de quien también reeditamos su olvidado Haciendo de República; Manuel Chaves Nogales, representado con una selección de su producción republicana, prácticamente ignorada en aquel entonces (1), y otro catalán –y ampurdanés–, Agustí Calvet, Gaziel (Sant Feliu de Guíxols, 1987-Barcelona, 1964), de quien ofrecimos, como en el caso de Chaves, los artículos de los años treinta relacionados con la Segunda República española y publicados en castellano. Si Chaves, para el lector español, constituía casi un descubrimiento, más lo constituía Gaziel. Y, en lo relativo a este último, el descubrimiento se hacía extensivo al lector en catalán, al que tanto afectaban la dispersión y la fugacidad del periodismo como la dictadura de los compartimentos estancos.

El siguiente paso en la política de difusión de la obra de Pla para un público hispanohablante fue la edición de La Segunda República española. Una crónica, 1931-1936 (2006), suma de su producción articulística como corresponsal en Madrid de La Veu de Catalunya y de otros medios, entre los que destacaba el valenciano Las Provincias. El libro era en gran parte la traducción de las crónicas políticas y parlamentarias recogidas ya en un par de volúmenes de su obra catalana presuntamente completa –la de los cuarenta y cinco tomos de Destino–, enriquecida con cerca de un centenar de piezas que habían quedado en el limbo de la hemeroteca y, lo más importante, con otro centenar que, al haber visto la luz directamente en castellano, ni siquiera existían para la selecta y siempre puntillosa legión de expertos planianos. Con la edición, pues, no sólo se acercaba al lector hispanohablante otra faceta importante de la producción del escritor, sino que se rompía también ese muro de contención lingüístico entre distintas partes de un todo.

La década pasada todavía vivió unos cuantos ejemplos más de esa nueva política editorial. En lo tocante a Pla –y dejando a un lado las reimpresiones más o menos periódicas de obras escritas originalmente en castellano o vertidas hace tiempo a esta lengua–, la propia Destino había sacado en 2002 Israel, 1957. Un reportaje, versión castellana de Israel el 1957. Un reportatge, incluido en el volumen XIII de la Obra completa y publicado en este mismo 2002 en edición monográfica. Luego, en 2006, salió en la misma editorial Nocturno de primavera, traducción de la primera versión de Nocturn de primavera, publicada en 1953 por Selecta y recuperada también ahora por Destino en edición monográfica (2). Y más adelante, en 2008, Libros del Asteroide publicó la traducción de Vida de Manolo, la biografía del escultor Manolo Hugué que el escritor publicara en 1928. No se trataba de una novedad en sentido estricto, habida cuenta de que ya en 1930 Juan Chabás había traducido la obra al castellano en la efímera Biblioteca Cataluña de la CIAP, pero sí de una nueva aportación, al tratarse de una versión distinta, realizada en esta ocasión por Jordi Amat, y que encima subsanaba no pocos errores del trabajo de Chabás (3). Eso en lo que respecta a Pla. Pero conviene no olvidar que en la misma década, en 2005 en concreto, Destino puso en el mercado hispanohablante uno de los dos libros malditos de Gaziel, Meditaciones en el desierto –el otro, Història de La Vanguardia, sigue esperando a que alguien se digne editarlo en castellano–, en lo que debía entenderse sin duda como un indicio de la voluntad de proseguir con la difusión de la obra del exdirector de La Vanguardia más allá de los inevitables confines impuestos por la lengua catalana. Una difusión a la que también contribuyó, por cierto, una editorial entonces recién nacida, Diëresis, que sacó a la calle en 2009 En las trincheras, una selección de sus crónicas de la Gran Guerra llevada a cabo por el principal estudioso de su obra y biógrafo, Manuel Llanas.

