Todos los medios parecen estar de acuerdo en que existe una relación de causa a efecto entre la crisis económica y el descenso en el número de rupturas matrimoniales. A su juicio —y a juicio de los expertos consultados por esos mismos medios—, la culpa de que los hombres y las mujeres se hayan separado o divorciado menos en 2007 y 2008 que en años anteriores, rompiendo de este modo la tendencia alcista de la última década, la tienen, básicamente, dos factores: por un lado, el aumento del paro; por otro, la caída del precio de la vivienda. No digo que no. En cuanto al primer factor, está claro que la posibilidad de quedarse sin trabajo ha de retraer por fuerza a muchas parejas de la decisión de empezar una nueva vida —o sea, dos, dados los miembros de que consta, por lo general, una pareja—. Y en cuanto al segundo, es evidente que la pérdida de valor de la vivienda familiar no invita precisamente a venderla en estos momentos, lo que hace que muchos matrimonios sigan unidos a su pesar. (Si bien algunos —conozco un caso— han optado por una solución de compromiso: partir la vivienda en dos, mediante un tabique, y esperar a que amaine el temporal, ya el económico, ya el afectivo.)

Aun así, no estoy del todo seguro de que la crisis sea la única culpable del cambio de tendencia. En primer lugar, porque ese cambio se produjo ya en 2007, cuando la crisis, en teoría, no la vislumbraba más que Manuel Pizarro, por lo que sus efectos todavía no podían ser percibidos por el resto de los mortales. Y, luego, porque no hay mal que diez años dure. O veinte. O los que sea. Quiero decir que las tendencias son eso, tendencias. Y, como tales, están sujetas a variación. De ahí que me parezca bastante razonable suponer que, una vez llegados, en 2006, a la muy respetable cifra de 145.919 disoluciones matrimoniales, hayamos levantado el pie del acelerador rupturista hasta volver, con las 118.939 actuales, a los niveles de 2002. Por otra parte, si uno observa los datos de otros países europeos —como, por ejemplo, Francia, Alemania o los Países Bajos—, comprobará que esa inflexión se ha producido ya en todos ellos en años anteriores. En fin, que la crisis, también allí, no parece haber sido un desencadenante, sino un incentivo importante de algo que ya se había manifestado previamente con mayor o menor vigor.

Dicho lo cual, y teniendo en cuenta que cualquier ruptura matrimonial constituye, en último término, la expresión de un fracaso, no queda más remedio que alegrarse por la aparición de la nueva tendencia. Y si encima no hay que agradecérselo únicamente a la crisis, sino también a la voluntad de los propios españoles, pues estupendo, claro.

ABC, 27 de septiembre de 2009.

Crisis de pareja

    27 de septiembre de 2009