ABC, 30 de julio de 2011.
Parece que el orgullo de los afiliados a los sindicatos campestres es incompatible con la fría indiferencia del diccionario. En otras palabras: esos hombres y mujeres del campo se sienten felizmente rurales —rurales a mucha honra, como si dijéramos— y, aun así, la Real Academia Española, en la segunda acepción del vocablo que tanto les enorgullece, les sigue teniendo por «inculto(s), tosco(s)» y «apegado(s) a cosas lugareñas». Claro que por poco tiempo. Y es que el ministro Gabilondo —que, otra cosa no, pero corrección política sí posee— acaba de comunicar a los representantes de los sindicatos campestres que la cosa está hecha, que en la próxima edición del «Diccionario de la Real Academia», prevista para 2014, lo rural será ya sólo lo «perteneciente o relativo a la vida del campo y a sus labores». Fenomenal. Dentro de tres años los españoles, aparte de contemplar como se celebra en Cataluña el tricentenario de los Decretos de Nueva Planta y acaso un referéndum por la independencia, podrán felicitarse de que los hombres y las mujeres del campo, gracias a la inestimable ayuda de unos liberados sindicales y de un ministro del Reino, hayan visto por fin dignificada su condición. Lo que no sabemos, a estas alturas, es qué suerte van a correr las acepciones de otros vocablos emparentados con el agraciado. Pienso, por ejemplo, en «agreste», o en «aldeano», o hasta en «rústico», marcados todos ellos, en alguna de sus acepciones, por la tara de la incultura y la tosquedad. Supongo, eso sí, que los académicos no van a podar «rural» para dejar el resto incólume, con las vergonzosas acepciones al aire. Si uno cree que el diccionario ha de procurar la felicidad en vez de contener, ni siquiera debidamente contextualizado, todo lo que la realidad depara, incluso en sus vertientes más lesivas, debe ser coherente y cortar por lo sano, sin pararse en barras. Aunque luego ese diccionario no haya por donde cogerlo.
ABC, 30 de julio de 2011.
ABC, 30 de julio de 2011.
Rurales, rústicos, aldeanos
30 de julio de 2011
Todo indica que el tres es necesario. No hay dos sin tres, dice el proverbio —y lo dice en más de una lengua—. Puede que esa percepción del número tres como complemento imprescindible tenga sus raíces en la cultura cristiana. Piénsese en la Santísima Trinidad, por ejemplo. O quizá se diera ya en otros tiempos y en otras culturas. En todo caso, después del dos viene el tres, de eso no hay duda. Y la mayoría de las veces viene para bien. O así lo cree la gente cuando sueña con la segunda repetición de algo benéfico, ya sea un hijo, un empleo, un premio en la lotería o una simple oportunidad en esta vida. Por otra parte, tres son también las dimensiones espaciales en que nos movemos —sobra añadir que, de no existir más que dos, mal andaríamos—. Y tres, como mínimo, los puntos de apoyo requeridos para que un asiento sea realmente un asiento.
Pero, cuando pasamos del mundo cardinal al ordinal, el asunto se complica. Está, por supuesto, el tercero como lugar en una lista, en una serie. Es el caso, sin ir más lejos, de esta página en la que me leen, por más que su indiscutible valor antonomásico nos haga olvidar a menudo sus orígenes. Pero está también el tercero como expresión de lo que no es —porque no puede o porque no quiere ser— ni primero ni segundo. Así, aquel Tiers État de los tiempos del Ancien Régime y la Revolución francesa. O el tercero como punto de encuentro, como solución de compromiso entre un primero y un segundo manifiestamente antagónicos y en gran medida irreconciliables. Repárese, por ejemplo, en la Tercera Vía, esa suerte de síntesis entre socialismo y capitalismo, entre economía centralizada y libre mercado, de tan largo recorrido y cuya bandera fue enarbolada, en las postrimerías del pasado milenio, por la izquierda europea —y, en concreto, por Tony Blair y Gerhard Schröder—. (También fue enarbolada en aquella misma época, si bien algo más tarde, por un desconocido diputado socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, en el XXXV Congreso de su partido. Claro que, en su caso, el ejercicio de síntesis quedó circunscrito a la pragmática congresual o, como mucho, al campo filológico, en la medida en que la Nueva Vía que capitaneó era hija, a un tiempo, del «Third Way» del británico y del «Neue Mitte» del alemán.)