Sin embargo, la verdadera eclosión de la figura de Gaziel como escritor en castellano ha sido cosa del último año. Y en ella han tenido mucho que ver dos factores, al margen de lo que puede haber dado de sí la siembra de la década anterior. En primer lugar, el calendario. Quiso el azar que Gaziel muriera en 1964, es decir, cuando se cumplía medio siglo del inicio de aquella carnicería conocida en su momento como Gran Guerra y en la que él se hizo hombre, periodísticamente hablando (4). Así pues, en 2014 conmemoramos a un tiempo el cincuentenario de su muerte y el centenario del estallido de la Primera Guerra Mundial, lo que, llevado al terreno de los medios de comunicación y del mundo editorial en su conjunto, significa que existen motivos más que sobrados para dar a conocer su legado como cronista de guerra y, por qué no, otros fragmentos, dispersos u olvidados, de su producción. El segundo factor tiene nombre propio: Jordi Amat. La mayoría de los libros de Gaziel editados en el último año y medio no sólo responden a su impulso, sino que han pasado por sus manos. Lo cual es una garantía, puesto que probablemente no existe nadie en este momento, aparte de Manuel Llanas, que posea un entendimiento mayor de la obra gazieliana, como atestiguan los prólogos y epílogos que figuran en algunos de los libros editados y que llevan su firma, o los trabajos que el propio Amat ha publicado recientemente.

Esa eclosión se ha concretado en una serie de títulos. Relacionados con la guerra –y continuadores, por tanto, del antológico En las trincheras–, se han publicado Diario de un estudiante. París 1914 y De París a Monastir (5). Se trata, en ambos casos, de reediciones, y por partida doble, dado que las crónicas que contienen aparecieron primero en La Vanguardia y luego, al año siguiente, reunidas en volumen (6). Y, al margen de la efeméride bélica, si bien aprovechando el favor del viento conmemorativo, también han visto la luz dos nuevas –y cuasi inéditas– recopilaciones de artículos, urdidas y materializadas por Jordi Amat siguiendo los designios del propio Gaziel, que dispuso ya en vida la selección y revisó incluso el original: Tot s’ha perdut, publicada en otoño de 2013, y La Barcelona de ayer, un año más tarde (7). Pero aún hay más: a finales de 2013, las Publicacions de l’Abadia de Montserrat sacaron a la calle el epistolario cruzado entre el escritor y su editor, Josep Maria Cruzet, entre 1951 y 1964 (8). En un año, pues, un total de cinco libros. Y por si alguien dudase todavía del grado de penetración de la obra de Gaziel en la sociedad española, tal vez convenga recordar que el Ejército de Tierra proyectó en la ceremonia de entrega de los Premios Ejército 2014 un vídeo basado en una crónica suya, «Los centinelas», incluida en El año de Verdún y reproducida en la antología En las trincheras.

Sin embargo, no todo han sido luces en eso que la prensa cultural denominó «Momento Gaziel» (9). La Generalitat, por ejemplo, no ha mostrado el menor interés en recuperar la figura del periodista. Es evidente que, para el Gobierno autonómico, el cincuentenario de su muerte está lejos de representar algo parecido a lo que supuso en 2013 el centenario del nacimiento de Salvador Espriu, celebrado con gran pompa institucional y con un dispendio de dinero público absolutamente desmedido (10). Así como Espriu, para el catalanismo, fue el poeta nacional, lo más que puede decirse de Gaziel es que fue su conciencia crítica. Y las conciencias críticas suelen incomodar. Por supuesto, existe un Gaziel resistente, antifranquista, contrario a escribir nada en castellano mientras el régimen siguiera en pie –para entendernos: el autor de las proscritas Meditacions en el desert–, al que sin duda los actuales rectores de la cultura catalana tratarán de recuperar y hasta convertirán, si nadie lo remedia, en una suerte de soberanista antecessor. Pero junto a este personaje existe otro, el periodista de La Vanguardia, El Sol y Ahora –e incluso de un nonato La Hora, ideado por él a comienzos de los años cuarenta a instancias del expropietario de Ahora, Luis Montiel–, que, sin renunciar a su inveterado catalanismo, tuvo siempre a España en la cabeza. De esa españolidad de Gaziel no sólo dan fe su proceder y gran parte de su obra, sino también, y sobre todo –por cuanto coincide justamente con el franquismo y sus miserias–, la voluntad del periodista de reunir en volumen su producción en castellano o, de modo más programático, el prólogo que escribió para Castilla adentro en las postrimerías de su vida (11).

