Así como en el caso de Juana de Arco fueron, al parecer, unas voces de santos, todo indica que en el de José Luis Rodríguez Zapatero fue un testamento, un testamento familiar. De un modo u otro, pues, ambos personajes encontraron su lugar en el mundo gracias a la palabra. Por supuesto, los tiempos y las circunstancias en que esta palabra les fue revelada son harto distintos. Y no digamos ya las consecuencias de tales revelaciones —al menos las conocidas hasta la fecha—. Pero ello no impide que en uno y otro caso estemos ante un mismo destino: el de la persona, joven aún, que se siente llamada a acaudillar, con el más noble de los propósitos, a sus semejantes.
En lo tocante al actual presidente del Gobierno, que es lo que aquí importa, los pormenores de ese momento seminal los desveló por vez primera, que yo sepa, el antropólogo José Antonio Jáuregui en El Mundo del 21 de marzo de 2004 —o sea, siete días después de la inesperada victoria del secretario general del PSOE en las elecciones generales—. El texto de Jáuregui, muy justamente llamado «La semilla de Zapatero», empezaba con esta confesión del por entonces futuro presidente: «Mi padre sacó de un cajón el testamento de mi abuelo y nos lo leyó a mi hermano y a mí. Nos quedamos los dos conmovidos al escucharlo. Fue entonces cuando decidí entrar en la vida política». Los pasajes más significativos de ese documento familiar eran reproducidos luego por Jáuregui en su artículo.
Tres semanas más tarde, en el Congreso de los Diputados, con ocasión del debate de investidura, el propio Rodríguez Zapatero utilizó el último párrafo de su discurso, allí donde toda frase retumba, para dejar constancia ante la Nación de esa deuda con la palabra revelada: «En mi vida ese rumbo [el rumbo por el que hay que avanzar] ha estado marcado siempre por un credo que quisiera expresar públicamente en un día y en un acto como este. Ese ideario es breve: un ansia infinita de paz, el amor al bien y el mejoramiento social de los humildes». O sea, el mismo credo que su abuelo Juan Rodríguez Lozano, un socialista convencido, reivindicaba para sí en agosto de 1936, en su testamento, horas antes de ser fusilado por negarse a secundar la rebelión militar.
Con todo, a esa predestinación le faltaría sustancia si no la acompañáramos de otra confidencia, vinculada a la madre del presidente del Gobierno e incluida en «Madera de Zapatero», ese engendro que Suso de Toro se prestó a escribir a mayor gloria del personaje. Allí, en las primeras páginas, puede leerse lo siguiente, puesto en boca del biografiado: «Tengo perfectamente grabados los últimos momentos en que la vi. La última frase que le dije fue: “Mamá, ¿crees que voy a ser presidente del Gobierno?” Y me dijo que sí. Me dijo: “Sí, lo vas a ser”. Fueron las últimas palabras que hablé con ella, porque a partir de ahí —estaba en la UCI— empezó a perder la conciencia». Pero está claro que semejante predicción, formulada en octubre de 2000, meses después de que el hijo fuera elegido secretario general de su partido, jamás se habría materializado de no mediar, amén de otras circunstancias, una personalidad regida por una voluntad de hierro. O por una cabezonería descomunal. O por una ambición sin límites. O por una suerte de alegría inocentemente infantil —«Alegrías» le llamaba un tío de su padre cuando Rodríguez Zapatero contaba apenas cinco años—. O, en fin, por ese rasgo de carácter que le singulariza en el panorama de la política contemporánea y hace de él, con gran satisfacción por su parte, un dechado de optimismo.
