Es verdad que a favor de esta decisión del biógrafo estaba la cantidad de prosa invertida ya en glosar la figura y la obra del biografiado —tal como puede comprobarse en el exhaustivo «Comentario bibliográfico» con que Juaristi completa su ensayo— y la consiguiente necesidad de ir más allá. Súmese a ello la dificultad de aportar nuevos datos que ampliaran de modo sustancial lo conocido hasta ahora, o —por recurrir a un ejemplo del propio texto— la imposibilidad de discernir si la zapatilla que se le quemó en el brasero a Unamuno en la hora fatal de su muerte fue la derecha o la izquierda, y se entenderá que al autor no le quedase más remedio que optar por lo que optó. Aun así, en su afán por trazar un retrato veraz de Don Miguel y su circunstancia, podía haberse limitado a interpretar el enorme material existente separando el grano de la paja, corrigiendo errores —los Rabaté, acaso por ser los autores de la biografía más reciente y ambiciosa, se llevan la palma— y pertrechando el conjunto con cuantas reflexiones vinieran a cuento. Y no ha sido este el caso. Porque, si bien todo lo anterior se halla también en el libro, lo que hace de su Unamuno una obra redonda es otra cosa. El propio Juaristi alude a ella en el proemio —«Cómo se hace una biografía», un título de clara resonancia unamuniana— y hasta la describe profusamente. Me refiero a la comunidad biográfica entre autor y personaje, concretada, entre otros aspectos, en la ciudad natal —Bilbao—; la lengua sobrevenida —el vascuence—; las crisis religiosas; los ataques de ansiedad; la militancia socialista; las oposiciones a instituto y universidad; el descuido de la filología en beneficio del periodismo y la literatura, o el caer antipático a los nacionalistas vascos. Es, pues, la singularidad del punto de vista lo que confiere a este libro un encanto maravilloso.
Lo cual no debería inducir a creer que estamos ante una biografía entregada. En absoluto. La proximidad desde la que escribe su autor no le impide reconocer en Unamuno todo lo que este tenía, pongamos por caso, de energuménico. O realzar, en múltiples ocasiones, sus contradicciones entre pensamiento y acción —o entre pensamiento y pensamiento, y acción y acción—. O insistir en su engreimiento, tan connatural. O, lejos de intentar exculparle como han hecho otros biógrafos, reprocharle con vehemencia el haber escrito una «nota abominable» contra el alcalde republicano de Salamanca que acababa de ser asesinado por unos falangistas en una de las innumerables sacas de nuestra guerra civil. No, la comunidad biográfica no supone ningún salvoconducto moral. Sólo un mayor acercamiento, una mayor comprensión del personaje, en la medida en que su vida —salvada sea la distancia temporal— ha transcurrido por unos derroteros parecidos a los del propio autor. La consecuencia de semejante artificio es la proyección de una enorme ternura sobre la figura del biografiado, una ternura que recuerda la que el común de los mortales suele proyectar sobre los niños o los viejos, tan proclives al exabrupto y la cabezonería y, a un tiempo, tan indefensos. Como si Unamuno no hubiera dejado nunca de ser niño —no en vano la infancia, lo señala Juaristi, es omnipresente en su obra—, o como si ya hubiera nacido viejo.
Pero, envuelto en esa ternura, está el modus operandi, que es como decir la filología. Porque se trata de Juaristi, claro. Pero también, y sobre todo, porque se trata de Unamuno y de su obra. El que esta obra posea una matriz notoriamente autobiográfica permite al biógrafo un doble movimiento de aproximación: de una parte, el que consiste en glosarla en tanto que producto sustancial del pensamiento de su autor; de otra, el que resulta de ir descubriendo entre sus pliegos no pocas claves de la trayectoria vital del biografiado, lo que le lleva a menudo a refutar exégesis anteriores, ya proponiendo una nueva lectura de un fragmento, ya puntuando debidamente ciertos pasajes, ya aclarando el sentido de determinado vocablo. Sin embargo, allí donde la práctica filológica alcanza tal vez su máxima expresión es en los últimos compases del libro, cuando Juaristi califica El resentimiento trágico de la vida —esas notas fragmentarias en prosa que Unamuno escribió en plena guerra civil— de «gran poema modernista». Los tres frondosos párrafos que sirven de justificación al aserto constituyen por sí solos toda una lección de literatura.
Por lo demás, el libro se ajusta, como es lógico, al patrón de toda biografía. Es decir, va del nacimiento a la muerte del escritor, de 1864 a 1936, o, lo que es lo mismo, de los prolegómenos de una guerra civil, la tercera guerra carlista —o de antes incluso, si tomamos en consideración los antecedentes familiares—, a los primeros meses de otra, la guerra civil por antonomasia —lo cual, tratándose de Unamuno, que tanto teorizó sobre las bondades catárticas de un enfrentamiento civil entre españoles, no deja de ser una ironía del destino—. A lo largo de estas siete décadas, la tormentosa historia de España se entrecruza con la no menos tormentosa historia del pensamiento europeo y sus fluorescencias hispánicas. Por una y por otra transita el personaje. A codazos, podría añadirse, tal es su afán por hacerse un hueco, por encontrar su lugar. Le vemos en el sitio de Bilbao, atento ya a lo que él mismo, con el tiempo, bautizará como intrahistoria; en el Madrid de los primeros años de la Restauración, ejerciendo de universitario y poco más; en Salamanca, claro, como catedrático y pronto como rector; en los exilios a que le condenó el otro Miguel, el dictador, ya en Fuerteventura, ya en París o Hendaya, y de nuevo rector en Salamanca, donde hallará la gloria, el infierno y la muerte. Y le vemos abrazando el evolucionismo, tanto el de Spencer en lo cultural como el de Schleicher en lo lingüístico, lo que le llevará, en el segundo caso, a romper con su vasquismo incipiente, en la medida en que el vascuence, lengua no flexiva, se le aparecerá desde entonces como un impedimento para el anhelado progreso de sus coterráneos. Y, más adelante, el objeto de sus deseos será el socialismo, en el que incluso llegará a militar; pero no por mucho tiempo: demasiado dogma, demasiada obediencia debida para un individualista acérrimo como él —además, el regeneracionismo cumplirá mucho mejor esa función modernizadora a la que siempre aspiró—. Aunque nada tan efímero como su republicanismo, de carácter reactivo, producto más de su oposición a la dictadura de Primo de Rivera que de una convicción arraigada.
De todo eso y de mucho más trata, in extenso, este Miguel de Unamuno de Jon Juaristi. Y lo hace desde la ternura, con una prosa brillante y caudalosa en la que el humor y la ironía —los episodios de la casta relación del escritor con Delfina Molina, la poetisa argentina que le sometió a un verdadero acoso amoroso durante un par de décadas, no tienen desperdicio— sirven de contrapunto a la densidad del relato. Lo dicho: para enmarcar.
(Letras Libres)