Por eso resulta difícil entender que Tot s’ha perdut no cuente todavía con una edición en castellano o, como mínimo, con una distribución que no se limite a la parte del territorio peninsular donde también se usa la lengua catalana. Y es que, aun cuando el libro se inscriba en una llamada «Biblioteca del catalanisme» –nadie con más autoridad que Gaziel, sin duda, para disertar sobre el catalanismo y para hacerlo desde dentro, con pleno conocimiento de causa– y constituya un majestuoso retablo del movimiento alumbrado y encumbrado por Prat de la Riba, de sus múltiples anhelos y de su sonoro fracaso tras el 6 de octubre de 1934; aun cuando esto sea así, los artículos en él contenidos, por tratar precisamente de lo que tratan y por estar escritos, encima, en castellano –en esta lengua fueron publicados en su día y en esta lengua han sido ahora reproducidos–, merecerían cruzar el umbral que separa al público lector en catalán y castellano del que sólo lo es en castellano. Esto es, el clásico umbral de la distribución territorial marcada por la lengua (12). De lo contrario, la lección que de ellos resulta –«la clara lección», por echar mano del título de un artículo del propio Gaziel– y que atañe, como es natural, no sólo a los catalanes, sino al conjunto de los españoles, puede quedar en buena medida huérfana de público.

Pero allí donde la lengua y sus preceptos se erigen en un absurdo y falaz cortafuegos es en otro producto de la actual cosecha, el titulado Diario de un estudiante. París 1914. Vayamos por partes. Es decir, por orden. A finales de julio de 1914, cuando el Imperio austrohúngaro declara la guerra a Serbia y ello pone en marcha una cadena de declaraciones semejantes regidas por la política de alianzas de cada uno de los países en liza, Agustí Calvet se halla en París. Aunque ya ha utilizado el seudónimo de Gaziel en unos artículos que ha mandado a La Veu de Catalunya (13), sigue siendo, para todos cuantos tienen el gusto de conocerlo, Agustí Calvet. Es más, el recurso al seudónimo no ha sido sino una forma de no mezclar lo principal –sus clases de filosofía en la Sorbona y el Collège de France–, con lo accesorio, esas crónicas escritas en catalán y fuertemente marcadas por la impronta de su admirado Eugenio d’Ors. De todos modos, lo que está empezando a vivir en la capital francesa y, en concreto, en la pensión del Barrio Latino donde reside desde hace unos meses junto a otros estudiantes –esa que Josep Maria de Sagarra, en sus Memorias, describirá como «la típica pensión donde todo es extremadamente viejo, donde todo se aprovecha y es de una pulcritud extraordinaria, y donde existe aquel olor inefable que es una mezcla de galleta rancia, de finas hierbas con mantequilla frita y de pipí de gato» (14)–, no guarda demasiada relación con la filosofía. Ante la inminencia de la guerra, aquel grupo de estudiantes de naciones distintas y, desde hace un par de días, enfrentadas a muerte, está descomponiéndose. Los que no son franceses tratan de cruzar las fronteras antes de que estas se cierren. Gaziel, no. Gaziel, de momento, se queda. Y decide llevar un diario, donde anota los sucesos de la jornada, como haría un corresponsal al que su director reclamara regularmente un parte de lo vivido. Pero sin ser periodista, claro. O, mejor dicho, ignorando que en el fondo lo es (15).

Tras abandonar París a comienzos de septiembre en uno de los últimos trenes que salen de la capital, y después de un viaje penoso e inacabable, Gaziel llega a Barcelona. Y allí, en el Ateneu Barcelonès, encuentra a su amigo y mentor Miquel dels Sants Oliver, director de La Vanguardia, quien se halla ávido de noticias de primera mano sobre la contienda. Cuando Oliver se entera de que el amigo Calvet ha llevado un diario durante el primer mes de guerra, le pide al punto que vaya a buscarlo y se lo enseñe. Empezar a leerlo y conminar a su autor a que lo traduzca al castellano y complete algunas partes, dándole a cada apunte un formato de crónica para así irlos publicando en La Vanguardia, será uno y lo mismo. En palabras del propio Oliver: «Creí descubrir un trabajo periodístico de aquellos que surgen muy de tarde en tarde. Por decirlo todo: una pequeña obra maestra» (16). Esa pequeña obra maestra convertirá en unos pocos meses a Gaziel en algo más que un simple seudónimo ocasional; lo convertirá en un periodista y en un periodista famoso.

