Parafraseando a Joubert, puede decirse que el mayor defecto de los autores nuevos es que nos impiden leer a los viejos. Al propio Joseph Joubert, sin ir más lejos. O a un contemporáneo suyo llamado Sébastien-Roch Nicolas y rebautizado Chamfort. O a cualquiera de los grandes moralistas franceses del XVII y el XVIII. Su pensamiento, expresado a menudo en forma de aforismos, tiene la gran virtud de echar luz —una luz permanente— sobre el hombre y su circunstancia. O sea, sobre nosotros y cuanto nos rodea. De Chamfort, por ejemplo, son estas palabras: «Lo que determina el éxito de una gran cantidad de libros es la estrecha relación que se da entre la mediocridad de las ideas del autor y la mediocridad de las ideas del público». Sin duda. Para corroborarlo, basta fijarse en las listas de los más vendidos que ofrecen los suplementos culturales. O en los hit parades del Día del Libro y de las Ferias del Libro. La mediocridad triunfa. Como triunfaba ayer y como triunfará mañana. Por más que la crisis se haya cebado en el sector editorial —una doble crisis, puesto que a la económica se ha sumado la derivada del mundo digital y la piratería que lo invade—, la mediocridad no parece haberse resentido. Cuando menos en términos relativos. Y, mira por dónde, hasta puede que haya salido ganando.