Por supuesto, hay que tener en cuenta el contexto: un mitin en plena campaña para las autonómicas vascas y las inevitables elipsis de esta clase de discursos. Tampoco hay que olvidar, por otra parte, que en aquel momento el Gobierno había aprobado ya su famoso plan E y otras medidas más o menos de choque, con las que pretendía capear el temporal hasta que amainara. Pero, aun así, la creencia de que una crisis del tamaño de la que estábamos y estamos sufriendo podía resolverse con la educación, no deja de resultar llamativa. Por no decir inaudita. Y el caso es que, un par de meses más tarde, cuando el debate sobre el estado de la Nación, el presidente volvió a dar muestras de una convicción semejante: no sólo prometió nuevos óbolos para quienes fueran a quedarse sin trabajo o sin subsidio; también anunció que a partir del nuevo curso escolar todos los alumnos de quinto de primaria de los colegios públicos y concertados de España dispondrían de un ordenador portátil para subvenir a sus presuntas necesidades educativas.
Poco importa si a estas alturas, con el curso ya empezado, el porcentaje de aulas españolas de quinto de primaria con ordenador resulta insignificante. Lo importante es la determinación de Rodríguez Zapatero por convertir la educación en un banderín de enganche. Lo importante y lo sorprendente, sobre todo si uno atiende a que nuestro gasto público en enseñanza se halla todavía muy lejos de la media de los países desarrollados (un 4,3% del PIB frente al 5,2%, según los datos de 2006) y apenas ha variado, en términos porcentuales, a lo largo de la última década. Lo cual no significa, claro, que no exista un vínculo incuestionable entre la educación y la economía de un país; existe, vaya si existe. A nadie con dos dedos de frente se le escapa que si la educación no surte de titulados debidamente preparados al mercado laboral —y poco importa, en el fondo, cuál sea su nivel de estudios, mientras responda a las capacidades de cada cual y a lo que el mercado esté realmente en condiciones de absorber—, la economía va a terminar por resentirse. Otra cosa es que ese déficit de titulados deba subsanarse mediante una mayor inversión de dinero en educación.
El problema de la educación en España, al igual que el de la economía, no es un problema de dinero, sino de modelo, de sistema. En este sentido, algo pareció haber intuido Rodríguez Zapatero cuando a finales de agosto anunció que se proponía alcanzar un pacto con el Partido Popular en educación y en planificación energética, y cuando especificó que, en el campo educativo, el pacto iba a suponer una importante reforma de la Formación Profesional para adaptarla a las necesidades empresariales. Aun así, a las primeras de cambio —el pasado 8 de septiembre en el Congreso—, una moción del PP que planteaba medidas para paliar el abandono y el fracaso escolar, y una enmienda posterior que proponía una reforma pactada del sistema educativo, fueron rechazadas por el PSOE. No puede hablarse, pues, de un inicio demasiado esperanzador.
Y es que, tras veinte años de LOGSE —la actual LOE es más de lo mismo, y la LOCE, tan bienintencionada, ni siquiera tuvo tiempo de aplicarse—, nuestra enseñanza está por los suelos. El último informe de la OCDE sigue situando a España en el furgón de cola del mundo desarrollado en cuanto a abandono escolar, con independencia de la franja de edad que uno tome como referencia. Y ello es así en gran medida por culpa de una política educativa basada en un sistema que ha renegado del esfuerzo, de la autoridad bien entendida, del cultivo de la memoria, del aprecio por el saber, de la sana competitividad, y que ha promovido en su lugar —bajo el espejismo de la igualdad— un buenismo engañabobos, el conocimiento cero, el entretenimiento a espuertas y el relativismo como dogma.
Así las cosas, convendrán conmigo en que no parece que el dinero pueda llegar a ser, ni remotamente, la solución.
Actualidad Económica (núm. 2676, 25 de sept.-1 de oct.).