La primera consecuencia de esa mutación será la vuelta de Gaziel a Francia, ya como corresponsal de guerra del periódico. La segunda, la publicación en volumen de su Diario de un estudiante en París, y las sucesivas ediciones de la obra, no sólo en la Casa Editorial Estudio, sino también en Sudamérica, donde la prensa fue reproduciendo las crónicas sin permiso y donde se editaron, al decir de su autor, hasta una docena de ediciones pirata. Al Diario le seguirán otras recopilaciones de crónicas –cuatro en total, entre 1915 y 1918–, si bien ninguna alcanzará el éxito de público de aquellos apuntes embrionarios. Y es que el Diario no era sólo una crónica de los primeros compases de la guerra; era también, por volver a las palabras de Oliver, «una verdadera historia sentimental del terrible agosto de 1914 en la insigne y atribulada Lutecia» (17). Una historia sentimental de un estudiante de veintisiete años –de un estudiante casi eterno, podría escribirse– en la que la frescura de la prosa corre pareja con una mirada intrépida, perspicaz y, en gran medida, asombrada sobre la realidad. Tan asombrada, al cabo, como asombrosa.

Al igual que ha ocurrido con algunas de las demás crónicas de guerra de Gaziel, el Diario ha tardado cerca de un siglo en ser reeditado. En fin, habría tardado, mejor dicho, si lo que Diëresis nos ofrece ahora fuera en verdad el Diario de entonces. No es el caso. Empezando por el título, Diario de un estudiante. París 1914, y terminando por el texto mismo. La culpa de esa suplantación –si culpa hay– es, ante todo, del propio autor. En los últimos años de su vida, quién sabe si pensando ya en los materiales que habían de configurar lo que terminaría siendo su obra completa en catalán (18), Gaziel emprendió una traducción considerablemente ampliada y remozada de su viejo diario estudiantil. Pero no la terminó. Es más, la vida apenas le alcanzó para dejar acabados e inéditos los ocho primeros capítulos, es decir, menos de una cuarta parte del libro. Aun así, los responsables de la edición de su obra creyeron que había que publicar el libro que Gaziel llevaba en la cabeza y encargaron a un reputado corrector y traductor, Bartomeu Bardagí, que tradujera al catalán los veintisiete capítulos restantes (19). Bardagí lo hizo, como no podía ser de otro modo, con absoluto respeto por el original de 1915. Y lo hizo deprisa, puesto que la editorial, Aedos (20), tenía interés en publicarlo el mismo año de la muerte de su autor, dado que coincidía –la tiranía de las cifras redondas– con el cincuentenario del inicio de la Gran Guerra. El libro salió, pues, en 1964. Se titulaba París 1914. Diari d’un estudiant y llevaba unas palabras iniciales de Gaziel en las que podía leerse, en catalán: «Aún hoy, cincuenta años más tarde, hay quien se acuerda de este Diario, dado que lo piden reiteradamente a los libreros o lo buscan en los encantes de viejos. A la voluntad de satisfacer ese deseo obedece la presente edición, que es la definitiva» (21).

Por supuesto, lejos estaba el autor de imaginar, al escribir lo que antecede, que esa edición catalana iba a quedar inconclusa. Es decir, que lo que él daba por definitivo, en el convencimiento de que iba a concluir la tarea emprendida, acabaría siendo una obra deforme, con una cabeza descomunal y un tronco y unas extremidades raquíticos. Los ocho capítulos iniciales reelaborados por Gaziel tienen el doble de extensión, por lo menos, que los originales de 1915. O, si lo prefieren, son el doble de largos, como mínimo, que los veintisete que vienen a continuación. Sobra indicar lo que resulta, en el orden estrictamente literario, de semejante desproporción. Añadan a ello el tiempo transcurrido entre ambas redacciones. Nada más y nada menos que medio siglo. Medio siglo puede equivaler, en un escritor, a todo un estilo. Pero es que, además, la reelaboración de Gaziel no consistió tan solo en un ejercicio de dilatación o de estiramiento del texto –por llamarlo de algún modo–, con especial énfasis en las descripciones, sino también en la incorporación de no pocos fragmentos propiamente ensayísticos. Y es en esta clase de añadidos donde más se percibe el contraste entre la prosa del estudiante en París y la del prolífico escritor con toda una vida a cuestas. Si el primero escribe sin haber conocido guerra alguna, el segundo ha conocido de cerca dos mundiales y una civil, las ha sufrido en carne propia y ha sobrevivido a ellas. Semejante experiencia –y la que, en general, suele procurar a cualquiera la edad– ha dejado un poso que por fuerza tiene que aflorar (22).

