El presidente Mas aprovechó ayer el acto de posesión de los nuevos miembros de la Comisión Jurídica Asesora, órgano consultivo del Gobierno de la Generalitat de Cataluña, para reclamar «la máxima capacidad de hacer las cosas de acuerdo con los marcos legales y las interpretaciones flexibles que siempre se deben proporcionar». Se trata, a simple vista, de una reclamación irreprochable. Todo político debe actuar dentro del marco que fija la ley y debe contar para ello con un mínimo de flexibilidad en la interpretación de sus normas y preceptos. Es lo que ha ocurrido, sin ir más lejos, con la llamada «doctrina del Constitucional», hecha de sucesivas sentencias en las que los miembros del Alto Tribunal han ido incorporando a la interpretación de la Carta Magna cuantas precisiones y apreciaciones han creído convenientes. Pero, claro, sin modificar el marco, o sea, la letra de la Constitución, que de momento sigue siendo la misma que cuando se promulgó —si se exceptúan las dos minirreformas, ampliamente consensuadas, de 1992 y 2011—. Entre otros motivos, porque el marco legal es ni más ni menos que la ley, esto es, las reglas convivenciales de mayor rango vigentes en este país porque así lo quisieron y lo han seguido queriendo la inmensa mayoría de sus ciudadanos.

Sin embargo, todo indica que la reclamación de Mas no va en este sentido. Para él, lo interpretable no es el contenido del marco —labor que compete por entero al Constitucional y constituye, al cabo, su razón de ser—, sino el marco mismo. Y, por interpretable, flexible. Lo que equivale a exigir, en resumidas cuentas, la máxima flexibilidad para encajar en ese marco maleable la tan manida consulta. Y por si alguien duda aún de las intenciones del Quijote catalán, ahí están las palabras groseramente llanas de su fiel escudero: «La Constitución española no pone límites a su propia reforma, lo que implica que cualquier planteamiento político es legal, y cuando algunos hablan de líneas rojas, Constitución en mano, esto no es posible, porque tiene que poder debatirse sobre todo».

Aunque, bien mirado, lo que ese par reclaman, más que un marco maleable, es un marco constitucional tan fundible como el reloj de Camembert de Dalí.

El Camembert constitucional

    26 de febrero de 2014
En su Quinta de hoy en Abc, Esperanza Aguirre recuerda sus tiempos de ministra de Educación y Cultura en los primeros gobiernos de José María Aznar, y, en concreto, su intento de reforma de la enseñanza de las humanidades en España, que tanto prometía y que finalmente quedó en nada por el contundente rechazo de los nacionalismos —recuérdese que por entonces el PP gobernaba en España gracias a Pujol—, al que se unió el siempre oportuno respaldo de la izquierda toda, socialista y comunista. Aquel fracaso y otros que le sucedieron, como la malograda LOCE, han permitido que en los últimos quince años se haya continuado enseñando en las aulas españolas —y muy en particular en las de aquellos territorios donde manda el nacionalismo— un remedo de historia del arte y de la cultura y de historia a secas que poco o nada tiene que ver con lo sucedido en España en el pasado milenio. Pero no todo ha sido burda manipulación. También ha habido, en una dosis considerable, pura omisión. Y es que el sistema de enseñanza nacido con la LOGSE y perpetuado con la LOE —y mucho me temo que también con la LOMCE— es un sistema estrictamente presentista, negador del pasado y de toda transmisión del conocimiento. Un sistema en el que importa, por encima de cualquier cosa, la adaptación al mundo en que vivimos, tan poco proclive a la continuidad, al esfuerzo intelectual y al pensamiento crítico y tan indiferente o incluso irrespetuoso con la edad, la experiencia y el paso del tiempo. Todos estos valores, propios del pasado, de la tradición, de lo que podríamos llamar nuestra herencia cultural o, si lo prefieren, la historia, nuestra historia, ya no cotizan lo más mínimo. Lo que hoy se lleva es la instantaneidad, la fragmentación, la futilidad; lo nuevo e inmediatamente caduco, en una palabra. Lo que no tiene ni tendrá historia.

