Allá por septiembre de 1916, Henry Wickham Steed, el muy influyente redactor jefe del Times, visitó España acompañando al director y propietario del diario, Lord Northcliffe. El viaje no era sino una etapa más del periplo que ambos periodistas habían emprendido por el continente en guerra desde que Alemania abriera, dos años antes, las hostilidades. Un periplo vinculado al oficio, claro está, pero vinculado sobre todo al convencimiento de que la suerte de Inglaterra, esto es, su existencia misma como nación, dependía en buena medida de la derrota inexorable de Alemania en su afán por dominar el mundo. Ese patriotismo les había llevado hasta entonces por los frentes de batalla y por algunos países neutrales, como por ejemplo Suiza. De España no recorrieron más que el norte. Sin embargo, esos pocos días de estancia entre nosotros les sirvieron para comprobar, como recordaría Steed en sus memorias, que así como «la neutralidad de Suiza era asfixiante, la de España era la de un país completamente desgajado de la lucha y, por así decirlo, fuera de Europa». Y para constatar, a la vez, que había alemanes por doquier y que, si bien la mayoría de la población parecía ver la causa aliada con franca simpatía, el clero, «omnipresente», era por completo germanófilo y la prensa se hallaba «en gran parte bajo la influencia germánica».

Por supuesto, de una estancia tan limitada en el espacio y en el tiempo difícilmente iban a sacar ambos periodistas, por muy experimentados que fueran y bien relacionados que estuvieran, conclusiones irrebatibles. Pero lo cierto es que no andaban desencaminados en su diagnóstico. En lo relativo a la prensa, por ejemplo, la influencia germánica era indiscutible, aunque el grado apuntado por Steed quizá resulte algo exagerado. Y es que había entonces en España diarios para todos los gustos. O sea, aliadófilos, germanófilos y, por supuesto, neutrales. Y, en todos ellos, la inclinación escogida podía obedecer tanto a convicciones ideológicas como a conveniencias comerciales, esto es, a los ingresos vinculados a la publicidad y, en especial, a los que provenían del dinero que las distintas embajadas de los países en liza transferían generosamente a cambio de una línea editorial favorable al bando en cuestión. Ese soborno, por cierto, no afectaba sólo a cabeceras; también a periodistas de ideas afines que ejercieran en aquel entonces una influencia contrastada sobre la opinión pública.

De resultas de todo ello, y a pesar del encarecimiento del papel provocado por la escasez de materias primas, los años de la Gran Guerra fueron para la prensa española unos buenos años. El interés de los ciudadanos por el conflicto; la posibilidad de seguirlo día a día mediante las ristras de teletipos, las crónicas de corresponsal, las imágenes fotográficas o los mapas de los frentes, llenos de indicaciones sobre los avances y retrocesos de los ejércitos contendientes; y la falta de competencia informativa, puesto que la radio no apareció hasta la década de los veinte, hicieron del periódico un referente esencial. Añadan a lo anterior que el desarrollo de la guerra —y a partir de 1917, el de la revolución bolchevique— era leído por muchos españoles en clave interna. Era la guerra de los otros, sí. Pero también la nuestra, en tanto en cuanto se dirimían en ella dos concepciones del mundo, una liberal y otra totalitaria —lo que para muchos no era sino el trasunto de otra contraposición: la que se daba entre lo moderno y lo antiguo—, que iban a chocar sin remedio en años venideros en Europa. Y esta vez con España dentro.

(Mercurio, n. 158, febrero 2014)

La guerra de los otros

    4 de febrero de 2014