Una de las ventajas de gobernar a medias —aparte de cobrar un sueldazo sin que le amarguen a uno el jornal los múltiples problemas de sus conciudadanos— es el disponer de mucho tiempo libre para hacer volar la imaginación. El presidente Mas lo está demostrando a diario. Una de sus elucubraciones favoritas consiste en comparar la situación de Cataluña con la de otros países del globo, preferentemente tercermundistas y recién descolonizados, o con minorías privadas de derechos que aspiran, o aspiraron en su momento, a emanciparse. Para ello, nada como las grandes figuras históricas que simbolizan por sí solas el ansia de libertad de un pueblo. En la pasada Diada, el presidente de la Generalitat echó mano del sueño de Martin Luther King para equiparar a los catalanes con los negros norteamericanos. Más adelante, durante su interminable viaje a la India, sacó a relucir el ejemplo de Gandhi para ponderar el carácter pacífico del movimiento soberanista que él mismo encabeza. Luego, cuando murió Mandela —al que no pudo visitar como habría sido sin duda su deseo—, amplió el abanico analógico poniendo en un mismo plano a la Sudáfrica del apartheid con la España de nuestros dolores. Y ahora, con ocasión del 50 aniversario de la publicación de Els altres catalans, el libro con el que Francisco Candel reivindicó la catalanidad de las migraciones internas producidas en Cataluña durante el franquismo —doctrina abrazada en primera instancia por el PSUC, hoy ICV-EUiA, y cuyo último efecto es la figura del charnego agradecido, tan cara al nacionalismo—, Mas, consecuente con sus delirios comparativos, ha calificado a Candel de «Mandela catalán» por haber contribuido a «unir y soldar» la sociedad catalana. Es verdad, a qué negarlo, que el pobre Candel fue hasta cierto punto el negro del catalanismo, pero de ahí a asimilarlo a Mandela, lo menos que puede decirse es que mandan candelas.