Como pueden ustedes imaginarse, sigo con verdadera pasión el caso Millet. Por varios motivos. En primer lugar, porque siempre me ha interesado enormemente el mundo de la cultura autóctona —debilidades que tiene uno— y Félix Millet es, en este sentido, un ejemplar de primerísimo nivel. Luego, porque este hombre representa la mar de bien lo que se ha convenido en llamar «la sociedad civil catalana». Se trata de uno de esos entes fantasmagóricos, cuando menos en las últimas décadas. Para entendernos: la sociedad civil catalana, al igual que los espectros, existe y no existe a un tiempo. Existe, porque hay personas como Millet que hacen y deshacen cosas, y viven a costa del dinero público. Pero no existe, porque, para existir de verdad, debería actuar al margen del poder político y de sus prebendas, lo que manifiestamente no ocurre. En síntesis: la sociedad civil catalana no es más que una pantalla del nacionalismo. O, si lo prefieren, una simple correa de transmisión. Lo mismo sirve para que gente como Millet gestione lo que gestiona que para sufragar asociaciones convocantes de referéndums o marchas reivindicativas del siempre anhelado derecho a decidir. El único requisito es que unos y otros no contravengan las órdenes y los intereses del poder, que al fin y al cabo es quien maneja el presupuesto.

Pero, aparte de esas dos razones, hay una tercera que convierte este asunto en un asunto apasionante. Me refiero, claro, a la cruz. O a la Creu. Como sin duda ya habrán adivinado, la Creu de Sant Jordi es a la sociedad civil catalana lo que la guinda al pastel. Por eso Millet la tiene desde hace diez años. Porque se la ha ganado, como tantos otros. De ahí que me parezca inaudito que el Consell Executiu de la Generalitat pretenda —como pretende cuando escribo estas líneas— que Millet la devuelva. Y sobre todo que amenace, en caso de encontrarse con una negativa del prohombre de la música catalana, con hacer reversible su concesión, con convertir la Creu en una cruz de quita y pon. No sé qué va a responder Millet, aunque, en su afán por hacerse perdonar lo imperdonable, nada me extrañaría que acabara cediendo a las presiones.

Sería una lástima. Yo que no formo parte de la sociedad civil catalana y que no puedo aspirar, por tanto, al beneficio de la cruz, considero de todo punto necesario dejar las cosas como están. La Creu es para el que se la trabaja. Y si luego resulta que sale rana, qué le vamos a hacer. Estos días se ha recordado el caso de Enric Marco, el deportado ficticio, que devolvió su cruz a los dos días de descubrirse el fraude. Pero Marco había falseado su vida. No es el caso de Millet. Él ha falseado las cuentas, es cierto; pero no la vida. Todo el mundo sabía, en ese poder político que ahora se rasga las vestiduras, quién era Millet. Y todo el mundo sigue sabiéndolo. Al fin y al cabo es uno de los suyos. Pues a apechugar con la cruz.

ABC, 26 de septiembre de 2009.

¡Señor, qué cruz!

    26 de septiembre de 2009