Sin historia

    24 de febrero de 2014


("Unas hojas. En favor de la enseñanza en castellano", Luz, 23-6-1932)
El Congreso de los Diputados se manifestó anteayer por primera vez, y de forma abrumadora, en contra de los designios de Artur Mas y sus compañeros de viaje. Los Grupos Popular, Socialista y de Unión, Progreso y Democracia unieron sus votos para rechazar, por un lado, la «Declaración sobre el derecho a decidir» aprobada por el Parlamento catalán el pasado septiembre y, por otro, para instar al Gobierno a seguir utilizando la Constitución y el ordenamiento jurídico para garantizar el cumplimiento de la legalidad, en alusión —más que velada, por las presiones socialistas— al incumplimiento por parte de la Generalitat de las sentencias de los tribunales sobre la escolarización en castellano. Esa conjunción del voto —equivalente a un 86% de la Cámara, por más que anteayer alcanzara tan sólo un 77%— no se habría logrado de no ser por el empeño de UPyD y por la habilidad de su jefa de filas, que transigió con unos y con otros, y en especial con los socialistas, a fin de que la moción prosperase. En todo caso, bien está lo que bien acaba. Pese a que todavía falta para que la propuesta remitida por el Parlamento autonómico sea debatida en las Cortes, la votación de este jueves prefigura nítidamente su resultado o, lo que es lo mismo, el fracaso de la iniciativa y el consiguiente fortalecimiento del Estado de derecho. Pero también recuerda, por si alguien lo había olvidado, la permanente incomodidad del conglomerado socialista, con ese garbanzo en el zapato llamado PSC, cada vez que los asuntos de Cataluña ocupan al primer plano. Así, Alfredo Pérez Rubalcaba ya ha declarado que no habrá más apoyos de sus huestes a mociones de este tipo. Aunque acaso lo más significativo no sea esa afirmación del presidente del Grupo Socialista, sino la de Albert Soler, portavoz de los diputados catalanes a él adscritos. «Nosotros no somos PP y UPyD», ha indicado Soler, emulando a Karina. Cierto, PSOE y PSC no son «ni Romeo ni Julieta» ni están, que se sepa, «en la Italia medieval». Y hasta puede que no sean «actores de un romance sin final». Pero de lo que no hay duda es de que ambos viven «prisioneros del temor».

(ABC, 22 de febrero de 2014)

No, no son ni Romeo ni Julieta

    22 de febrero de 2014
Una de las ventajas de gobernar a medias —aparte de cobrar un sueldazo sin que le amarguen a uno el jornal los múltiples problemas de sus conciudadanos— es el disponer de mucho tiempo libre para hacer volar la imaginación. El presidente Mas lo está demostrando a diario. Una de sus elucubraciones favoritas consiste en comparar la situación de Cataluña con la de otros países del globo, preferentemente tercermundistas y recién descolonizados, o con minorías privadas de derechos que aspiran, o aspiraron en su momento, a emanciparse. Para ello, nada como las grandes figuras históricas que simbolizan por sí solas el ansia de libertad de un pueblo. En la pasada Diada, el presidente de la Generalitat echó mano del sueño de Martin Luther King para equiparar a los catalanes con los negros norteamericanos. Más adelante, durante su interminable viaje a la India, sacó a relucir el ejemplo de Gandhi para ponderar el carácter pacífico del movimiento soberanista que él mismo encabeza. Luego, cuando murió Mandela —al que no pudo visitar como habría sido sin duda su deseo—, amplió el abanico analógico poniendo en un mismo plano a la Sudáfrica del apartheid con la España de nuestros dolores. Y ahora, con ocasión del 50 aniversario de la publicación de Els altres catalans, el libro con el que Francisco Candel reivindicó la catalanidad de las migraciones internas producidas en Cataluña durante el franquismo —doctrina abrazada en primera instancia por el PSUC, hoy ICV-EUiA, y cuyo último efecto es la figura del charnego agradecido, tan cara al nacionalismo—, Mas, consecuente con sus delirios comparativos, ha calificado a Candel de «Mandela catalán» por haber contribuido a «unir y soldar» la sociedad catalana. Es verdad, a qué negarlo, que el pobre Candel fue hasta cierto punto el negro del catalanismo, pero de ahí a asimilarlo a Mandela, lo menos que puede decirse es que mandan candelas.

