No le falta razón a José García Domínguez cuando afirma que existe una «complicidad activa de la sociedad local ante la fulminante expulsión del español de la vida pública». Y cuando, en consonancia con lo anterior, rechaza que la causa de esa expulsión haya que buscarla —como a menudo arguyen quienes se sienten víctimas de ella— en la contumacia con que los principales medios de comunicación catalanes se niegan difundir las denuncias del «acoso institucional contra el y lo español en Cataluña». En efecto, la cosa es mucho más compleja. O mucho más simple, según como se mire.

La reciente aprobación en comisión parlamentaria del Proyecto de ley de educación, que amenaza con consolidar en Cataluña una educación nacional, como si de un Estado se tratara, no ha merecido hasta ahora, en el capítulo opositor, más que cuatro declaraciones, un par de avisos y una respuesta publicitaria de brocha gorda —que ha dado pie, claro, al acostumbrado berrinche nacionalista—. Lo demás han sido parabienes, comprensión, mucha comprensión, y una notable indiferencia. ¿Por qué? ¿Por qué no se han alzado ya miles de voces reclamando lo que en justicia debería contener la ley y que, para no movernos de lo que aquí nos ocupa, podríamos definir como la garantía del derecho a elegir la lengua de enseñanza? ¿Por qué no se han convocado ya marchas, mítines, manifestaciones? ¿Por qué ni siquiera ha empezado ya una campaña de recogida de firmas?

Pues, la verdad, lo ignoro. Puede que sea por derrotismo —o por impotencia, que, al cabo, viene a ser lo mismo—. Y hasta puede que el problema haya sido de tiempo, de falta de tiempo. En todo caso, y sin descartar que en el futuro llegue a surgir alguna iniciativa movilizadora, lo realmente importante no es eso. Lo realmente importante son esas 18 familias que, según leo en «La Vanguardia» —que no cita la fuente, aunque todo indica que debe de tratarse de la propia Generalitat—, han solicitado que su hijo o sus hijos sean escolarizados en castellano. 18 familias en todo el curso y en toda Cataluña. Y, en los años anteriores, cifras parecidas.

No sé si son, en efecto, 18, o si son el doble o el triple. Pero no son muchas más, seguro. Por supuesto, la Administración, con sus tretas y sus falsas casillas, tiene parte de culpa en la insignificancia de la cifra. Si los padres, llegado el momento de matricular a sus hijos, dispusieran de toda la información, quizá no serían tan parcos en sus peticiones de atención individualizada. Pero lo seguirían siendo, seguro. Por un lado, porque a nadie le gusta singularizarse —y menos aún si la marca la va a llevar el hijo—. Y luego, porque después de tres décadas de construcción nacional, todos los ciudadanos de Cataluña han interiorizado ya para qué sirve cada lengua y, en especial, cuál es la del poder y la ascensión social. Así las cosas, qué quieren, uno tiene que ser muy tonto para no desear lo mejor para sus hijos.

ABC, 16 de mayo de 2009.

Dieciocho familias

    16 de mayo de 2009