Pero semejante aptitud, a la que se añadía un considerable don de gentes, no eximía a Estelrich de la obediencia debida, aunque no fuera más que a un nombre: Cambó. Desde que en 1917 trabara relación con él y durante tres décadas —o sea, hasta la misma muerte del empresario y banquero en 1947—, el mallorquín fue, en lo político y en lo cultural, su mano derecha, su brazo ejecutor, amén de su «devotísimo servidor y amigo». Compartían un mismo ideal, el del catalanismo conservador encarnado en la Lliga Regionalista —o, si lo prefieren, el del imperialismo catalán, resumido en el lema «Por Cataluña en una España grande»—, y un humanismo granítico, que tuvo como máxima expresión la Fundació Bernat Metge, colección de clásicos grecolatinos concebida por Cambó y Estelrich y dirigida por este último. Ni siquiera la guerra civil, en la que ambos apoyaron activamente la causa nacional, y el posterior exilio de Cambó llegaron a truncar esa lealtad de Estelrich para con su amo y señor.
Aun así, detrás de ese gestor infatigable había un pensador. Y un escritor. O sea, mucho más que un simple activista político, doblado de periodista y conferenciante. Su gran pasión fue el humanista valenciano Juan Luis Vives, de quien aspiraba a editar las obras completas con todo el aparato crítico imaginable. Y también se proponía escribir una vasta memoria de su tiempo —es decir, de él y su tiempo—, para la que había ido llevando desde joven unos diarios en los que no ahorraba detalle sobre cuanto hacía y le rodeaba y que felizmente acaban de ser editados (Dietaris, Quaderns Crema, 2012). La vida no le alcanzó. Joan Estelrich murió a las cuatro de la madrugada del 20 de junio 1958 en París, donde era delegado de España en la UNESCO. Murió escribiendo. Aquel día había anotado en su diario: «He de apresurarme a terminar todo lo pendiente. El tiempo me falta. El proceso de mi deterioro no cesa».
(La Aventura de la Historia, n. 175, mayo de 2013.)