Sea como fuere, algo de esos dos últimos significados del ordinal hay en el concepto de Tercera España. Algo hay y algo hubo, puesto que el sintagma, acuñado en plena guerra civil por el ex presidente de la Segunda República Niceto Alcalá-Zamora, nació ya como alternativa a las dos Españas —y poco importa cuál era la primera y cuál la segunda— entonces enfrentadas a muerte. Como alternativa a los contendientes, en tanto en cuanto esa Tercera España pretendía congregar a quienes no se sentían representados ni por un bando ni por otro, y como alternativa a la contienda misma, dado que el objetivo manifiesto de Alcalá-Zamora en aquel momento era alcanzar la paz mediante un acuerdo entre las partes. Por supuesto, no fue este el caso. Y, aunque la fórmula siguió empleándose en las décadas siguientes —en especial, por quienes, como Salvador de Madariaga, porfiaron sin desmayo por construir una opción democrática al régimen dictatorial—, lo cierto es que no fraguó. Entre otras razones, porque los integrantes de esa España que no era ni la una ni la otra no constituían conjunto homogéneo alguno. Ni siquiera las individualidades que a ella se adscribían —políticos, intelectuales, periodistas—, caracterizadas en general por su liberalismo, pueden considerarse, a juzgar por su trayectoria en la guerra y la inmediata posguerra, ajenas a los bandos en liza.
En definitiva: de existir, la Tercera España sería lo más parecido a un desvencijado cajón de sastre, cuando no a un cascarón vacío. O sea, a algo informe, incorpóreo. Tanto es así que, puestos a buscar un nombre que la represente, sólo se me ocurre el de aquel pequeñoburgués liberal, de profesión periodista, llamado Manuel Chaves Nogales. Sí, ya sé que un nombre es muy poco. Pero es que no conozco a ningún otro, de entre los más ilustres que lograron poner entonces tierra de por medio, que denunciara a su debido tiempo la barbarie de uno y otro bando —A sangre y fuego, fechado en 1937 y recientemente reeditado por Libros del Asteroide, da fe de ello de punta a cabo— y siguiera luego al pie del cañón, ya en Francia, ya en Inglaterra, defendiendo con la palabra y con la vida, desde la más febril individualidad, los ideales por los que siempre había luchado —esto es, la libertad y la democracia, esa pareja indisociable—.
Pero, así como puede decirse que aquella España alternativa nació casi muerta, puede afirmarse también que terminó gozando de una segunda existencia, mucho más feliz. Me refiero, claro está, a la que le procuró, no sin grandes trabajos, nuestra transición política. Si bien se mira, la Transición no fue otra cosa que el intento —por lo demás, exitoso— de superar el enfrentamiento entre las dos Españas. Pero no por la vía de la alteridad, sino de la síntesis; no echando mano de una Tercera España hasta entonces agazapada y durmiente para que arrinconara a las dos restantes, sino fundiendo en un proyecto único de convivencia a cuantas Españas se consideraran con derecho a existir. Fue, pues, el concierto entre contrarios y, hasta cierto punto, la disolución del viejo antagonismo lo que llevó a creer que aquella España nonata —y, con todo, viviente, aunque sólo fuera en la imaginación de muchos— había por fin triunfado.
Nada más ilusorio, por supuesto. Bastó con que el PP, allá por 1996, diera signos de poder alcanzar el Gobierno de la Nación para que se oyeran los primeros clarines llamando a combatir a la «derechona», o sea, a la derecha de siempre, a la heredera de la guerra civil. Y cuando dicho partido, cuatro años más tarde, revalidó con una mayoría absoluta su victoria, esos clarines vengativos arreciaron de lo lindo. Aun así, no fue hasta 2004, con la vuelta del PSOE al Gobierno de la Nación y la puesta en marcha del proyecto de ley para la recuperación de lo que, desde hacía ya algún tiempo, la izquierda insistía en denominar «memoria histórica», en que empezó a desvanecerse del todo aquella Tercera España de cartón que tanto había costado construir. El viejo antagonismo no sólo presidía de nuevo el debate público, sino que encima contaba con el empuje gubernativo —y, muy en primer plano, con el del propio presidente del Gobierno— y la promesa de un ulterior amparo legal.
Lo que ha venido después es de sobra conocido. E irreparable. No estamos, por suerte, en julio de 1936. Pero, no obstante los tres cuartos de siglo transcurridos, la Tercera España del consenso sigue siendo, como entonces, una quimera. Sí, mal que le pese al proverbio, hay dos sin tres. Tal vez no quede más remedio que resignarse a vivir —como se resignaba Jorge Semprún en su última entrevista televisiva, según nos recordaba jubiloso Jon Juaristi en estas mismas páginas— «con dos memorias colectivas distintas y rencorosas, pero evitando siempre que cualquiera de ellas se convierta en hegemónica».
ABC, 2011.