Mandan candelas

    19 de febrero de 2014
Comprendo que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) califique de «artificio de mera apariencia» el que un colegio de la Comunidad haya decidido impartir las clases de gimnasia en castellano a fin de cumplir con lo establecido en la legislación, esto es, con el número de horas lectivas que deben impartirse, a juicio del TSJC, en cada uno de los dos idiomas oficiales. (No se trata de un número concreto, por cuanto la sentencia en cuestión es anterior a la que hace poco fijó en un 25% de las materias troncales el porcentaje de la carga lectiva en castellano, pero sí de un número bastante para confirmar que esta lengua, en efecto, «es también lengua vehicular docente».) Y si digo que lo comprendo es porque en Primaria el número de horas asignado al área de Educación física apenas si alcanza la cifra de 385 para toda la etapa, lo que viene a representar una media de 64 por curso y de 1,8 por semana. O sea, un exiguo y ridículo 7,2% del horario semanal. Así las cosas, el TSJC ha exigido a la Generalitat que se deje de «artificios de mera apariencia» y fije una proporción para cada lengua vehicular. De lo contrario, ¬o en caso de que la proporción fijada por el Gobierno catalán resulte «manifiestamente insuficiente», será el propio tribunal el que decida los porcentajes —que difícilmente van a diferir, en lo tocante al castellano, de ese 25% establecido en las cinco sentencias citadas—.

Pero, por más que el tribunal haya reparado en la cantidad ¬—si se exceptúa Educación para la ciudadanía y los derechos humanos, que no se imparte más que un curso, o Religión, que es voluntaria, se trata del área con menor carga horaria de toda la etapa—, no hay duda de que la elección ha tenido que ver asimismo con el estatus de la materia. Agrade o no a quienes la profesan y la practican, Educación física es una asignatura soft, una maría, como se la conocía en otro tiempo, cuando competía en importancia con Formación del espíritu nacional, Trabajos manuales, Hogar o Dibujo. Que el centro en cuestión, con la aquiescencia del Departamento de Enseñanza, la eligiera en su momento como chivo expiatorio del presunto cumplimiento de la sentencia no fue en modo alguno casualidad. Lo mismo está ocurriendo, por poner un ejemplo, con la aplicación en Baleares del decreto de trilingüismo —el controvertido TIL—, sólo que en este caso no son los tribunales los que conminan a la Administración a aplicar la ley, sino la propia Administración la que recuerda a los centros díscolos cuáles son sus obligaciones a la hora de repartir las distintas materias entre catalán, castellano e inglés como lenguas vehiculares.

De un modo u otro, está claro que los defensores del actual sistema de inmersión —en Cataluña y Baleares— no están dispuestos a aflojar. El modelo se erosiona en la medida en que alguna asignatura se imparte en castellano o, si lo prefieren, no se imparte en catalán. Pero no por ello se hunde. Sobre todo si, puestos a ceder en algo —a la fuerza ahorcan—, unos y otros ofrecen para el sacrificio aquellas materias que apenas dejan rastro en la educación recibida. Ni por el peso ni por el lustre. Otra cosa son las llamadas troncales, y en especial las que guardan relación con el conocimiento del medio, esto es, con el entorno y con la historia, pasada, presente e incluso, ¡ay!, futura. Aquí, como diría un castizo, poca broma. Porque ya no se trata del cuerpo, sino de la mente. Y aunque la lengua no deje de ser, al cabo, un mero instrumento de comunicación, para el nacionalismo ha sido siempre mucho más. Como la escuela.

Jules Ferry, quien fuera ministro de Instrucción Pública de la Tercera República francesa y creador del primer sistema de enseñanza pública obligatoria y gratuita, se despidió del cargo con una memorable circular, conocida como «Carta a los maestros». En ella figura un párrafo que debería servir como divisa de cualquier proyecto educativo. Dice así: «En el momento de proponer a los alumnos un precepto o una máxima cualesquiera, pregúntese si conoce un solo hombre honesto al que pudiera dañar lo que va a decir. Pregúntese si un padre de familia, uno solo, presente en su clase y escuchando lo que en ella se dice, podría de buena fe negarse a corroborar lo que le oiría decir a usted. Si la respuesta es sí, absténgase de decirlo; de lo contrario, hable sin miedo: porque lo que va a comunicarle al niño no es su propia sabiduría; es la sabiduría del género humano, es una de esas ideas de orden universal que varios siglos de civilización han incorporado al patrimonio de la humanidad».

