Con todo, el problema sigue ahí. Qué digo el problema; el problemón. Para convencerse de ello, bastará con un dato: hace cuatro años, un tercio de la población europea —o sea, 170 millones de habitantes— se hallaba expuesta a niveles de ruido superiores al límite recomendado por la OMS. Y, aunque en los últimos tiempos muchos gobiernos hayan tomado medidas para intentar paliar los efectos nocivos del tráfico, la industria y el ocio —los principales causantes de la contaminación acústica—, todo indica que esas medidas son insuficientes. A no ser, claro, que consideremos que la solución no estriba tanto en reducir la intensidad del fenómeno como en evitar que nos alcance.
Algo así sucede ya en España. A falta de otros remedios, la semana pasada se empezó a aplicar la nueva normativa sobre aislamiento de los hogares, que triplica las exigencias de insonorización vigentes hasta la fecha. Hay que felicitarse por ello, sin duda. En adelante, uno podrá comprarse un piso recién construido sin arriesgarse a que la televisión del vecino de al lado o la pelotita del pequeñín que vive arriba o las expansiones de la pareja de la casa contigua le amarguen la existencia. O, en fin, sin que se la amarguen tanto como ahora.
Sin embargo, ello no debería llevarnos a renunciar al exterior. No, la calle también es nuestra. O también debería serlo. Y en el espacio público —que es algo más que la calle, por supuesto— el ruido sigue muy presente. En realidad, vivimos en un mundo del que ya casi ha desaparecido el silencio. Y no es sólo el ruido, el problema. La gente no habla, grita. La música y sus sucedáneos no dan tregua: están en el coche, en el metro, en los bares, en las salas de espera. Y, así las cosas, a nosotros sólo se nos ocurre encerrarnos en casa, bien parapetados, y considerar que el ruido, claro, son los demás.
ABC, 3 de mayo de 2009.