Pero, cuando pasamos del mundo cardinal al ordinal, el asunto se complica. Está, por supuesto, el tercero como lugar en una lista, en una serie. Es el caso, sin ir más lejos, de esta página en la que me leen, por más que su indiscutible valor antonomásico nos haga olvidar a menudo sus orígenes. Pero está también el tercero como expresión de lo que no es —porque no puede o porque no quiere ser— ni primero ni segundo. Así, aquel Tiers État de los tiempos del Ancien Régime y la Revolución francesa. O el tercero como punto de encuentro, como solución de compromiso entre un primero y un segundo manifiestamente antagónicos y en gran medida irreconciliables. Repárese, por ejemplo, en la Tercera Vía, esa suerte de síntesis entre socialismo y capitalismo, entre economía centralizada y libre mercado, de tan largo recorrido y cuya bandera fue enarbolada, en las postrimerías del pasado milenio, por la izquierda europea —y, en concreto, por Tony Blair y Gerhard Schröder—. (También fue enarbolada en aquella misma época, si bien algo más tarde, por un desconocido diputado socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, en el XXXV Congreso de su partido. Claro que, en su caso, el ejercicio de síntesis quedó circunscrito a la pragmática congresual o, como mucho, al campo filológico, en la medida en que la Nueva Vía que capitaneó era hija, a un tiempo, del «Third Way» del británico y del «Neue Mitte» del alemán.)
Sea como fuere, algo de esos dos últimos significados del ordinal hay en el concepto de Tercera España. Algo hay y algo hubo, puesto que el sintagma, acuñado en plena guerra civil por el ex presidente de la Segunda República Niceto Alcalá-Zamora, nació ya como alternativa a las dos Españas —y poco importa cuál era la primera y cuál la segunda— entonces enfrentadas a muerte. Como alternativa a los contendientes, en tanto en cuanto esa Tercera España pretendía congregar a quienes no se sentían representados ni por un bando ni por otro, y como alternativa a la contienda misma, dado que el objetivo manifiesto de Alcalá-Zamora en aquel momento era alcanzar la paz mediante un acuerdo entre las partes. Por supuesto, no fue este el caso. Y, aunque la fórmula siguió empleándose en las décadas siguientes —en especial, por quienes, como Salvador de Madariaga, porfiaron sin desmayo por construir una opción democrática al régimen dictatorial—, lo cierto es que no fraguó. Entre otras razones, porque los integrantes de esa España que no era ni la una ni la otra no constituían conjunto homogéneo alguno. Ni siquiera las individualidades que a ella se adscribían —políticos, intelectuales, periodistas—, caracterizadas en general por su liberalismo, pueden considerarse, a juzgar por su trayectoria en la guerra y la inmediata posguerra, ajenas a los bandos en liza.
En definitiva: de existir, la Tercera España sería lo más parecido a un desvencijado cajón de sastre, cuando no a un cascarón vacío. O sea, a algo informe, incorpóreo. Tanto es así que, puestos a buscar un nombre que la represente, sólo se me ocurre el de aquel pequeñoburgués liberal, de profesión periodista, llamado Manuel Chaves Nogales. Sí, ya sé que un nombre es muy poco. Pero es que no conozco a ningún otro, de entre los más ilustres que lograron poner entonces tierra de por medio, que denunciara a su debido tiempo la barbarie de uno y otro bando —A sangre y fuego, fechado en 1937 y recientemente reeditado por Libros del Asteroide, da fe de ello de punta a cabo— y siguiera luego al pie del cañón, ya en Francia, ya en Inglaterra, defendiendo con la palabra y con la vida, desde la más febril individualidad, los ideales por los que siempre había luchado —esto es, la libertad y la democracia, esa pareja indisociable—.
Pero, así como puede decirse que aquella España alternativa nació casi muerta, puede afirmarse también que terminó gozando de una segunda existencia, mucho más feliz. Me refiero, claro está, a la que le procuró, no sin grandes trabajos, nuestra transición política. Si bien se mira, la Transición no fue otra cosa que el intento —por lo demás, exitoso— de superar el enfrentamiento entre las dos Españas. Pero no por la vía de la alteridad, sino de la síntesis; no echando mano de una Tercera España hasta entonces agazapada y durmiente para que arrinconara a las dos restantes, sino fundiendo en un proyecto único de convivencia a cuantas Españas se consideraran con derecho a existir. Fue, pues, el concierto entre contrarios y, hasta cierto punto, la disolución del viejo antagonismo lo que llevó a creer que aquella España nonata —y, con todo, viviente, aunque sólo fuera en la imaginación de muchos— había por fin triunfado.
Nada más ilusorio, por supuesto. Bastó con que el PP, allá por 1996, diera signos de poder alcanzar el Gobierno de la Nación para que se oyeran los primeros clarines llamando a combatir a la «derechona», o sea, a la derecha de siempre, a la heredera de la guerra civil. Y cuando dicho partido, cuatro años más tarde, revalidó con una mayoría absoluta su victoria, esos clarines vengativos arreciaron de lo lindo. Aun así, no fue hasta 2004, con la vuelta del PSOE al Gobierno de la Nación y la puesta en marcha del proyecto de ley para la recuperación de lo que, desde hacía ya algún tiempo, la izquierda insistía en denominar «memoria histórica», en que empezó a desvanecerse del todo aquella Tercera España de cartón que tanto había costado construir. El viejo antagonismo no sólo presidía de nuevo el debate público, sino que encima contaba con el empuje gubernativo —y, muy en primer plano, con el del propio presidente del Gobierno— y la promesa de un ulterior amparo legal.