Sobra añadir que hace un montón de años que no es el caso de la enseñanza en España. Y no digamos ya de la enseñanza en ese forúnculo español llamado Cataluña.

(Crónica Global)

In corpore sano

    17 de febrero de 2014


(J. Martínez de Oria [Juan Ramón Masoliver], "El chocolate de Casa Llibre", Destino, 11-6-1938)
Lo mejor de ciertas creaciones artísticas es su carácter efímero. Seguro que conocen aquella máxima de Gracián: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno». Pues figúrense lo malo. Uno de los grandes dramas de todo barcelonés nacido entre el último cuarto del siglo XIX y nuestros días es tener que soportar el carácter perenne de la Sagrada Familia. Y, encima, en interminable construcción. Añadan a lo anterior la doble condición de Bien de Interés Cultural y Patrimonio de la Humanidad con que se blinda el templo expiatorio ante cualquier hipótesis de derribo y comprenderán la hiriente resignación con que algunos ciudadanos acarreamos semejante fardo. Es cierto que los miles de japoneses que peregrinan cada año hasta el monumento dejan un montón de divisas a la ciudad. Pero menudo consuelo. Sobre todo cuando uno repara en que esas divisas acaban llenando, impuestos mediante, las arcas municipales, y una vez allí, lejos de revertir en la mejora del bienestar del conjunto de los barceloneses y, en especial, de los más necesitados, son destinadas a financiar proyectos de creación efímera, como los que el Ayuntamiento de la ciudad ha programado en el marco del Tricentenario de marras, ese cuyo lema es un grotesco «Vivir libre» y que comisaría políticamente el periodista Soler. 539.000 euros cuesta la broma. Mejor dicho, las bromas, porque en total van a ser siete las intervenciones artísticas que sendos arquitectos y algún farandulero como Álex Ollé, de La Fura dels Baus —coordinados por la también arquitecta Benedetta Tagliabue—, ejecutarán en la vía pública del casco antiguo. Los proyectos llevan nombres tan tricentenariamente sugestivos como «El muro de la Ciudadela», «Identidad», «Libertad», «Memoria», «Democracia», «Diversidad» y hasta «Europa», esa vieja y siempre fallida aspiración del nacionalismo. Y tienen asimismo, y por suerte, fecha de caducidad, el 11 de septiembre de 2014. Por supuesto, no voy a prejuzgar aquí la calidad de cada obra. Pero me basta con conocer la génesis del proyecto para poder proclamar su profunda inmoralidad. Por mucho arte con que se adornen y muy efímero que este sea.

(ABC, 15 de febrero de 2014)

La creación efímera

    15 de febrero de 2014
Anna Elvira es la portavoz de USTEC-STEs, o sea, de la rama catalana de la Confederación de Sindicatos de Trabajadores de la Enseñanza, nacida —Wikipedia dixit— «del asamblearismo docente de la transición a la democracia». Pues bien, a pesar de ese asamblearismo de cuna, Elvira ha «exigido» al Gobierno y al Parlamento de Cataluña que lideren el «boicot» de todo el sector educativo a la llamada ley Wert, la Lomce. Y ha añadido: «Debemos recibir instrucciones precisas para actuar todos coordinadamente». Por supuesto, ese «todos» de Elvira no afecta sólo a los afiliados a USTEC; también al resto de las entidades y organizaciones que conforman el llamado Movimiento Unitario de la Comunidad Educativa (MUCE), que incluye a asociaciones docentes, estudiantiles y progenitoras de alumnos —cuyos portavoces son a menudo exdocentes o docentes en activo— felizmente incardinadas en el nacionalizquierdismo o en el nacionalismo a secas. Las instrucciones, pues, deben ir dirigidas a todo el colectivo, o sea, al MUCE. El movimiento es hoy, en el campo educativo, lo que los franceses llaman la force de frappe. La ley les incumbe, en la medida en que lamina o puede laminar su estatus y, en definitiva, su poder, y no están dispuestos a aplicarla. Por eso ils frappent. He aquí su programa —y su léxico y su sintaxis—: «Blindar el catalán como lengua vehicular, dejar que los centros y los consejos escolares escojan sus currículos, se apueste por el programario libre que ofrece internet, se boicoteen las evaluaciones externas derivadas de la Lomce y se refuercen las líneas de participación que garantizan el control democrático de las escuelas». Pero así como en Baleares, donde han armado este curso un movimiento parecido, el adversario, en primera instancia, es el Gobierno regional, en Cataluña no hay otro enemigo a batir que el Gobierno central. O sea, el de España. De ahí que los paniaguados de la enseñanza catalana, conscientes de que Cataluña está en guerra con España, pidan a Mas y a los suyos instrucciones. Instrucciones precisas. No vaya a suceder que, como en las historietas, sus propios proyectiles acaben derribándolos.

