El anuncio del cese de Xavier Bru de Sala como presidente del Consell Nacional de la Cultura i les Arts ha sorprendido a más de uno. Hay de qué. Por un lado, Bru de Sala apenas ha cumplido seis meses en el cargo. Luego, el propio Consell de nombre tan pomposo —siendo el Arts Council el principal referente, ¿por qué no tomar ejemplo de la sobriedad designativa británica?—, aun cuando fue creado en mayo de 2008, no echó a andar hasta que el propio Parlamento de Cataluña no aprobó, a propuesta del presidente de la Generalitat, la lista de 11 miembros que debían componerlo. O sea, hasta enero del año siguiente. O sea, hasta ayer mismo. Sobra decir que, entre esos 11 magníficos de la cultura y las artes nacionales catalanas, estaba, en un primerísimo lugar, Xavier Bru de Sala. Y estaba —y con eso llegamos a la tercera de las razones de la sorpresa— por méritos propios.

En efecto, si alguien ha venido reclamando desde hace años y paños, que diría Josep Pla, la existencia de un organismo como el Consell de marras, este alguien es el propio Bru. Quienes hayan leído de tarde en tarde sus reflexiones, habrán tropezado, aquí y allá, con la reiteración obsesiva de dos principios: la imperiosa necesidad de la cultura, y la imprescindible independencia de quienes la practican. Se trata, qué duda cabe, de dos principios muy loables. Tan loables, que, en puridad, sólo debería hablarse de cultura cuando estuviera garantizada, a un tiempo, esa independencia. Sea como fuere, la presencia de Bru en el sanedrín cultural catalán estaba más que justificada. Y, vistos los currículos de los otros diez, seguramente también lo estaba que la presidencia recayera en él desde el primer día. Es más: si a Josep Maria Flotats lo nombraron en su día director-fundador del Teatre Nacional, a su amigo Bru podían haberle nombrado perfectamente presidente-fundador del Consell.

De ahí, insisto, que su cese resulte sorprendente. Como resulta sorprendente la forma en que se ha producido. Según parece, a comienzos de junio todos los miembros del Consell fueron reuniéndose, uno por uno, con el consejero de Cultura, para darle cuenta del memorial de agravios contra Bru y exigirle su cabeza. Todos menos el presidente, claro. A este se supone que lo citaron más tarde y que, como consecuencia de esta cita, fue conminado a dejar el cargo. Cuentan los afectados que el problema es su carácter: autoritario, engreído, autosuficiente, personalista. Un genio, vaya.

Es posible que tengan razón, que el problema sea el carácter. Pero, entonces, ¿por qué lo eligieron? ¿Acaso no lo conocían? ¿Acaso no sabían cómo las gasta? Desengáñense, el problema no es el carácter; es la ambición. La ambición de Bru y la del propio proyecto. No caben en esta Cataluña. Aquí no cabe un Arts Council; esto no es Inglaterra, ni el mundo anglosajón. Aquí no cabe un Estado cultural, a la francesa. Aquí lo único que cabe es un organismo de andar por casa, un consejillo, de vuelo gallináceo. O sea, un apaño. Eso sí, nacional.

ABC, 19 de septiembre de 2009.

Un apaño nacional

    19 de septiembre de 2009