Comprendo que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) califique de «artificio de mera apariencia» el que un colegio de la Comunidad haya decidido impartir las clases de gimnasia en castellano a fin de cumplir con lo establecido en la legislación, esto es, con el número de horas lectivas que deben impartirse, a juicio del TSJC, en cada uno de los dos idiomas oficiales. (No se trata de un número concreto, por cuanto la sentencia en cuestión es anterior a la que hace poco fijó en un 25% de las materias troncales el porcentaje de la carga lectiva en castellano, pero sí de un número bastante para confirmar que esta lengua, en efecto, «es también lengua vehicular docente».) Y si digo que lo comprendo es porque en Primaria el número de horas asignado al área de Educación física apenas si alcanza la cifra de 385 para toda la etapa, lo que viene a representar una media de 64 por curso y de 1,8 por semana. O sea, un exiguo y ridículo 7,2% del horario semanal. Así las cosas, el TSJC ha exigido a la Generalitat que se deje de «artificios de mera apariencia» y fije una proporción para cada lengua vehicular. De lo contrario, ¬o en caso de que la proporción fijada por el Gobierno catalán resulte «manifiestamente insuficiente», será el propio tribunal el que decida los porcentajes —que difícilmente van a diferir, en lo tocante al castellano, de ese 25% establecido en las cinco sentencias citadas—.
Pero, por más que el tribunal haya reparado en la cantidad ¬—si se exceptúa Educación para la ciudadanía y los derechos humanos, que no se imparte más que un curso, o Religión, que es voluntaria, se trata del área con menor carga horaria de toda la etapa—, no hay duda de que la elección ha tenido que ver asimismo con el estatus de la materia. Agrade o no a quienes la profesan y la practican, Educación física es una asignatura
soft, una
maría, como se la conocía en otro tiempo, cuando competía en importancia con Formación del espíritu nacional, Trabajos manuales, Hogar o Dibujo. Que el centro en cuestión, con la aquiescencia del Departamento de Enseñanza, la eligiera en su momento como chivo expiatorio del presunto cumplimiento de la sentencia no fue en modo alguno casualidad. Lo mismo está ocurriendo, por poner un ejemplo, con la aplicación en Baleares del decreto de trilingüismo —el controvertido TIL—, sólo que en este caso no son los tribunales los que conminan a la Administración a aplicar la ley, sino la propia Administración la que recuerda a los centros díscolos cuáles son sus obligaciones a la hora de repartir las distintas materias entre catalán, castellano e inglés como lenguas vehiculares.
De un modo u otro, está claro que los defensores del actual sistema de inmersión —en Cataluña y Baleares— no están dispuestos a aflojar. El modelo se erosiona en la medida en que alguna asignatura se imparte en castellano o, si lo prefieren, no se imparte en catalán. Pero no por ello se hunde. Sobre todo si, puestos a ceder en algo —a la fuerza ahorcan—, unos y otros ofrecen para el sacrificio aquellas materias que apenas dejan rastro en la educación recibida. Ni por el peso ni por el lustre. Otra cosa son las llamadas troncales, y en especial las que guardan relación con el conocimiento del medio, esto es, con el entorno y con la historia, pasada, presente e incluso, ¡ay!, futura. Aquí, como diría un castizo, poca broma. Porque ya no se trata del cuerpo, sino de la mente. Y aunque la lengua no deje de ser, al cabo, un mero instrumento de comunicación, para el nacionalismo ha sido siempre mucho más. Como la escuela.
Jules Ferry, quien fuera ministro de Instrucción Pública de la Tercera República francesa y creador del primer sistema de enseñanza pública obligatoria y gratuita, se despidió del cargo con una memorable circular, conocida como «Carta a los maestros». En ella figura un párrafo que debería servir como divisa de cualquier proyecto educativo. Dice así: «En el momento de proponer a los alumnos un precepto o una máxima cualesquiera, pregúntese si conoce un solo hombre honesto al que pudiera dañar lo que va a decir. Pregúntese si un padre de familia, uno solo, presente en su clase y escuchando lo que en ella se dice, podría de buena fe negarse a corroborar lo que le oiría decir a usted. Si la respuesta es sí, absténgase de decirlo; de lo contrario, hable sin miedo: porque lo que va a comunicarle al niño no es su propia sabiduría; es la sabiduría del género humano, es una de esas ideas de orden universal que varios siglos de civilización han incorporado al patrimonio de la humanidad».
Sobra añadir que hace un montón de años que no es el caso de la enseñanza en España. Y no digamos ya de la enseñanza en ese forúnculo español llamado Cataluña.
(Crónica Global)