Esperando instrucciones precisas

    12 de febrero de 2014
Balcones y muñecas. El azar ha querido que en ambos casos yo estuviera allí. O sea, en la ciudad. En la de Barcelona el 4 de octubre de 1997, y en la de Palma de Mallorca el 8 de febrero de 2014. Recuerdo que en 1997 los balcones de los pisos particulares situados frente a la catedral barcelonesa cotizaban al alza; la boda de una infanta de España con un reputado balonmanista —del Barça y de la selección, dos en uno— bien merecía el dispendio. El pasado sábado los balcones que daban a la rampa que lleva a los juzgados de Palma también subieron de precio; la entrada de la infanta en el mismo juzgado donde ya había declarado por dos veces su marido, el otrora balonmanista de pro, «ho pagava», como dicen los mallorquines. Puestos a repetir, tampoco faltaron en esta ocasión los muñecos. Sólo que la feliz pareja de novios de antaño ha dejado paso a esa cabeza rubia de muñeca sin cuerpo que la turba enarbolaba en las inmediaciones del juzgado, quién sabe si deseosa de recuperar aquellos tiempos en que la guillotina funcionaba a destajo, o los más recientes y patrióticos de las sacas, los paseos y el tiro en la nuca.

Dos candidatos, dos. La ejecutiva de Ciutadans ha propuesto a Javier Nart y a Juan Carlos Girauta como números 1 y 2, respectivamente, de la candidatura a las elecciones europeas del próximo 25 de mayo. Ahora serán los militantes del partido quienes refrenden o no la propuesta, aunque nadie duda de que esta va a salir adelante. Lo que es yo, no alcanzo a comprender por qué tantas formaciones políticas optan por un perfil intelectual a la hora de elegir a su portavoz en Europa: Sosa Wagner en UPyD —y por segunda vez—, Terricabras en ERC, Nart y Girauta en Ciutadans. En otras palabras, no alcanzo a comprender por qué en Europa sí valen y en España, en cambio, su valor decrece. ¿Será que en Estrasburgo y Bruselas se requiere un nivel distinto para ejercer la política? Con todo, no es eso lo que más me intriga de la propuesta de Ciudadanos, sino la dupla. Esto es, por qué razón dos intelectuales y no uno, como los demás. ¿Será que el partido tiene dos almas y no existe fórmula mejor para que ambas estén representadas —siempre y cuando los votantes respondan, claro está—? Tal vez. Pero, tratándose de Europa, donde la política exterior cobra sin duda un relieve mucho mayor que en nuestro país, me pregunto qué posición va a adoptar la formación, pongamos por caso, con relación al conflicto de Oriente Próximo y, en general, a todo cuanto atañe al antisemitismo, dadas las posturas manifiestamente encontradas que tienen ambos candidatos sobre el particular.

Síes y noes. El Gobierno de Artur Mas parece decidido a complicarse la vida y, en consecuencia, a complicárnosla a los demás. En este sentido, qué quieren, las cosas serían mucho más simples si gobernara ERC. También mucho más radicales, por supuesto, pero al menos ganaríamos en claridad. Así, con un gobierno de ERC nos habríamos ahorrado, por ejemplo, esa doble pregunta para una hipotética consulta, acaso una de las formulaciones más grotescas jamás ideadas de un supuesto deseo de independencia, sólo superada, en su ridiculez, por esos internautas que deponen comentarios en las redes sociales añadiendo a su nombre o alias un infantiloide «sí-sí». Y nos habríamos ahorrado asimismo la imagen de un consejero de Presidencia proponiendo, aparte de una doble pregunta, una doble consulta, con la particularidad de que el segundo de estos referendos —para el que no ha sugerido, por cierto, un sistema híbrido de pregunta-respuesta, como en el caso del primero, aunque todo se andará— debería tener, a su juicio, como sujeto de soberanía al conjunto del pueblo español. Suerte que, como recordaba Girauta ayer en Abc, el presidente del Gobierno de España ya dijo «no» a cualquier consulta en la convención del PP catalán. Y no una vez, sino dos, claro.

