En una entrevista publicada ayer en el diario
El País, Pere Navarro, primer secretario del PSC, justificaba la promesa de abstención de su grupo en cuantas votaciones parlamentarias tuvieran que ver con el llamado derecho a decidir —promesa realizada el 20 de diciembre de 2012, durante el último debate de investidura de Artur Mas— en la creencia de que «el proceso se iba a llevar de manera más sensata», esto es, de que «los gobiernos tenían voluntad de negociar y acordar muchos aspectos, más allá de la pregunta, como la recuperación de los recortes del Estatuto, la incorporación de nuevas competencias o
la negociación de un nuevo modelo de financiación». Cómo podían Navarro y los suyos creer entonces lo que el primer secretario asegura ahora que creían, constituye, para cualquier profano en el socialismo catalán, un verdadero misterio. Baste recordar los antecedentes más inmediatos: la manifestación del 11 de septiembre de 2012 bajo el lema «Cataluña, nuevo Estado de Europa»; el fervor con que el presidente Mas la alentó, aun cuando no la encabezara en la calle, y el reconocimiento que tributó a sus organizadores; el paripé del viaje de ida a vuelta a Madrid, para entrevistarse con Mariano Rajoy, a sabiendas de que su exigencia de un pacto fiscal no iba a ser atendida, como así sucedió; el recibimiento caudillesco que le dispensaron en la barcelonesa plaza San Jaime algunos de sus palmeros más acrisolados; la convocatoria de elecciones anticipadas como única forma, según el presidente de la Generalitat, de que «la voz de 1,5 millones de catalanes se traslade a las urnas»; una campaña en la que el candidato a la reelección llegó al extremo de postularse en un cartel electoral, cual Moisés redivivo, como «la voluntad de un pueblo»; el soberano fracaso cosechado el 25 de noviembre en las urnas, cuando el presidente en activo aspiraba a lograr la mayoría absoluta y se dejó en el intento 12 escaños y cerca de 100.000 votos, y, en fin, el empecinamiento de Mas en seguir con sus planes a pesar del batacazo electoral.
Este era, pues, el contexto en que se celebró el debate de investidura de diciembre de 2012. Es verdad que la posición del PSC no era precisamente de fuerza. El partido había perdido ocho diputados y 50.000 votos, con lo que por primera vez en su historia quedaba relegado a la condición de segundo partido de la oposición. Pero era justamente la evidencia de esa pérdida —último estadio de una caída iniciada en 2006 y que había ocasionado ya la fuga de más de medio millón de votantes— lo que debería haber convencido a sus dirigentes de que su política de pactos con el nacionalismo ¬—o, en el mejor de los casos, de una pacata abstención ante sus propósitos— no hacía sino acelerar el descalabro y, en definitiva, el inapelable hundimiento del PSC como opción partidista. En cambio, ese voto en contra de la investidura de Mas —porque el PSC votó en contra— se vio compensado —es un decir— por esa promesa de abstenerse en cuantos debates parlamentarios versaran sobre el llamado «derecho a decidir».
La ingenuidad del partido en sus tratos con el nacionalismo, ese pecado original que el PSC arrastra desde su fundación misma, en aquel ya lejano 16 de julio de 1978, es lo que impidió a Navarro y compañía ver lo que casi todo el mundo veía; a saber, que el proceso soberanista no iba a detenerse por las buenas, sino sólo cuando el presidente Mas hubiera quemado en la empresa todas sus naves. Creer que un acuerdo entre gobiernos era posible en aquel contexto porque existía una voluntad de negociar «más allá de la pregunta», o sea, de la consulta; creer, en suma, en la sensatez de la bestia nacionalista, constituye una muestra de candor, de buena fe, impropia de un dirigente político. A no ser, claro, que esas palabras de Navarro deban interpretarse como una forma de justificar lo injustificable en vista de lo sucedido en el largo año transcurrido desde entonces. Como una suerte de excusa ante su inacción, para entendernos. O ante su impotencia. Lo cual, si bien se mira, sería todavía mucho peor.
(Crónica Global)