Aun así, no estoy del todo seguro de que la crisis sea la única culpable del cambio de tendencia. En primer lugar, porque ese cambio se produjo ya en 2007, cuando la crisis, en teoría, no la vislumbraba más que Manuel Pizarro, por lo que sus efectos todavía no podían ser percibidos por el resto de los mortales. Y, luego, porque no hay mal que diez años dure. O veinte. O los que sea. Quiero decir que las tendencias son eso, tendencias. Y, como tales, están sujetas a variación. De ahí que me parezca bastante razonable suponer que, una vez llegados, en 2006, a la muy respetable cifra de 145.919 disoluciones matrimoniales, hayamos levantado el pie del acelerador rupturista hasta volver, con las 118.939 actuales, a los niveles de 2002. Por otra parte, si uno observa los datos de otros países europeos —como, por ejemplo, Francia, Alemania o los Países Bajos—, comprobará que esa inflexión se ha producido ya en todos ellos en años anteriores. En fin, que la crisis, también allí, no parece haber sido un desencadenante, sino un incentivo importante de algo que ya se había manifestado previamente con mayor o menor vigor.
Dicho lo cual, y teniendo en cuenta que cualquier ruptura matrimonial constituye, en último término, la expresión de un fracaso, no queda más remedio que alegrarse por la aparición de la nueva tendencia. Y si encima no hay que agradecérselo únicamente a la crisis, sino también a la voluntad de los propios españoles, pues estupendo, claro.
ABC, 27 de septiembre de 2009.