Lo que ha venido después es de sobra conocido. E irreparable. No estamos, por suerte, en julio de 1936. Pero, no obstante los tres cuartos de siglo transcurridos, la Tercera España del consenso sigue siendo, como entonces, una quimera. Sí, mal que le pese al proverbio, hay dos sin tres. Tal vez no quede más remedio que resignarse a vivir —como se resignaba Jorge Semprún en su última entrevista televisiva, según nos recordaba jubiloso Jon Juaristi en estas mismas páginas— «con dos memorias colectivas distintas y rencorosas, pero evitando siempre que cualquiera de ellas se convierta en hegemónica».
ABC, 2011.
[ Terceras ]
Dos sin tres
27 de julio de 2011
Hace un par de semanas este periódico publicaba una carta al director titulada «Recortes en la Biblioteca Nacional». En ella la corresponsal se quejaba, entre otras cosas, de que la institución hubiera reducido el horario de atención al público en tres horas y de que lo hubiera hecho precisamente ahora, en verano, que es cuando los investigadores, patrios y no patrios, más utilizan sus servicios. Añadan a ello que los sábados estivales la Biblioteca ni siquiera abre por la mañana, y comprenderán la desazón, cuando no el cabreo, de algunos usuarios. De todos modos, en cuestiones de archivos, nada como Barcelona. No, no lo digo por Ca l’Ardiaca, sede de la hemeroteca municipal, donde se limitan a acortar el horario en 75 minutos y echan también el cierre los sábados —claro que durante tres meses en vez de dos, que el verano catalán es mucho verano—. Lo digo por la Biblioteca de Catalunya. Allí, aunque abren y cierran como el resto del año y sólo nos privan de las mañanas sabatinas de agosto, aportan a la casuística bibliotecaria una gotita de originalidad: tardan dos horas en entregarte el libro solicitado, cuando antes en media hora te lo habían servido. ¿La causa? Las «restricciones económicas». Vaya, que si uno quiere usar este verano sus fondos, conviene que se lo tome con tiempo y con calma.
Ignoro qué pueden dar de sí las jornadas de reflexión crítica sobre la cultura que el consejero Mascarell inauguró el pasado martes en el Arts Santa Mònica y que, al parecer, van a tenernos entretenidos algunos meses. Se habla de plan estratégico, de pacto nacional, de la cultura como eje vertebrador del país; en fin, la Biblia en verso. Lástima que nadie haya reparado en lo que ocurre unas cuantas calles más arriba. Tanto hablar de Estado y de Estado cultural, y resulta que no hay dinero ni para bibliotecarios. Eso sí, a juicio del consejero, talento haylo, y a espuertas; lo que falla es el mercado interno. Menos mal.
ABC, 23 de julio de 2011.
Ignoro qué pueden dar de sí las jornadas de reflexión crítica sobre la cultura que el consejero Mascarell inauguró el pasado martes en el Arts Santa Mònica y que, al parecer, van a tenernos entretenidos algunos meses. Se habla de plan estratégico, de pacto nacional, de la cultura como eje vertebrador del país; en fin, la Biblia en verso. Lástima que nadie haya reparado en lo que ocurre unas cuantas calles más arriba. Tanto hablar de Estado y de Estado cultural, y resulta que no hay dinero ni para bibliotecarios. Eso sí, a juicio del consejero, talento haylo, y a espuertas; lo que falla es el mercado interno. Menos mal.
ABC, 23 de julio de 2011.
[ Porque hoy es sábado ]
El Estado cultural
23 de julio de 2011
Lo de menos es el adjetivo. Òmnium está en todo. No lo estaba al principio, cuando Josep Millàs, su presidente, iba de dependencia en dependencia de la Generalitat, maletín en ristre, postulando para la causa. En aquel tiempo Òmnium era, a lo más, un largo apéndice de Jordi Pujol y de su mundo. Es decir, mucho, pero no todo. Ese tiempo terminó entre 2002 y 2003. Primero fue el asalto —repetido y a la postre exitoso— de Jordi Porta, ex de la Fundación Bofill, al torreón de Millàs. Luego, el cambio de régimen, o sea, el acceso de la izquierda al poder después de casi cinco lustros de pujolismo. Como en tantos otros aspectos, el nacionalismo salió ganando; si antes sólo estaba en el gobierno, a partir de ahora también estaría en la oposición. Y lo mismo ocurriría con el nuevo Òmnium, suprema encarnación de esa transversalidad del nacionalismo en la supuesta sociedad civil catalana. Para comprobarlo, basta con echar una ojeada a las subvenciones recibidas por la entidad. Así como en 2003 la partida concedida por Presidencia era de 100.000 €, en 2006 ascendía ya a 600.000. Y ello sin contar las cantidades asociadas a programas menores, en su mayoría de naturaleza lingüística, con que Òmnium era regularmente amamantado, ya por Presidencia mismo, ya por Cultura o Interior. Así las cosas, a nadie debería extrañar la labor de «agitprop» llevada a cabo por la entidad, sola o en comandita, en los últimos años: desde las manifestaciones a favor del llamado «derecho a decidir» —cuyo punto culminante fue la marcha del 10 de julio de 2010 contra la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto— hasta las recientes declaraciones de su actual presidenta, Muriel Casals, acusando a los padres que exigen una enseñanza en castellano para sus hijos de estar maltratándolos y abusando de ellos, o pidiendo a la sociedad catalana que objete fiscalmente. Sí, a Òmnium le pagan para que mueva el árbol. Ahora sólo falta saber cuándo caerán las nueces.