(Crónica Global)

No hay uno sin dos

    10 de febrero de 2014


(Magda Donato, "Señoritas vigilantes para niños... para niñeras... y para madres...", Heraldo de Madrid, 21-1-1925)
Todo se reduce, al cabo, a saber quién manda aquí. Y aquí manda, no nos engañemos, la Generalitat, ayudada por los múltiples tentáculos que ha ido desarrollando durante décadas y que alcanzan ya al conjunto de la administración y a gran parte del mundo socioeconómico y asociativo. Tanto más cuanto que ese poder, basado en el reparto de cargos y prebendas, se ha establecido —como corresponde, sin duda, a todo nacionalismo que se precie— a partir de la contraposición entre un «nosotros» y un «ellos» o, si lo prefieren, a partir de la concesión o no concesión de salvoconductos de catalanidad. Así las cosas, a nadie debería sorprender que existan hoy en Cataluña tan pocos padres dispuestos a exigir que sus hijos sean escolarizados también en castellano —y ello a pesar de la labor, nunca suficientemente alabada, de entidades como la Asociación por la Tolerancia o Convergencia Cívica Catalana—. ¿Quién va a exponer a su vástago al oprobio de ser separado del resto del grupo para recibir eso que llaman «una enseñanza individualizada en castellano»? ¿Quién va a permitir que sea señalado por sus compañeros y maestros —por la institución escolar, en definitiva— con el estigma de la ajenidad? Ante ese tipo de peligros, toda sentencia acaba siendo papel mojado. Comprendo la satisfacción con que han sido recibidos los recientes autos del TSJC por los que, en adelante, cuando un alumno pida recibir la enseñanza en castellano, un 25% de las clases, como mínimo, deberán impartirse en esta lengua. Pero es inútil. La Administración seguirá haciendo oídos sordos. U ofreciendo, a cambio, la vía del escarnio individualizado. O mintiendo al afirmar sin aportar prueba alguna —como hizo anteayer la consejera Rigau— que en un 14% de los centros educativos se imparten ya materias en castellano. No, lo único que puede cambiar en verdad la situación es la percepción de que en Cataluña, antes que la Generalitat, manda el Estado. O sea, el Estado de derecho, el orden jurídico vigente. Mientras eso no ocurra, esos miles de familias deseosas de que sus hijos reciban una enseñanza bilingüe van a seguir quedándose con las ganas.

(ABC, 8 de febrero de 2014)

Quien manda aquí

    8 de febrero de 2014

Allá por septiembre de 1916, Henry Wickham Steed, el muy influyente redactor jefe del Times, visitó España acompañando al director y propietario del diario, Lord Northcliffe. El viaje no era sino una etapa más del periplo que ambos periodistas habían emprendido por el continente en guerra desde que Alemania abriera, dos años antes, las hostilidades. Un periplo vinculado al oficio, claro está, pero vinculado sobre todo al convencimiento de que la suerte de Inglaterra, esto es, su existencia misma como nación, dependía en buena medida de la derrota inexorable de Alemania en su afán por dominar el mundo. Ese patriotismo les había llevado hasta entonces por los frentes de batalla y por algunos países neutrales, como por ejemplo Suiza. De España no recorrieron más que el norte. Sin embargo, esos pocos días de estancia entre nosotros les sirvieron para comprobar, como recordaría Steed en sus memorias, que así como «la neutralidad de Suiza era asfixiante, la de España era la de un país completamente desgajado de la lucha y, por así decirlo, fuera de Europa». Y para constatar, a la vez, que había alemanes por doquier y que, si bien la mayoría de la población parecía ver la causa aliada con franca simpatía, el clero, «omnipresente», era por completo germanófilo y la prensa se hallaba «en gran parte bajo la influencia germánica».