Pero la decisión de tomar como versión original de la obra esa que Gaziel hubiera querido, de haberla terminado, convertir en definitiva ha dejado aún otra secuela, que no sé si calificar de ridícula y lamentable o, pura y simplemente, de esperpéntica. En todo caso, no se trata de algo insólito en el mundo de la edición en catalán. Como les decía, los veintisiete capítulos que siguen a los ocho iniciales no pudieron ser reelaborados por su autor y acabaron siendo traducidos al catalán por Bartomeu Bardagí. El único rastro de la mano del Gaziel de 1964 en esta parte del libro son dos notas a pie de página (23). Pues bien, como se desprende fácilmente de lo anterior, esos veintisiete capítulos que el lector tiene hoy en día a su alcance son la traducción del catalán al castellano de un texto que previamente ha sido traducido del castellano al catalán. Es decir, un viaje de ida y vuelta con origen y final en el castellano, una suerte de pescadilla que se muerde la cola. Y aunque la versión actual, por lo que he podido comprobar, es bastante fiel al original catalán –como este lo era, a su vez, al castellano primigenio–, el resultado, sobra precisarlo, no se corresponde con lo que Gaziel escribió en 1914 y reunió en volumen en 1915. En otras palabras: pudiendo leer a Gaziel en estado puro, nos vemos obligados a leerlo manoseado, por más que el manoseo en cuestión resulte, hasta cierto punto, decoroso (24).

Claro que todo eso, sin dejar de ser esperpéntico, habría podido explicarse en una «nota a la edición», e incluso justificarse aludiendo, qué sé yo, a las últimas voluntades del finado, concretadas en ese texto en catalán de 1964, supuestamente definitivo. Pero nada, ni una palabra en todo el libro. Ni siquiera en el prólogo o en el epílogo. El libro se ofrece como si en verdad estuviéramos, igual que en De París a Monastir, por ejemplo, ante una simple reedición de una obra publicada durante la Primera Guerra Mundial (25). Y que Enric Juliana, el prologuista, nada diga al respecto resulta en parte comprensible, dado su gazielismo sobrevenido. Pero que Llanas, su biógrafo y principal estudioso, tampoco mencione la circunstancia tras haber especificado en su monografía sobre Gaziel todos los pormenores de la edición en catalán de 1964 (26), eso, francamente, ya no se entiende. A no ser que todo responda a la voluntad del editor de confundir al lector. Empezando, por cierto, con esa inversión de sintagmas operada en el título con respecto al original de 1964 que no tiene, me imagino, otro fin que el de hacernos creer que estamos ante el verdadero Diario de un estudiante en París.

Ignoro si el futuro, por no decir el destino, nos deparará nuevos libros de Gaziel. Ojalá. En lo tocante a su producción periodística, queda todavía por publicar alguna selección de las previstas por el propio escritor en los papeles hoy conservados en la Biblioteca de Cataluña (sin descartar, claro, la posibilidad de reunir en volumen otra parte inédita, como, por ejemplo, la que constituyen sus artículos sobre cultura y literatura, verdaderos microensayos de un altísimo nivel). Y en lo que concierne a los libros publicados originalmente en catalán, sigue pendiente la traducción al castellano, ya se ha dicho, de su libro de memorias Tots els camins duen a Roma y de su Història de La Vanguardia, amén de otros títulos que acaso no tengan tanto interés para un lector hispánico. Aunque tal vez lo que habría que plantearse ya sería la edición de una obra castellana completa. La que reúna su producción en castellano, empezando por el Diario de un estudiante en París –el fresco y febril diario de hace un siglo–, siguiendo por los cuatro libros de crónicas de guerra y El ensueño de Europa –testimonio de su estancia en Génova, en 1922, para cubrir la conferencia internacional allí celebrada–, y acabando con las distintas selecciones de artículos a las que ya hemos aludido en varias partes de este ensayo. Pero ese compendio quedaría cojo si no le añadiéramos por lo menos unos cuantos libros publicados originalmente en catalán: Tots els camins duen a Roma, a manera de prólogo, e Història de La Vanguardia, Meditaciones en el desierto y su trilogía ibérica (Castilla adentro, Portugal lejano, ya traducidos, y La península inacabada), como cierre y epílogo.