Esa suma de predestinación y alegría desenfrenada, esto es, esa conciencia de que para él no existe nada imposible, nada que no esté en sus manos conseguir, constituye, en definitiva, su principal divisa. Es verdad que también están el ansia infinita de paz, el amor al bien y el mejoramiento social de los humildes. Pero semejante ideario, más allá del valor sentimental, no aporta sino el necesario barniz buenista a la empresa que Rodríguez Zapatero se siente llamado a realizar. En otras palabras: sería inconcebible que un representante político de este nivel y perteneciente al mundo occidental, elegido y reelegido, pues, democráticamente, propugnara las bondades de la guerra, el amor al mal y el aumento de la injusticia social. No, lo importante, lo decisivo, lo que permite entender todos y cada uno de sus pasos, es el arrojo que le confiere el creerse predestinado a tan alta misión.
El llamado «proceso de paz», de tan triste recuerdo, constituye un ejemplo de este proceder. El fin —de cuya nobleza no cabe maliciar, aunque sólo sea porque, en teoría, llevaba aparejado el término de la violencia— justificaba para el presidente del Gobierno todos los medios. ¿Que había que saltarse la ley? Pues se saltaba. ¿Que había que enaltecer al terrorista? Pues se le enaltecía. ¿Que había que desdecirse de lo declarado? Pues uno se desdecía y santas pascuas. Incluso después del atentado de la T4, con las primeras víctimas del terrorismo de su mandato encima de la mesa, Rodríguez Zapatero siguió intentando la negociación. Era fruto de su terquedad, sin duda alguna, pero también, en buena medida, de esa suma de optimismo enfermizo y predestinación adolescente que caracteriza todos sus actos y le impide reconocer, aun cuando resulte palmario, cualquier error.
Lo mismo puede decirse de la cuestión territorial. Sólo un político convencido de la existencia de un hado protector se arriesga a abrir un melón como el que abrió el todavía entonces candidato a la Presidencia del Gobierno con su promesa de respetar, de punta a cabo, el nuevo Estatuto que saliera del Parlamento de Cataluña. Es cierto que, en lo sucesivo, el texto sufrió no pocas alteraciones. Pero el mal ya estaba hecho y sus efectos, sobra añadirlo, aún colean. Si bien se mira, en este punto como en tantos otros Rodríguez Zapatero no se ha alejado ni un milímetro del axioma que él mismo, en un rapto de creatividad, puso en circulación a mediados de 2005: «Las palabras han de estar al servicio de la política y no la política al servicio de las palabras». O, lo que es lo mismo: en el mundo de la política todo es relativo, maleable, todo vale mientras el fin perseguido lo requiera.
Y esa convicción de estar en posesión de la verdad —por supuesto, de una verdad idiosincrática; o sea, cambiante, múltiple, coyuntural— ha llevado al presidente del Gobierno a tomar, especialmente en la presente legislatura, medidas de lo más estrafalarias, como la creación del Ministerio de Igualdad o la adscripción a Presidencia —esto es, a sí mismo— de las competencias en Deportes, o de lo más temerarias, como cuantas han afectado al área económica. Con el agravante, en este último caso, de que las medidas en cuestión no parecen haber obedecido a estrategia alguna, por más equivocada que fuese. Desde la parálisis inicial, combinada con el rechazo obstinado de la realidad —cuyo ejemplo más notorio fue la absurda renuencia a utilizar la palabra «crisis» para referirse a la situación económica del país—, hasta el sinfín de decisiones adoptadas, mucho más propias de un dictadorzuelo magnánimo que de un gobernante responsable, lo que ha guiado a Rodríguez Zapatero es el cortoplacismo. O, si lo prefieren, ese derecho a improvisar que tan ardientemente —«¡faltaría más!»— defendió el propio interesado en el último Comité Federal del PSOE.
La noche del 14 de marzo de 2004, frente a la sede del partido, José Luis Rodríguez Zapatero prometió, entre otras muchas cosas, que el poder no le iba a cambiar. Pocos le creyeron. Ahora, transcurrido ya un largo lustro desde entonces, no queda más remedio que darle la razón. Es cierto, el poder no le ha cambiado. Por desgracia.
Actualidad Económica (núm. 2.679, 16-22 de octubre de 2009).