Por supuesto, en este espectáculo no todo ha sido suelta de globos. También ha habido, en el propio Gobierno, quien se ha dedicado a pincharlos. Es el caso de María Teresa Fernández de la Vega. La vicepresidenta primera se reunió la semana pasada con los sindicatos del sector para garantizarles que, en lo que queda de legislatura, los funcionarios iban a mantener el poder adquisitivo. Y este martes se ha apresurado a concretarles la oferta: un aumento del 0,3%, en salarios y pensiones, para 2010. Al decir de las crónicas, no parece que la oferta haya disgustado a los interesados.
Así pues, todo indica que no habrá congelación. Y es una pena, porque a los que no vivimos del erario público —y también a algunos que sí viven de él— nos cuesta comprender que este gobierno no considere una prioridad, tal como están las cuentas del Estado, congelar el sueldo de sus funcionarios. En circunstancias mucho menos dramáticas, otros gobiernos sí lo hicieron. Lo hizo uno de los últimos de Felipe González, y también el primero de José María Aznar. Eso sí, en ambos casos la medida coincidió con el inicio de la legislatura, que es —lo sabe cualquier político— el momento de tomar las decisiones impopulares.
Pero aún existe otra razón para hacerlo, más importante si cabe. Una congelación del sueldo de los empleados públicos constituiría un gesto de indiscutible solidaridad con los parados que no encuentran trabajo, con los que están a punto de quedarse sin subsidio y también con aquellos trabajadores que se han visto forzados a sacrificar parte del salario para conservar su empleo. Claro que la medida debería traer aparejada la congelación del sueldo de nuestros políticos —cuando menos, como proponía Corbacho con respecto a los funcionarios, de los que sobrepasan los 30.000 euros anuales, que son casi todos—. Y una rebaja de las dietas y demás complementos. Y, si me apuran, la renuncia a aquella jubilación «ad hoc» que se concedieron a sí mismos. ¿O no son también servidores de lo público?
ABC, 20 de septiembre de 2009.