Ahora sólo falta que esa propuesta sea recogida por algún valiente, esto es, por algún editor español partidario de los vasos comunicantes e inmune, pues, a la dictadura de los compartimentos estancos.

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1. María Isabel Cintas había reunido dos años antes gran parte de sus trabajos periodísticos (Manuel Chaves Nogales, Obra periodística, vols. I y II, Sevilla, Diputación de Sevilla, 2001), pero las propias características de la edición de la obra –una edición institucional, de difícil acceso– habían limitado considerablemente su difusión.

2. Estamos ante dos casos de recuperación completamente distintos. Así como la edición monográfica de Nocturn de primavera y de su correspondiente traducción castellana se justifican por tratarse de una edición primigenia que, a juicio del escritor Baltasar Porcel, Pla destruyó al reelaborar la novela en 1973 para incluirla en el volumen XXIII de su Obra completa, en lo tocante a Israel, el modus operandi del rescate resulta mucho más discutible. Para empezar, el presunto original no es sino la traducción al catalán, con ligeros retoques, de los reportajes publicados en la revista Destino durante el viaje que Pla realizó en 1957 a este país. Luego, esos reportajes ya habían sido reunidos en volumen: Israel en los presentes días, Buenos Aires, Sudamericana, 1958. Y, en fin, como consecuencia de todo lo anterior, tenemos un ciclo textual que arranca con unos reportajes en castellano, continúa con un libro recopilatorio en esta misma lengua, prosigue con la traducción de estos textos al catalán y termina con una postrera traducción al castellano de esta misma traducción catalana. Y todo con la firma de Pla. Pronto tendremos ocasión de comprobar cómo semejante práctica editorial, a todas luces absurda, también ha afectado a la obra de Gaziel.

3. A decir verdad, la Vida de Manolo –o Vida de Manolo (contada per ell mateix), para ser fieles al título original– tuvo ya en Destino en 1989 una nueva traducción al castellano a cargo de Joan Viñoly, el hijo mayor del poeta. No he podido consultarla, pero todo indica que debe de tratarse de una traducción de la versión contenida en las Obras completas, considerablemente alterada con respecto a la original de 1928.

4. Mencionar el azar, en lo tocante a Gaziel, equivale a situarse en el epicentro mismo de su obra. Así lo razonaba el propio periodista en el capítulo que sirve de epílogo a su maravilloso libro de memorias, Tots els camins duen a Roma, publicado en 1958 y pendiente aún de ser vertido al castellano: «Tenía razón mi amigo Julio Camba al decirme, no hace mucho, un día que almorzábamos juntos en Madrid, en casa Lhardy, que si la gota de moho, en vez de caer casualmente sobre la placa del microscopio de Fleming, le hubiese caído a él en la taza de consomé que estábamos tomando, la habría mandado retirar enseguida, ¡y adiós, invención de la penicilina! Es cierto. Pero también es verdad que si Fleming no hubiera sido misteriosamente escogido para que la gota de moho le cayera precisamente a él cuando se hallaba con el microscopio entre manos, por muy bien dotado que estuviera ahora nadie sabría quién es Fleming. […] Cuando la hora llega –y la hora no la da el hombre, sino el hado–, nunca falta un Cristóbal Colón para descubrir las Américas. Entre la dote y la suerte, indispensables ambas, la suerte sigue siendo la que más pesa y cuenta. […] Del número infinito de genios expectantes y malogrados, a los que sólo ha faltado que les cayera la gota en la placa, no se sabe o no se sabrá nunca nada. Por eso puede considerarse afortunado en este mundo el hombre dotado al que la suerte ha sonreído una sola vez en la vida, por leve que fuera la sonrisa. Este hombre, por modesto también que haya sido, como es mi caso, jamás podrá quejarse del destino. Ahora y siempre: porque si las formas del vivir y los hombres se van y no vuelven, la vida, ella, es por excelencia un eterno recomienzo» (Gaziel, Tots els camins duen a Roma. Història d’un destí (1893-1914), Barcelona, Aedos, 1958, p. 476).

5. Diario de un estudiante. París 1914, Barcelona, Diëresis, 2014 (con prólogo de Enric Juliana y epílogo de Manuel Llanas) y De París a Monastir, Barcelona, Libros del Asteroide, 2014 (con prólogo de Jordi Amat), respectivamente.

