Hubo un tiempo en que Jordi Pujol era tenido por un estadista. Es un hombre de Estado, decía la gente. Por supuesto, la frase tomaba un sentido u otro según quién fuera esa gente. Si se trataba, por ejemplo, de un votante, simpatizante o militante del partido, o sea, de un nacionalista en primero, segundo o tercer grado, la admiración por el personaje iba siempre teñida de cierta melancolía, la que resulta, ¡ay!, de la inexistencia misma de ese Estado. En cambio, si la frase la pronunciaba una persona sin roce alguno con el nacionalismo, y en especial si esa persona residía en España pero no en Cataluña, entonces el sentido variaba por completo. Para empezar, aquí el Estado era real, no imaginario. Y luego, como consecuencia sin duda de ese realismo, la admiración por el personaje solía guardar relación con la contribución de Pujol y su partido a lo que se ha venido en llamar «la gobernabilidad de España». O, si lo prefieren, con el hecho de que los diputados de CIU en el Congreso hubieran favorecido con sus votos, y en etapas sucesivas, la estabilidad de gobiernos de UCD, PSOE y PP.

Yo creo que Pujol no fue nunca un hombre de Estado. Ni de uno ni de otro Estado. El primero puede que se le apareciera en alguna de sus ensoñaciones, como aquellas que tan bien recrearon Boadella-Fontseré en «Ubú presidente»; pero eso es todo. En cuanto al segundo, al Estado de verdad, al español, tampoco lo sintió nunca como propio, lo que no significa que no lo utilizara a su conveniencia. Eso sí, mientras estuvo en activo, guardó las formas. Incluso llegó a quejarse más de una vez de los enormes sacrificios que ese compromiso suyo con la gobernación de España le había acarreado, del desgaste sufrido en su ingrata labor de estadista por cuenta ajena.

Ahora, claro, ya no es así. Ahora ya no tiene formas que guardar. Su condición de ex le permite expresarse sin cortapisas y demostrar hasta qué punto está lejos de ser o haber sido un hombre de Estado. Esta semana, por ejemplo, Pujol ha declarado a Onda Cero que el Tribunal Constitucional «no merece respeto». Para justificar semejante aserto, el ex presidente de la Generalitat ha echado mano de argumentos tan peregrinos como que sus miembros «están politizados» y «obedecen a consignas de partido». ¿O acaso no ocurría lo propio en los tiempos, ya lejanos, en que las sentencias eran favorables a los intereses del Muy Honorable? ¿Acaso no se cuidaba él mismo de presionar hasta donde hiciera falta —mediante el siempre efectivo recurso a la amenaza y al chantaje políticos— al partido gobernante? Y luego, más allá del cinismo argumental, está lo del respeto. ¿Cómo se atreve a afirmar, un presunto hombre de Estado, que el más Alto Tribunal de ese Estado del que se supone que forma parte no merece respeto? ¿Se imaginan algo parecido en cualquier otro país de la Unión Europea? ¿Verdad que no?

Y es que España, también en eso, sigue siendo diferente.

Un hombre de Estado

    12 de septiembre de 2009