No sé si están los tiempos como para que el Congreso de los Diputados siga pagándoles a sus señorías parte de lo que comen y beben. Seguro que recuerdan la que se armó con el café del presidente Rodríguez Zapatero, aquel que, según él, valía en España 0,80 €. En realidad, era el del bar del Congreso —el cual valía, por cierto, 0,73 €; el resto correspondería, en el imaginario presidencial, a la propina—, pero no el que puede tomarse cualquier ciudadano en la barra de un bar y no digamos ya en una terraza. Es verdad que el entonces presidente del Gobierno tenía excusa; el hombre había pasado toda su vida adulta —en el supuesto, claro, de que la hubiera alcanzado— entre las cuatro paredes del Congreso. Y si algún fin de semana salía por ahí, o no tomaría café, o pagaría Sonsoles, o lo liquidaría —en sentido económico— el guardaespaldas. Pero estamos hablando de 2007. O sea, de antes de que Rodríguez Zapatero se enterara de que había crisis y de antes, incluso, de que la crisis se manifestara. Los tiempos actuales, no hace falta decirlo, son muy otros. Y, aun así, el Congreso sigue empeñado en subvencionar a sus señorías lo que coman y lo que beban ad infinitum. O hasta 2017, para ser precisos, que es el límite fijado en el pliego de condiciones del concurso convocado para «la explotación del servicio de cafetería, restauración y venta automática mediante máquinas expendedoras (vending) en los edificios del Congreso de los Diputados», que acaba de publicar el Boletín Oficial de las Cortes Generales.

Por supuesto, no seré yo quien niegue a los diputados ciertos privilegios acordes con su rango y distinción. Y entre ellos, como ocurre en no pocas empresas del país, el de disfrutar de un rancho a un precio reducido. Pero como el privilegio no tiene por qué estar reñido con la transparencia y la ejemplaridad, en la lista de precios colgada en el bar o restaurante del Congreso y en el propio tique deberían figurar, junto a lo que van pagar sus señorías por lo que consuman, el precio de lo que hubieran pagado de haberlo consumido fuera del Congreso —un precio medio, se entiende—. Así, cada sorbito de café sería mucho más apreciado, y hasta el presidente del Gobierno podría aparecer en televisión alardeando de conocer lo que vale un café, como si de un peine se tratara. Ah, y eso sí: nada de alcohol. En el lugar de trabajo, ni se fuma ni se bebe, que luego las leyes y los debates salen como salen.

En crisis (2)

    28 de mayo de 2013