6. Los volúmenes fueron publicados en 1915 y 1917, respectivamente, en la Casa Editorial Estudio. Así como el segundo se titulaba igual, De París a Monastir, el primero llevaba por título Diario de un estudiante en París. Y es que, tal y como veremos enseguida, lo publicado en Diëresis no es el texto de 1915, sino uno remozado en parte y sometido a los vaivenes de la traducción.

7. Tot s’ha perdut. El catalanisme polític entre 1922 i 1934, Barcelona, RBA, 2013 (con prólogo de Enric Juliana y edición de Jordi Amat) y La Barcelona de ayer. Estampas y crónicas (1919-1933), Barcelona, Libros de Vanguardia, 2014 (con prólogo de Xavier Trias y edición y epílogo de Jordi Amat), respectivamente.

8. Gaziel i Josep M. Cruzet (i l’editorial Selecta): correspondència (1951-1964), Barcelona, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2013. Dado que Cruzet falleció en 1962, la correspondencia de los dos últimos años es la que el escritor tuvo con la editorial.

9. Carles Geli, «Momento Gaziel», El País, 1 de marzo de 2014.

10. El presupuesto del llamado Any Espriu rondó el millón y medio de euros, de los que por lo menos 123.420 fueron a parar a los bolsillos del comisario de la muestra, Xavier Bru de Sala.

11. Castilla adentro, Barcelona, Edhasa, 1963. Se trata de la traducción al castellano de Castella endins, publicado en 1959 en la editorial Selecta. El prólogo al que aludo, «Entendimiento de la Península Ibérica» -fechado en Sant Feliu de Guíxols, tierra natal del escritor, el 7 de octubre de 1962– fue escrito expresamente para la edición castellana del libro –de lo que se sigue, por cierto, que la negativa de Gaziel a usar el castellano como lengua de expresión literaria no alcanzaba el terreno de los prólogos–. Y empezaba muy en su línea, esto es, interpretando «como una concesión especial del destino» el poder «exponer ante un círculo de lectores mucho más amplio que el habitual de ese idioma hispano [el catalán], una manera infrecuente de considerar el proceso de la Península Ibérica».Por otro lado, tal vez no esté de más recordar una anécdota de 1916 sobre el entonces corresponsal de La Vanguardia en el frente bélico reportada por Jorge L[ópez] de Sagredo y que pone de manifiesto hasta qué punto la condición de español importaba a Gaziel. Sagredo, en un viaje por la Francia en guerra, aprovechó su estancia en París para visitar al periodista en el apartamento que este ocupaba en aquella época en la prolongación de un viejo hôtel de la Rue du Bac. Y la conversación, al decir de Sagredo, giró mucho más en torno a las gestiones que Gaziel estaba haciendo entonces en París para tratar de mantener a España alejada de la contienda que no sobre la guerra misma y su labor de corresponsal. Así lo recogió el viajero: «[…] Gaziel, que ama extraordinariamente a su patria, está realizando en estos momentos una obra que no se refleja ni se reflejará nunca en sus deliciosas crónicas, pero que yo, que la he conocido, no puedo dejar de mencionar. Tal es la de suavizar asperezas, evitar dificultades, infundir simpatías, remover obstáculos que en la situación delicadísima en que se halla colocada España con respecto al conflicto europeo, no dejan de presentarse con bastante frecuencia… […] Y Gaziel, que es admirado y querido por toda la intelectualidad de la vecina nación, con el pensamiento fijo en su patria se mueve en el gran París, dejando siempre a su paso una estela de afecto y de simpatía para él y para España». El texto de Sagredo está fechado en París, el 21 de abril de 1916, y fue publicado en La Vanguardia el 10 de mayo siguiente. Si alguien emprende algún día la gran biografía que Gaziel sin duda merece, tal vez lleguemos a conocer algo más de las andanzas del periodista en la capital francesa durante esos años en que los europeos se despidieron a sangre y fuego de un siglo para entrar en otro.

12. Tanto más cuanto que la parte del libro escrita en catalán se reduce al título –traducción, a su vez, del inicio de la frase con que empieza el último artículo antologado: «Todo se ha perdido, incluso el honor»– y al prólogo y la nota a la edición.

