Convendrán conmigo en que se trata, a todas luces, de algo fuera de lo común. Para encontrar un precedente, habría que remontarse a los tiempos de la Segunda República. En efecto, a comienzos de junio de 1934, el Tribunal de Garantías —antecedente de nuestro Tribunal Constitucional— declaró inconstitucional la Ley de Contratos de Cultivo aprobada unos meses antes por el Parlamento de Cataluña. En las semanas que habían precedido al fallo, y a modo de aviso, el nacionalismo catalán, encabezado por el entonces presidente Companys y su Esquerra Republicana, había proferido toda suerte de amenazas y se había incluso movilizado para el caso de que la sentencia no fuera de su agrado. Y cuando esta llegó y no lo fue, a Companys y a su Esquerra les faltó tiempo para volver a presentar la misma ley en el Parlamento, sin modificación alguna, y para volver a aprobarla entre el regocijo de cuantos catalanes querían avivar el enfrentamiento con el Gobierno de Madrid y el espanto de cuantos veían en ese enfrentamiento el presagio de algo muchísimo peor. En este sentido, el putsch del 6 de octubre de aquel mismo año, que acabó con todo el Gobierno autonómico en la cárcel y con la Autonomía suspendida, constituyó la triste plasmación de ese presagio.
Por supuesto, no pretendo insinuar, con semejante comparación, que estemos expuestos a un desenlace similar. Afortunadamente, los tiempos han cambiado y las personas también. Ni Europa es la misma, ni la clase política española tiene gran cosa que ver con la de entonces, ni la Esquerra de los años treinta se asemeja al tripartito de ahora, ni la figura de Companys, en fin, guarda demasiada relación con la de Montilla. Pero, aun así, los prolegómenos difieren muy poco. De entrada, lo que se ha dado en llamar la bilateralidad. O sea, la percepción de que nos hallamos ante un conflicto entre dos entidades políticas distintas, Cataluña y España, con intereses contrapuestos. Luego, en lógica correspondencia con lo anterior, las proclamas de algunos responsables políticos catalanes —mayormente de Esquerra, pero también socialistas o de Convergència i Unió— llamando a la movilización, instando a la desobediencia o sugiriendo fórmulas alternativas si la sentencia del Alto Tribunal —al que, en tanto que órgano del Estado, no se reconoce, claro, legitimidad ninguna— declara inconstitucionales algunos artículos. Y, en último término, ese argumento sensacional que ha ido tomando cuerpo con el paso del tiempo —y al que no es ajeno el socialismo español—, según el cual el fallo del Constitucional no puede sino ser favorable al Estatuto, en la medida en que este ha sido aprobado por dos Parlamentos —uno autonómico y otro estatal— y refrendado por un 74% de votantes catalanes, es decir, por un 34% de electores. Como si no existiera en España separación de poderes y los señores magistrados no pudieran rebatir, como intérpretes supremos de la Constitución, lo que un número cualquiera de diputados y de ciudadanos, catalanes o no, han bendecido con su voto.
Así las cosas, ese pulso que el nacionalismo viene echando, hoy como ayer, a los poderes del Estado, ese cuento de nunca acabar, no parece tener otro desenlace inmediato que el acatamiento puro y simple de la sentencia del Constitucional. Y la consiguiente anulación de los artículos que correspondan y de cuantas leyes el Parlamento catalán haya promulgado en los últimos años a sus expensas. Por descontado, el Gobierno de la Generalitat tratará por todos los medios, y como de costumbre, de no cumplir la sentencia. Y los partidos que le apoyan, además de Convergència i Unió, abogarán, mientras tanto, por convocar un nuevo referéndum o por reformar la Constitución, a fin de que el Estatuto soñado quepa en ella. En cambio, seguro que a nadie se le ocurre pedir a los diputados del Parlamento catalán y del Parlamento español que avalaron con su voto esa ley orgánica y que aún siguen en ejercicio que renuncien a sus cargos. Y es una lástima, porque es lo mínimo que cabría exigirles en pago a su enorme irresponsabilidad.
(Actualidad Económica, septiembre de 2010)