Por supuesto, de una estancia tan limitada en el espacio y en el tiempo difícilmente iban a sacar ambos periodistas, por muy experimentados que fueran y bien relacionados que estuvieran, conclusiones irrebatibles. Pero lo cierto es que no andaban desencaminados en su diagnóstico. En lo relativo a la prensa, por ejemplo, la influencia germánica era indiscutible, aunque el grado apuntado por Steed quizá resulte algo exagerado. Y es que había entonces en España diarios para todos los gustos. O sea, aliadófilos, germanófilos y, por supuesto, neutrales. Y, en todos ellos, la inclinación escogida podía obedecer tanto a convicciones ideológicas como a conveniencias comerciales, esto es, a los ingresos vinculados a la publicidad y, en especial, a los que provenían del dinero que las distintas embajadas de los países en liza transferían generosamente a cambio de una línea editorial favorable al bando en cuestión. Ese soborno, por cierto, no afectaba sólo a cabeceras; también a periodistas de ideas afines que ejercieran en aquel entonces una influencia contrastada sobre la opinión pública.

De resultas de todo ello, y a pesar del encarecimiento del papel provocado por la escasez de materias primas, los años de la Gran Guerra fueron para la prensa española unos buenos años. El interés de los ciudadanos por el conflicto; la posibilidad de seguirlo día a día mediante las ristras de teletipos, las crónicas de corresponsal, las imágenes fotográficas o los mapas de los frentes, llenos de indicaciones sobre los avances y retrocesos de los ejércitos contendientes; y la falta de competencia informativa, puesto que la radio no apareció hasta la década de los veinte, hicieron del periódico un referente esencial. Añadan a lo anterior que el desarrollo de la guerra —y a partir de 1917, el de la revolución bolchevique— era leído por muchos españoles en clave interna. Era la guerra de los otros, sí. Pero también la nuestra, en tanto en cuanto se dirimían en ella dos concepciones del mundo, una liberal y otra totalitaria —lo que para muchos no era sino el trasunto de otra contraposición: la que se daba entre lo moderno y lo antiguo—, que iban a chocar sin remedio en años venideros en Europa. Y esta vez con España dentro.

(Mercurio, n. 158, febrero 2014)

La guerra de los otros

    4 de febrero de 2014
En una entrevista publicada ayer en el diario El País, Pere Navarro, primer secretario del PSC, justificaba la promesa de abstención de su grupo en cuantas votaciones parlamentarias tuvieran que ver con el llamado derecho a decidir —promesa realizada el 20 de diciembre de 2012, durante el último debate de investidura de Artur Mas— en la creencia de que «el proceso se iba a llevar de manera más sensata», esto es, de que «los gobiernos tenían voluntad de negociar y acordar muchos aspectos, más allá de la pregunta, como la recuperación de los recortes del Estatuto, la incorporación de nuevas competencias o la negociación de un nuevo modelo de financiación». Cómo podían Navarro y los suyos creer entonces lo que el primer secretario asegura ahora que creían, constituye, para cualquier profano en el socialismo catalán, un verdadero misterio. Baste recordar los antecedentes más inmediatos: la manifestación del 11 de septiembre de 2012 bajo el lema «Cataluña, nuevo Estado de Europa»; el fervor con que el presidente Mas la alentó, aun cuando no la encabezara en la calle, y el reconocimiento que tributó a sus organizadores; el paripé del viaje de ida a vuelta a Madrid, para entrevistarse con Mariano Rajoy, a sabiendas de que su exigencia de un pacto fiscal no iba a ser atendida, como así sucedió; el recibimiento caudillesco que le dispensaron en la barcelonesa plaza San Jaime algunos de sus palmeros más acrisolados; la convocatoria de elecciones anticipadas como única forma, según el presidente de la Generalitat, de que «la voz de 1,5 millones de catalanes se traslade a las urnas»; una campaña en la que el candidato a la reelección llegó al extremo de postularse en un cartel electoral, cual Moisés redivivo, como «la voluntad de un pueblo»; el soberano fracaso cosechado el 25 de noviembre en las urnas, cuando el presidente en activo aspiraba a lograr la mayoría absoluta y se dejó en el intento 12 escaños y cerca de 100.000 votos, y, en fin, el empecinamiento de Mas en seguir con sus planes a pesar del batacazo electoral.

