«Apremia», «impone», «exige», «dicta»… Estos verbos pueden leerse hoy en los titulares de la prensa española de izquierdas, y también en los de la fieramente nacionalista, sea o no de izquierdas. Por supuesto, el sujeto que precede a estos verbos es «la Unión Europea», o alguno de sus ersatz, como «Bruselas» o «Europa». Quien ordena y manda, en una palabra. Vistas así las cosas, esas formas verbales resultan inobjetables. Y, sin embargo, su uso, en la medida en que tales apremios, imposiciones, exigencias o dictados no son sino el preludio de futuros sacrificios en un marco de crisis, encierra un amago de protesta y hasta de rebelión. Como si el titular estuviera susurrando, a un tiempo, «a mí nadie me da órdenes ni me dice lo que tengo que hacer» o, lo que es peor, «a mí nadie me tose». En todo español hay un fondo bárbaro, levantisco. Una carencia notoria de disciplina, una imposibilidad, casi congénita, de obedecer. El odio a la señora Merkel —como la llama Rajoy— no es más que la expresión de la envidia con que asistimos, a diario, al triunfo de una figura política capaz de poner orden y de lograr que la obedezcan. Nada que ver con lo de aquí, claro. Nosotros a lo nuestro. A rechazar de plano, por ejemplo, una nueva ley de educación después de treinta años de fracaso educativo, porque esa nueva ley promueve el mérito, el trabajo y la rendición de cuentas. O sea, el ejercicio de la responsabilidad. Nosotros estamos todavía en la fase de los derechos. Del hombre, de la mujer y, por supuesto, de los animales.