Si bien se mira, y a pesar de que en la propuesta es imposible no advertir un guiño al internado de la serie que con tanto éxito está emitiendo ya la cadena, la idea de encerrar en un recinto educativo a una veintena de adolescentes de 18 o más años capaces de pasar por estudiantes de 6º de bachiller y de someterlos a una enseñanza regida por principios como el orden o la disciplina, hasta el punto de que el propio colegio ha sido bautizado —confiemos en que algo severamente— como «San Severo»; esa idea, digo, trasciende por fuerza las lindes del internado y de los «sixties» en que se enmarca la acción para remitir a un asunto actualísimo: el de la autoridad del profesor en el sistema público de enseñanza. O, si lo prefieren, el de la autoridad a secas, como fundamento de toda educación que se precie.
Cierto: los principios a los que aludieron los responsables del concurso en la presentación a la prensa distan mucho de ilustrar lo que se entiende por autoridad en sentido lato. Se quedan cortos, vaya, por lo que los espectadores pueden llegar fácilmente a la conclusión de que, tal como suelen pregonar los pedagogos al uso, la autoridad, en definitiva, viene a ser lo mismo que el autoritarismo. Y, aun así, el orden, la disciplina —y el consiguiente respeto que se deriva de su ejercicio—, son instrumentos indispensables en cualquier proceso educativo. Por eso es de esperar que en el programa televisivo profesores y alumnos se traten de usted. Que todos vistan con corrección. Que no vuelen objetos identificados o sin identificar de una mesa a otra. Que nadie eructe ni suelte ventosidades. Que los alumnos contesten de forma adecuada cada vez que el profesor les pregunte algo. Y, sobre todo, que, en caso de infringirse una cualquiera de estas normas, el infractor sea debidamente reconvenido y sancionado.
Aunque todos sepamos, en el fondo, que lo que vemos en la pantalla no deja de ser una triste ficción.
ABC, 9 de agosto de 2009.