Pero, aparte de esas dos razones, hay una tercera que convierte este asunto en un asunto apasionante. Me refiero, claro, a la cruz. O a la Creu. Como sin duda ya habrán adivinado, la Creu de Sant Jordi es a la sociedad civil catalana lo que la guinda al pastel. Por eso Millet la tiene desde hace diez años. Porque se la ha ganado, como tantos otros. De ahí que me parezca inaudito que el Consell Executiu de la Generalitat pretenda —como pretende cuando escribo estas líneas— que Millet la devuelva. Y sobre todo que amenace, en caso de encontrarse con una negativa del prohombre de la música catalana, con hacer reversible su concesión, con convertir la Creu en una cruz de quita y pon. No sé qué va a responder Millet, aunque, en su afán por hacerse perdonar lo imperdonable, nada me extrañaría que acabara cediendo a las presiones.
Sería una lástima. Yo que no formo parte de la sociedad civil catalana y que no puedo aspirar, por tanto, al beneficio de la cruz, considero de todo punto necesario dejar las cosas como están. La Creu es para el que se la trabaja. Y si luego resulta que sale rana, qué le vamos a hacer. Estos días se ha recordado el caso de Enric Marco, el deportado ficticio, que devolvió su cruz a los dos días de descubrirse el fraude. Pero Marco había falseado su vida. No es el caso de Millet. Él ha falseado las cuentas, es cierto; pero no la vida. Todo el mundo sabía, en ese poder político que ahora se rasga las vestiduras, quién era Millet. Y todo el mundo sigue sabiéndolo. Al fin y al cabo es uno de los suyos. Pues a apechugar con la cruz.
ABC, 26 de septiembre de 2009.