13. La génesis del seudónimo está narrada de forma magistral en «Memorias literarias. Autobiografía de un pseudónimo», La Gaceta Literaria, 15 de julio de 1927.

14. Josep Maria de Sagarra, Memòries, Barcelona, Edicions 62-La Caixa, 1981, vol. II, p. 231. La traducción es mía.

15. Eso sí, como hombre ordenado que era, Gaziel dejó bien cerrado este primer capítulo de su vida. Aquel mismo 1914 publicó un resumen de su tesis doctoral: Agustín Calvet, Fray Anselmo Turmeda. Heterodoxo español (1352-1423-32?), Barcelona, Casa Editorial Estudio. El libro lleva un «Addendum» datado en «París, mayo de 1914».

16. Miguel S. Oliver, prólogo a Gaziel, Diario de un estudiante en París, Barcelona, Casa Editorial Estudio, 1915, p. IX.

17. Ibídem.

18. Gaziel, Obra catalana completa, Barcelona, Selecta, 1970.

19. Bartomeu Bardagí estaba considerado por entonces como uno de los mejores correctores de la ya no tan incipiente edición en catalán. En años sucesivos tendría a su cargo la revisión de pruebas de la Obra completa de Josep Pla en Destino y la traducción al catalán de muchos de los artículos incluidos en numerosos volúmenes.

20. Aedos (Agència Editora i Distribuïdora d’Obres Selectes) había sido fundada en 1947 por Maria Borràs de Quadras, esposa de Josep Cruzet, fundador a su vez de Selecta.

21. Gaziel, Obra catalana completa, Barcelona, Selecta, 1970, p. 53.

22. Una muestra, entre tantas, de ese proceder la puede encontrar el lector en el capítulo «Supersticiones y profecías» (Diario de un estudiante. París 1914, op. cit., pp. 99-114). A lo largo de más de tres páginas (pp. 106-109), Gaziel desarrolla una idea apuntada ya en el Diario de 1915 –las diferencias entre la burguesía francesa y la española–, a la que no sólo incorpora toda clase de argumentos, algunos de ellos biográficos, sino también Cataluña como referente (una Cataluña escrita en la edición de Diëresis, por cierto, «Catalunya», como si de un periódico catalán escrito en castellano se tratara).

23. Ambas sirven para contextualizar, medio siglo más tarde, una afirmación del Diario de 1915. En la edición de Diëresis también se adjudica al lector una tercera nota (p. 163) que en la versión catalana de 1964 aparecía sin atribución alguna.

24. Como el lector sin duda recordará, hemos visto un procedimiento similar en el caso del Israel de Pla. Y es que gran parte de los artículos y reportajes de Pla escritos para Destino a lo largo de cerca de cuatro décadas pasaron a engrosar, a partir de 1966, la Obra completa editada por la editorial homónima. Fueron, pues, traducidos al catalán y, en algunos casos, modificados poco o mucho. Luego, algunos fueron editados al margen de la Obra completa en colecciones más asequibles. Y luego, aún, algunos de estos volúmenes fueron traducidos al castellano, como ocurrió con Israel, con lo que volvían a su lengua original. Lo que decíamos: la pescadilla que se muerde la cola.

25. Las únicas referencias al origen catalán del texto figuran en la página de créditos, donde se nos informa del título original, París 1914. Diari d’un estudiant, y de que ha sido traducido del catalán por José Ángel Martos Martín.

26. Manuel Llanas, Gaziel. Vida, periodisme i literatura, Barcelona, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1998, p. 41, nota 1.



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Tot s’ha perdut. El catalanisme polític entre 1922 i 1934
Barcelona, RBA, 2013
288 pp. 21 €

Diario de un estudiante. París 1914
Barcelona, Diëresis, 2014
352 pp. 19 €

De París a Monastir
Barcelona, Libros del Asteroide, 2014
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La Barcelona de ayer. Estampas y crónicas (1919-1933)
Barcelona, Libros de Vanguardia, 2014
218 pp. 18 €

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Otras referencias bibliográficas
Diario de un estudiante en París. Barcelona, Casa Editorial Estudio, 1915
Castilla adentro. Barcelona, Edhasa, 1963
Obras completas. I. Obra catalana. Barcelona, Selecta, 1970


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Gaziel, también en castellano

    16 de febrero de 2015