Aunque parezca mentira, hubo un tiempo en que un doctor era algo más que un médico. No me malentiendan: no estoy diciendo que un médico fuera antes poca cosa. En absoluto. Un médico era, y todavía es, alguien respetable. ¡Cómo no va a serlo quien tiene la facultad de aliviar, poco o mucho, el dolor de los demás! No, si digo que un doctor era algo más que un médico es porque antes uno podía ser doctor sin ser a la fuerza médico. Y, lo más importante, podía merecer, socialmente, un respeto semejante. Para ello, bastaba con que se hubiera doctorado al término de sus estudios superiores, fuesen cuales fuesen esos estudios.

Hoy día, si bien sobre el papel las cosas continúan igual, lo cierto es que en la práctica todos los doctores son médicos. Vaya, que a nadie que no sea médico le llaman ya doctor por la calle —que es donde se demuestra, al cabo, lo que vale un título—. En eso, como en tantas otras facetas de la vida española, los catalanes han sido unos grandes precursores. Hará un par de décadas, en unas oposiciones a agregados de instituto convocadas por la Generalitat, en el apartado de méritos, la posesión del título de doctor puntuaba ya mucho menos que un simple diploma de lengua catalana. Figúrense ahora; no me sorprendería lo más mínimo que incluso penalizara.

Como es natural, ese descrédito del doctor guarda relación con el descrédito general de la universidad. Piensen por un momento en el respeto que puede merecer un título otorgado por una institución cuyo máximo logro, en la Europa del último cuarto de siglo, ha sido la creación de un programa de turismo encubierto llamado Erasmus. Y eso no es lo peor. Lo peor es lo sucedido en Alemania. No sé si han enterado. Resulta que acaba de destaparse allí un escándalo de padre y muy señor mío que afecta de lleno a los doctores. Una trama. Una red académica de compra y venta de títulos. De doctor, claro. Y no en un centro concreto. Ni siquiera en un conjunto de centros de un mismo «land». No, a lo largo y ancho del país. A cambio de una cantidad que oscilaba, al parecer, entre 5.000 y 20.000 euros, el aspirante a doctor podía conseguir su título sin despeinarse o, lo que es lo mismo, sin perder ni un segundo asistiendo a clases o escribiendo tesis. De facilitarle las cosas se encargaban ciertos institutos especializados.

Pero —tal vez se pregunten ustedes— ¿y los docentes cuyo cometido era examinar a los candidatos? Pues, debidamente sobornados, claro. Total, un desastre. Menos mal que ha sucedido en Alemania. Porque, con lo propensos que somos los españoles a las corruptelas y a las corrupciones, ¿quién nos asegura que no puede darse aquí un día algo parecido?

ABC, 6 de septiembre de 2009.

Doctores tiene Alemania

    6 de septiembre de 2009