No sé qué opinarán ustedes, pero a mí eso de la correspondencia electrónica me parece fascinante. No me refiero ahora al tiempo que invertimos diariamente en leer y escribir los mensajes, ni siquiera a la dependencia que ha creado ya el invento en muchos de nosotros —baste recordar, por ejemplo, el pánico que se apoderó de millones de usuarios de gmail, hace tres meses, cuando a ese gestor de correo le dio por estarse tres horas, tres tristes horas, sin funcionar—; no, lo que me maravilla es la escritura. Y, antes incluso que la escritura, la disposición formal del texto. Nada más abrir el mensaje y sin apenas haber empezado a leerlo, uno ya sabe con quien se las tiene. Para entendernos, uno ya sabe si le están hablando —o gritando— o si le están escribiendo. En el primer caso, lo que uno ve es una masa informe, amazacotada, de letras; en el segundo, un cuerpo más o menos armado de sentido y, en definitiva, reconocible.

Por supuesto, esos dos modos de escritura pueden darse en una misma persona. Pero no suele ser habitual. Normalmente, el hablador va a lo suyo; y el escribidor, tres cuartos de lo mismo. Y hasta es posible que este último, en vez de contestar a vuelapluma, despache su correspondencia a una hora fija del día o de la noche —mejor de la noche—, como en la época en que todas las cartas que se mandaban y se recibían eran de papel. Aun así, está claro que el que escribe no escribe igual que antes. Ni queriendo lo haría. Y no sólo porque ha trocado la hoja de papel por la pantalla del ordenador o del teléfono móvil, sino porque la distancia entre su escritura y la correspondiente lectura también ha cambiado.

Antes uno escribía a sabiendas de que entre uno y otro momento mediaría una eternidad —y más en España, donde el correo ha sido siempre un aliado de la eternidad—; ahora, en cambio, ese tiempo es indefinido. Nadie sabe si le van a responder al punto o si van a tardar días o semanas. De ahí que coexistan, en el encabezamiento y en la despedida y cierre del mensaje, fórmulas de otro tiempo con soluciones indignas de un escrito. En el arranque, por ejemplo, aparte de los tradicionales «estimado» o «querido», menudean los «buenos días» o «buenas noches», e incluso el «hola» —que, según el humor y la vitalidad del escribidor, puede contar con el refuerzo de dos o tres puntos de exclamación, lo que equivale, como mínimo, a dos o tres sacudidas intempestivas—. Pero, donde las cosas se están sacando de quicio, es en el cierre. Y es que, al lado de los «besos» y «abrazos» de toda la vida, va penetrando, cada vez más, un «seguimos en contacto». Y lo peor no es eso. Lo peor es que quien así se despide es, por lo general, un indeseable.

ABC, 31 de mayo de 2009.

Seguimos en contacto

    31 de mayo de 2009