ABC, 16 de julio de 2011.
ABC, 16 de julio de 2011.
[ Porque hoy es sábado ]
Òmnium Cultural
16 de julio de 2011
O sea, los alumnos catalanes de segundo de secundaria suspenden. No en todo, es cierto —se salvan por los pelos en lengua y sin tantos apuros en ciencias—, pero sí en conjunto. Y en un área tan trascendente como matemáticas les faltan 13 puntos para llegar a la media. Pero hay más. Porque la llamada evaluación general de diagnóstico, realizada en 2010 por el Ministerio de Educación en colaboración con los respectivos departamentos de las comunidades autónomas, también da cuenta de otros aspectos significativos. Por ejemplo, de que la repetición de curso a esa edad —14 años— nada arregla. O de que el nivel de los nacidos fuera de España está entre 30 y 40 puntos por debajo del de los nacidos aquí. O de que la Comunidad de Madrid se halla cada vez más lejos de la catalana, hasta el punto de que el poder alcanzarla algún día se antoja ya como una verdadera quimera. O de que las comunidades que más descollan han sido gobernadas tradicionalmente por el PP. Por lo demás, el nivel atesorado por los educandos locales está en consonancia con el demostrado hace un año por los de cuarto de primaria. Vaya, que, por desgracia, la continuidad parece asegurada. Sin embargo, esos resultados contrastan fuertemente con los obtenidos en 2009 por los estudiantes catalanes de 15 años en el informe PISA, que les situaban 17 puntos por encima de la media española en comprensión lectora, 12,6 en matemáticas y 9,3 en ciencias. Es verdad que se trata de pruebas distintas, con sistemas de evaluación distintos. Pero, a juzgar por los datos que acabamos de conocer, la euforia con que fueron recibidos los de PISA a finales del año pasado por el consejero Maragall, ya en plena retirada, estaba más bien fuera de lugar. Aquello fue una excepción. Feliz, pero una excepción al cabo. Ahora hemos vuelto a la normalidad. Es decir, a la más pura evidencia: si no cambian de arriba abajo los parámetros educativos, eso no hay quien lo arregle.
ABC, 9 de julio de 2011.
ABC, 9 de julio de 2011.
[ Porque hoy es sábado ]
Cataluña suspende
9 de julio de 2011
Homenaje al periodista Manuel Chaves Nogales (1897-1944) dentro del ciclo de conferencias «Los exilios españoles en Gran Bretaña» realizado en el Instituto Cervantes de Londres. (Cervantes TV)
[ Por lo demás ]
Homenaje a Chaves Nogales
7 de julio de 2011
Aunque no existen dos legislaturas iguales, todas presentan, por lo general, una estructura bastante parecida. Así, el primero de los cuatro años es el de las medidas impopulares, que suelen afectar al bolsillo y que no queda más remedio que tomar porque la realidad obliga y porque lo malo y desagradable cuanto antes se pase mucho mejor. Los dos años siguientes son de cierto relajo, de desarrollo de las políticas programadas y de gestión del día a día, y sólo se ven alterados, si acaso, por algún hecho insospechado. Y el último ejercicio, en fin, vuelve a ser intenso, cargado de inauguraciones, balances y promesas. Como es natural, una secuencia de este tipo, donde lo amargo se sirve como entrante y lo dulce se guarda para el postre, no tiene otro objetivo que dejar al ciudadano con buen sabor de boca para que en la próxima cita electoral favorezca con su voto al partido en el poder.
