Pero acaso lo más relevante de este periodo estival en que nos encontramos sea el cambio de paisaje. No me refiero ahora al paisaje físico, del que huimos casi por obligación para instalarnos durante un tiempo en otros mares, a ser posible del sur. No, me refiero al paisaje humano. Tanto si vivimos en un pueblecito como en una gran ciudad, y a poco que ambos emplazamientos posean algún atractivo, con la llegada del calor todo se trastoca. En el primer caso, la población aumenta de forma considerable; están los de siempre, que no tienen razones ni medios para marcharse, y están los advenedizos. En el segundo, por el contrario, se produce más bien un fenómeno sustitutivo. Los habituales, los de toda la vida, han emigrado temporalmente y han sido reemplazados por otras tribus, venidas de cualquier parte del mundo. De un modo u otro, el paisaje humano se ha modificado.
Y esa modificación, claro, trae consecuencias. Hace un par de domingos, por ejemplo, en una metrópolis mediterránea a la que vuelvo de tarde en tarde más por obligación que por placer, se me ocurrió coger un taxi. Cuando le indiqué al conductor —un hombre manifiestamente suramericano— la dirección, me contestó con suma amabilidad que le disculpara, pues era nuevo en la ciudad y no sabía dónde demonios paraba la calle en cuestión. Como yo tampoco sabía cómo llegar a ella, acabó dejándome en el punto de intersección entre sus conocimientos y los míos, esto es, a unas cuantas manzanas del lugar. Y, una semana más tarde, volvió a ocurrirme lo propio. Esta vez el taxista era manifiestamente magrebí, aunque igual de novato y amable que el del viaje anterior. Y esta vez tenía GPS. Lástima que antes de que lograra escribir en la pantalla el nombre de la calle solicitada estuviéramos un buen rato perdidos en la noche metropolitana.
Ya ven, todo muda. Empezando por uno mismo, claro.
ABC, 2 de agosto de 2009.