Hiperactividad, lo llamaban. Y todo el mundo sabía de qué se trataba. Luego vinieron los psicopedagogos y popularizaron el palabro TDAH, o sea, trastorno por déficit de atención con hiperactividad, como si lo primero resultara indisociable de lo segundo. Y no, lo de Joan Estelrich era hiperactividad, sin más. Quienes se han ocupado de su vida —y no son muchos, por desgracia— ponen el acento, y con razón, en esa característica de su personalidad y, en especial, en su inusitado impulso juvenil. Con dieciocho años cumplidos y recién terminado el bachillerato, Estelrich —nacido en Felanitx (Mallorca), el 20 de enero de 1896— había entrado ya en política, había practicado ya el periodismo y había fundado incluso un semanario. Junto a la cultura, esos iban a ser en adelante sus centros de interés permanente, a los que pueden sumarse, si bien en un plano distinto, los viajes y las mujeres. Y, last but not least, su propia persona, él mismo. En todos estos campos se comportó como un emprendedor; mejor dicho, como un emprendedor enfermizo, capaz de simultanear un sinfín de ideas, proyectos y pasiones y, lo más importante, de materializarlos cabalmente.

Pero semejante aptitud, a la que se añadía un considerable don de gentes, no eximía a Estelrich de la obediencia debida, aunque no fuera más que a un nombre: Cambó. Desde que en 1917 trabara relación con él y durante tres décadas —o sea, hasta la misma muerte del empresario y banquero en 1947—, el mallorquín fue, en lo político y en lo cultural, su mano derecha, su brazo ejecutor, amén de su «devotísimo servidor y amigo». Compartían un mismo ideal, el del catalanismo conservador encarnado en la Lliga Regionalista —o, si lo prefieren, el del imperialismo catalán, resumido en el lema «Por Cataluña en una España grande»—, y un humanismo granítico, que tuvo como máxima expresión la Fundació Bernat Metge, colección de clásicos grecolatinos concebida por Cambó y Estelrich y dirigida por este último. Ni siquiera la guerra civil, en la que ambos apoyaron activamente la causa nacional, y el posterior exilio de Cambó llegaron a truncar esa lealtad de Estelrich para con su amo y señor.

Aun así, detrás de ese gestor infatigable había un pensador. Y un escritor. O sea, mucho más que un simple activista político, doblado de periodista y conferenciante. Su gran pasión fue el humanista valenciano Juan Luis Vives, de quien aspiraba a editar las obras completas con todo el aparato crítico imaginable. Y también se proponía escribir una vasta memoria de su tiempo —es decir, de él y su tiempo—, para la que había ido llevando desde joven unos diarios en los que no ahorraba detalle sobre cuanto hacía y le rodeaba y que felizmente acaban de ser editados (Dietaris, Quaderns Crema, 2012). La vida no le alcanzó. Joan Estelrich murió a las cuatro de la madrugada del 20 de junio 1958 en París, donde era delegado de España en la UNESCO. Murió escribiendo. Aquel día había anotado en su diario: «He de apresurarme a terminar todo lo pendiente. El tiempo me falta. El proceso de mi deterioro no cesa».

(La Aventura de la Historia, n. 175, mayo de 2013.)

Mi Héroe: Joan Estelrich

    6 de mayo de 2013