Este era, pues, el contexto en que se celebró el debate de investidura de diciembre de 2012. Es verdad que la posición del PSC no era precisamente de fuerza. El partido había perdido ocho diputados y 50.000 votos, con lo que por primera vez en su historia quedaba relegado a la condición de segundo partido de la oposición. Pero era justamente la evidencia de esa pérdida —último estadio de una caída iniciada en 2006 y que había ocasionado ya la fuga de más de medio millón de votantes— lo que debería haber convencido a sus dirigentes de que su política de pactos con el nacionalismo ¬—o, en el mejor de los casos, de una pacata abstención ante sus propósitos— no hacía sino acelerar el descalabro y, en definitiva, el inapelable hundimiento del PSC como opción partidista. En cambio, ese voto en contra de la investidura de Mas —porque el PSC votó en contra— se vio compensado —es un decir— por esa promesa de abstenerse en cuantos debates parlamentarios versaran sobre el llamado «derecho a decidir».

La ingenuidad del partido en sus tratos con el nacionalismo, ese pecado original que el PSC arrastra desde su fundación misma, en aquel ya lejano 16 de julio de 1978, es lo que impidió a Navarro y compañía ver lo que casi todo el mundo veía; a saber, que el proceso soberanista no iba a detenerse por las buenas, sino sólo cuando el presidente Mas hubiera quemado en la empresa todas sus naves. Creer que un acuerdo entre gobiernos era posible en aquel contexto porque existía una voluntad de negociar «más allá de la pregunta», o sea, de la consulta; creer, en suma, en la sensatez de la bestia nacionalista, constituye una muestra de candor, de buena fe, impropia de un dirigente político. A no ser, claro, que esas palabras de Navarro deban interpretarse como una forma de justificar lo injustificable en vista de lo sucedido en el largo año transcurrido desde entonces. Como una suerte de excusa ante su inacción, para entendernos. O ante su impotencia. Lo cual, si bien se mira, sería todavía mucho peor.

(Crónica Global)

La ingenuidad del PSC

    3 de febrero de 2014


(Miquel dels Sants Olvier, "Concepto del periodista", Abc, 2-6-1907)
Dice Artur Mas que, entre 2007 y 2012, medio millón de personas que no tenían el catalán como lengua habitual pasaron a tenerlo. Esto significa que la población catalanohablante ha crecido en cinco años una barbaridad. Según la encuesta de usos lingüísticos realizada en 2008, había en Cataluña 2.196.000 personas cuya lengua habitual era el catalán, 2.830.000 que empleaban por lo común el castellano y 735.000 que utilizaban indistintamente ambos idiomas, lo que suponía unos porcentajes de población del 35,6, el 45,9 y el 11,9, respectivamente. En el mejor de los casos, o sea, sumando el tercer grupo al primero, se habría producido, pues, un aumento de algo más del 17%. ¿Espectacular, no? Por supuesto, hay muchas formas de llegar a la dulce y amniótica condición de catalanohablante en Cataluña. Está la necesidad, o sea, la convicción de que el ascenso social pasa por el manejo del idioma «propio». Está también la solidaridad, esto es, la voluntad de acercarse a ese pobre pueblo oprimido por la España malhechora. Está aún el roce, el cariño, o sea, aquel territorio donde toda lengua es bienvenida. Y está, claro, la escuela, esto es, la obligatoriedad. Aunque no sabemos qué porcentaje corresponde a cada una de estas modalidades, convendrán conmigo en que la última debe de rondar, como mínimo, el 95%. Lo que nos lleva a preguntarnos qué significa «lengua habitual». Porque si el concepto atañe al idioma que hablamos de forma regular un número suficiente de horas, todos los catalanes menores de 16 años, o sea, todos los que están sujetos a la enseñanza obligatoria, son catalanohablantes, por más que en casa y en la calle hablen chino. El problema es que un porcentaje altísimo deja de serlo, al menos de modo habitual, a partir de los 16. De lo contrario, ya les aseguro yo que, a este ritmo, en un par de décadas el castellano pasaba ser algo perfectamente residual en Cataluña.

Así las cosas, uno entiende que la Generalitat decida hacer caso omiso de las sentencias judiciales que le obligan a introducir el castellano como lengua vehicular de la enseñanza. A nadie le gusta tener que renunciar a las estadísticas. Y menos a un político.

(ABC, 1 de febrero de 2014)

La lengua habitual

    1 de febrero de 2014