Pues bien, cuando uno observa lo que han sido las dos legislaturas con gobiernos presididos por José Luis Rodríguez Zapatero —o, para ser precisos, lo que han sido y lo que están siendo—, no puede por menos de constatar que la secuencia no se ha cumplido en absoluto. Los cuatro primeros años fueron de una dulzura extrema, con medidas destinadas a contentar a los propios y a los no tan propios, mientras lucieran la chapa nacionalista, y, en consecuencia, con un gasto exorbitante y descontrolado. Y los siguientes comenzaron con un tenor semejante hasta que, hace algo más de un año, al todavía presidente del Gobierno y secretario general del PSOE se le acabó la cuerda —mejor dicho, hasta que a la Unión Europea, Estados Unidos o, simplemente, los mercados se les acabó la paciencia—. De suerte que esta segunda legislatura de la que enfilamos ya la última curva responde a una estructura inversa a la acostumbrada. El Gobierno la inició —la prosiguió— con sus pócimas deleitosas —aun cuando todo, empezando por la crisis económica, le aconsejara obrar exactamente el revés—, y la está terminando con un atracón de lo más amargo. Y, encima, sin que en esta ocasión haya existido ningún remanso entre principio y final.
Por supuesto, un gobernante al que le fijan la ruta y le obligan a seguirla, le guste o no, no es propiamente un gobernante. Es, a lo sumo, un fiel ejecutor. Y digo a lo sumo, porque ni siquiera en esto Rodríguez Zapatero se ha comportado con la determinación y la rectitud que hubieran sido de esperar. Sus medidas para recortar el déficit público se han limitado por de pronto a los organismos dependientes del Estado, y está por ver si alcanzarán algún día el ámbito autonómico. Sus reformas laborales, más parecen un quiero y no puedo —o, peor aún, un no puedo porque no quiero— que otra cosa. Y su política, lo mismo de puertas adentro que de cara al exterior, carece de la coherencia necesaria para merecer un mínimo de credibilidad interna y externa. Como muestra, el proceso de legalización de Bildu, con sentencia del Constitucional incluida, o la insustancial participación de nuestras Fuerzas Armadas en la misión de la OTAN en Libia.
Así las cosas, lo insólito es que Rodríguez Zapatero no haya colgado todavía sus hábitos de presidente y, por qué no, también los de político. Máxime si se añade a cuanto venimos diciendo el efecto de un resultado electoral como el cosechado por el PSOE y sus franquicias el pasado 22 de mayo. Unas pérdidas de casi un millón y medio de votos y un descenso de más de siete puntos porcentuales en los comicios municipales, y un descalabro prácticamente general en los autonómicos, constituyen motivos más que suficientes, unidos a todo lo anterior, para que un presidente del gobierno se sienta desautorizado y actúe en consecuencia presentando su dimisión. Pero nada, ni por esas. Rodríguez Zapatero lo va a dejar, es cierto. Lo anunció incluso hace ya tres meses, urgido por los barones de su partido y con la vana esperanza de que el anuncio actuara como revulsivo ante la cita en las urnas. Pero lo va a dejar al término de su mandato. O sea, como si la realidad y sus continuos dictámenes —entre los cuales, el del 22-M no es en modo alguno el menor— no influyeran para nada en su decisión.
O tal vez sí, siempre y cuando por realidad entendamos los intereses de su propio partido y no los del conjunto del país. El proceso mismo de relevo operado en el socialismo español, ese amago de primarias que ha convertido a Alfredo Pérez Rubalcaba, sin que mediara un solo voto de la militancia, en candidato a la presidencia del Gobierno, no habría podido llevarse a cabo de haber dimitido Rodríguez Zapatero y haberse convocado elecciones anticipadas. O no habría podido llevarse a cabo de igual forma. La bicefalia que ahora rige en el PSOE, aunque provisional, va a permitirle al candidato entregarse a una larga campaña. Y es que los socialistas están convencidos de que peor no les pueden ir las cosas —afirmación más que discutible, sin duda—, por lo que consideran que el tiempo debe jugar necesariamente a su favor. Sin olvidar —la historia enseña a no hacerlo— que los meses que quedan hasta las elecciones generales pueden depararnos todavía alguna sorpresa relacionada con el terrorismo de ETA, sorpresa de la que el Ejecutivo y el grupo parlamentario en que este se sustenta podrían sacar un determinado rédito electoral.
Aun así, lo más probable es que este tramo final de legislatura siga siendo amargo para el Gobierno de Rodríguez Zapatero y para el PSOE. Lo que significa, claro está, que va a serlo también para el conjunto de los españoles. Pensar en un cambio de tendencia o en un ejercicio de cierta «soberanía económica» cuando no se acometen ni van a acometerse las reformas imprescindibles, es una pura ilusión del espíritu. Y la mayoría de los ciudadanos están más que hartos de la situación, como demuestran reiteradamente todas las encuestas. La última del CIS, sin ir más lejos, realizada a comienzos de mayo —antes, pues, de la campaña para las municipales y las autonómicas—, identifica el paro, la situación económica y la clase política —por este orden y a considerable distancia uno de otro— como los principales problemas a los que se enfrentan en la actualidad los españoles. Sobra añadir que la conjunción de estos tres factores de preocupación no augura nada bueno para quienes tienen hoy la principal responsabilidad de gobierno. O para quien aspira a tenerla en un futuro próximo amparado en las mismas siglas. Y es que, en un sistema democrático, cuando las cosas van mal, cuando no funcionan, cuando se diría incluso que no tienen solución, el elector dispone de un mecanismo infalible para tratar de arreglarlas: retirar su confianza a quienes están gestionando en aquel momento los asuntos públicos. Es decir, retirarles su voto. Y, en consecuencia, otorgar esa confianza y ese voto a otra fuerza política, aunque sólo sea hasta la siguiente convocatoria electoral.
