Pero la mayoría no es toda la gente, claro. Siempre hay —incluso en estos países— quienes se escudan en una libertad mal entendida para negarse a aceptar las reglas del juego. Eso sí, al actuar de este modo, se exponen, si les pescan, a que les caiga una multa de padre y muy señor mío, una de esas multas que no se olvidan y suelen tener, en el futuro, carácter disuasorio: o el infractor vuelve al redil y no reincide, o sigue tan rebelde como de costumbre, pero en otros parajes. Como los del sur, por ejemplo.
Y es que aquí, en esta España nuestra, aun cuando rijan, en según qué zonas, normas parecidas, una cosa es la ley y otra muy distinta su aplicación. Aquí, al contrario que allí, uno puede depositar la basura en la calle, de cualquier forma y a cualquier hora, sin que ninguna autoridad le llame al orden. Aquí, al contrario que allí, uno puede dormir en la plaza pública y hasta hacer sus necesidades a pleno sol sin que nadie se atreva siquiera a echárselo en cara. Aquí, al contrario que allí, uno puede armar jarana hasta las tantas y pasearse en uno de esos artefactos tuneados que amenazan con dejar a los demás medio sordos, y todo el mundo lo encuentra la mar de natural. Aquí, en fin, uno puede hacer lo que le venga en gana, por más que al hacerlo perjudique al prójimo, y, al contrario que allí, no pasa nada.
Para qué seguir. Aquí el desorden es la medida de todas las cosas. Y especialmente en verano, cuando el clima invita a cuantas expansiones nos pide el cuerpo y nos sugiere la mente. Y, si no, miren esos extremeños a los que la pasada semana no se les ocurrió otra cosa para acabar de celebrar una despedida de soltero que montarse en un remolque enganchado a un turismo e ir haciendo «trompos» por un recinto ferial. Hasta que se la pegaron, claro. ¿Y saben quién se llevó la peor parte? Pues ni más ni menos que el padre del novio y su futuro consuegro.
A eso se le llama predicar con el ejemplo.
ABC, 23 de agosto de 2009.