No sé qué tienen las islas, que casi todo el mundo —sólo conozco una excepción, Jon Juaristi— se derrite por vivir en ellas. La culpa será de la literatura, me digo, tan contaminante. O de la imaginación, que para el caso viene a ser lo mismo. La verdad es que la simple alusión a una isla y a la posibilidad de instalarse en ella suele provocar en la mayoría de las naturalezas, un poco a la manera del perro de Pavlov, una secreción incontenible de felicidad. Es comprensible. En una isla se vive bastante bien. Y mucho mejor se viviría si uno no se viera forzado a abandonarla de tarde en tarde —o sea, si uno pudiera permanecer allí toda su vida, hasta el extremo de olvidar que se encuentra en una isla—.

Porque el problema es tener que salir. En fin, seamos francos: el problema es el avión. Una vez descartados, por inservibles, el coche y el tren, y ante la imperiosa necesidad de ausentarse, uno debe echar mano del avión. No queda más remedio. Cierto: está el barco. Pero el barco es enemigo de la prisa y de la distancia. O sea, que no hay tu tía: si el tiempo aprieta, hay que salir volando. Y, claro, eso de volar no acaba de convencer a mucha gente. Y no sólo porque el que vuela se expone siempre a caerse, sino también por las incomodidades que conlleva semejante actividad. Dejemos ahora a un lado las estrecheces del aparato, que han ido convirtiendo a los pasajeros en unos dignísimos émulos de los contorsionistas del Cirque du Soleil. No, no estoy pensando ahora en esa clase de incomodidades. Pienso en las que van apareciendo de resultas de la imparable expansión del avión como medio de transporte.

Por ejemplo, las relacionadas con el idioma. Si uno tiene la mala suerte de viajar en una compañía extranjera cuya lengua desconoce, ya puede irse preparando. Y, si no, que se lo pregunten al pasaje del avión de Vueling con destino a Alicante que la pasada semana tuvo que abandonar a toda prisa el aparato en el aeropuerto París-Orly, justo antes del despegue, por el incendio de un motor, y que a duras penas acertó a comprender, durante la evacuación, las indicaciones del personal de a bordo. Desventajas de ser francófono y no entender ni papa de español.

Claro que también existen incomodidades de orden físico. O pueden existir en el futuro, si el presidente de Ryanair, Michael O’Leary, se decide a llevar a la práctica sus amenazas. Por ejemplo, la de cobrarle al viajero un suplemento por usar el baño del avión. O la de hacerle pagar por viajar sentado. O, en fin, la de penalizarlo por no ser, a su juicio, una persona suficientemente agraciada.

Y todo porque uno es isleño y, como a los pájaros, no le queda más remedio que volar.

ABC, 16 de agosto de 2009.

Volando, volando

    16 de agosto de 2009