Eso es, de no mediar un sorpresón, lo que va a ocurrir tarde o temprano en España. Seguramente, y por desgracia, más tarde que temprano. Porque esos meses que nos esperan de aquí a la fecha prevista para las legislativas, nadie parece dispuesto a acortarlos. Y las agonías, lo mismo en política que en cualquier otro campo, cuanto más cortas mejor.
Actualidad Económica, (nº 2.709, julio de 2001)
Pues bien, cuando uno observa lo que han sido las dos legislaturas con gobiernos presididos por José Luis Rodríguez Zapatero —o, para ser precisos, lo que han sido y lo que están siendo—, no puede por menos de constatar que la secuencia no se ha cumplido en absoluto. Los cuatro primeros años fueron de una dulzura extrema, con medidas destinadas a contentar a los propios y a los no tan propios, mientras lucieran la chapa nacionalista, y, en consecuencia, con un gasto exorbitante y descontrolado. Y los siguientes comenzaron con un tenor semejante hasta que, hace algo más de un año, al todavía presidente del Gobierno y secretario general del PSOE se le acabó la cuerda —mejor dicho, hasta que a la Unión Europea, Estados Unidos o, simplemente, los mercados se les acabó la paciencia—. De suerte que esta segunda legislatura de la que enfilamos ya la última curva responde a una estructura inversa a la acostumbrada. El Gobierno la inició —la prosiguió— con sus pócimas deleitosas —aun cuando todo, empezando por la crisis económica, le aconsejara obrar exactamente el revés—, y la está terminando con un atracón de lo más amargo. Y, encima, sin que en esta ocasión haya existido ningún remanso entre principio y final.
Por supuesto, un gobernante al que le fijan la ruta y le obligan a seguirla, le guste o no, no es propiamente un gobernante. Es, a lo sumo, un fiel ejecutor. Y digo a lo sumo, porque ni siquiera en esto Rodríguez Zapatero se ha comportado con la determinación y la rectitud que hubieran sido de esperar. Sus medidas para recortar el déficit público se han limitado por de pronto a los organismos dependientes del Estado, y está por ver si alcanzarán algún día el ámbito autonómico. Sus reformas laborales, más parecen un quiero y no puedo —o, peor aún, un no puedo porque no quiero— que otra cosa. Y su política, lo mismo de puertas adentro que de cara al exterior, carece de la coherencia necesaria para merecer un mínimo de credibilidad interna y externa. Como muestra, el proceso de legalización de Bildu, con sentencia del Constitucional incluida, o la insustancial participación de nuestras Fuerzas Armadas en la misión de la OTAN en Libia.
Así las cosas, lo insólito es que Rodríguez Zapatero no haya colgado todavía sus hábitos de presidente y, por qué no, también los de político. Máxime si se añade a cuanto venimos diciendo el efecto de un resultado electoral como el cosechado por el PSOE y sus franquicias el pasado 22 de mayo. Unas pérdidas de casi un millón y medio de votos y un descenso de más de siete puntos porcentuales en los comicios municipales, y un descalabro prácticamente general en los autonómicos, constituyen motivos más que suficientes, unidos a todo lo anterior, para que un presidente del gobierno se sienta desautorizado y actúe en consecuencia presentando su dimisión. Pero nada, ni por esas. Rodríguez Zapatero lo va a dejar, es cierto. Lo anunció incluso hace ya tres meses, urgido por los barones de su partido y con la vana esperanza de que el anuncio actuara como revulsivo ante la cita en las urnas. Pero lo va a dejar al término de su mandato. O sea, como si la realidad y sus continuos dictámenes —entre los cuales, el del 22-M no es en modo alguno el menor— no influyeran para nada en su decisión.
O tal vez sí, siempre y cuando por realidad entendamos los intereses de su propio partido y no los del conjunto del país. El proceso mismo de relevo operado en el socialismo español, ese amago de primarias que ha convertido a Alfredo Pérez Rubalcaba, sin que mediara un solo voto de la militancia, en candidato a la presidencia del Gobierno, no habría podido llevarse a cabo de haber dimitido Rodríguez Zapatero y haberse convocado elecciones anticipadas. O no habría podido llevarse a cabo de igual forma. La bicefalia que ahora rige en el PSOE, aunque provisional, va a permitirle al candidato entregarse a una larga campaña. Y es que los socialistas están convencidos de que peor no les pueden ir las cosas —afirmación más que discutible, sin duda—, por lo que consideran que el tiempo debe jugar necesariamente a su favor. Sin olvidar —la historia enseña a no hacerlo— que los meses que quedan hasta las elecciones generales pueden depararnos todavía alguna sorpresa relacionada con el terrorismo de ETA, sorpresa de la que el Ejecutivo y el grupo parlamentario en que este se sustenta podrían sacar un determinado rédito electoral.
Aun así, lo más probable es que este tramo final de legislatura siga siendo amargo para el Gobierno de Rodríguez Zapatero y para el PSOE. Lo que significa, claro está, que va a serlo también para el conjunto de los españoles. Pensar en un cambio de tendencia o en un ejercicio de cierta «soberanía económica» cuando no se acometen ni van a acometerse las reformas imprescindibles, es una pura ilusión del espíritu. Y la mayoría de los ciudadanos están más que hartos de la situación, como demuestran reiteradamente todas las encuestas. La última del CIS, sin ir más lejos, realizada a comienzos de mayo —antes, pues, de la campaña para las municipales y las autonómicas—, identifica el paro, la situación económica y la clase política —por este orden y a considerable distancia uno de otro— como los principales problemas a los que se enfrentan en la actualidad los españoles. Sobra añadir que la conjunción de estos tres factores de preocupación no augura nada bueno para quienes tienen hoy la principal responsabilidad de gobierno. O para quien aspira a tenerla en un futuro próximo amparado en las mismas siglas. Y es que, en un sistema democrático, cuando las cosas van mal, cuando no funcionan, cuando se diría incluso que no tienen solución, el elector dispone de un mecanismo infalible para tratar de arreglarlas: retirar su confianza a quienes están gestionando en aquel momento los asuntos públicos. Es decir, retirarles su voto. Y, en consecuencia, otorgar esa confianza y ese voto a otra fuerza política, aunque sólo sea hasta la siguiente convocatoria electoral.
Eso es, de no mediar un sorpresón, lo que va a ocurrir tarde o temprano en España. Seguramente, y por desgracia, más tarde que temprano. Porque esos meses que nos esperan de aquí a la fecha prevista para las legislativas, nadie parece dispuesto a acortarlos. Y las agonías, lo mismo en política que en cualquier otro campo, cuanto más cortas mejor.
Actualidad Económica, (nº 2.709, julio de 2001)
[ Actualidad Económica ]
La última curva
5 de julio de 2011
Hay una foto que está dando que hablar. En ella se ve a la presidenta del PP catalán, Alicia Sánchez-Camacho, frente al Departamento de Educación, rodeada de algunos ciudadanos y mostrando una instancia en la que reclama para su hijo una enseñanza bilingüe. A eso lo llaman la construcción del acontecimiento. Uno se desplaza a donde conviene, avisa a los medios, y si resulta que uno es un hombre o una mujer públicos —observen, de paso, lo útil que es aquí el genérico— tiene garantizado, en el peor de los casos, una foto con pie y, en el mejor, una noticia con cuerpo y alma. Aun así, lo que en verdad ha irritado a más de un nacionalista —y en particular, a J. B. Culla y Patricia Gabancho— no es tanto la imagen de Sánchez-Camacho blandiendo la instancia antedicha como las barbas que por allí asoman. Vaya por delante que esas barbas no son unas barbas cualesquiera, sino de padre y muy señor mío. Pero es que, además, pertenecen a Paco Caja. O sea, al mismísimo diablo. Y les duele, claro, ver a la presidenta del PP —a la que consideran una oveja descarriada, pero catalana al cabo— en semejante compañía.
A mí, en cambio, esa foto me recuerda otra, de hace justo diez años, sólo que por contraste. Corresponde también a un acontecimiento construido y tiene también la lengua castellana como trasfondo. En ella se veía al cuerpo de rectores catalanes, encabezado por el entonces —y hoy de nuevo— consejero Mas-Collell, formando a las puertas de los juzgados de Tarragona. Juzgaban a uno de los suyos, Lluís Arola, de la Rovira y Virgili, por prevaricación, y ellos estaban allí, presentes. Como los nacionalistas no conocen la división de poderes, aquella coacción, sobra decirlo, les pareció ejemplar. En cambio, ahora, la simple presentación de una instancia en un departamento autonómico para ejercer un derecho les parece cosa del diablo. No me extrañaría lo más mínimo que, de tanto mirar la foto, hasta fueran capaces de atisbar un rabo.
ABC, 2 de julio de 2011.
[ Porque hoy es sábado ]
Las barbas de Paco Caja
2 de julio de 2011
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