Entre las conclusiones aprobadas la semana pasada en Bruselas por el Consejo Europeo en relación con la crisis económica, están las referidas a España. En síntesis, el Consejo le pide a nuestro país que acometa cuanto antes las reformas pendientes —lo que viene a significar, pues somos arte y parte, que España se lo pide a sí misma—. Y el caso es que entre las muchas y variadas reformas que, según esas conclusiones, debemos acometer, destacan las educativas. A todos los niveles. Por un lado, hay que reducir drásticamente el fracaso escolar y aumentar de forma considerable el número de bachilleres. Por otro, hay que adaptar con urgencia la universidad a las exigencias del proceso de Bolonia. Y, además, lo mismo en un caso que en otro, hay que hacerlo con una visión de conjunto, sin que ninguna autonomía quede descolgada, como si eso que llamamos España fuera en verdad un Estado indiviso.

Es cierto que el Consejo se limita a pedir. Pero no deja de resultar significativo que sus peticiones incluyan la necesidad de una reforma del sistema educativo. Si algo hemos tenido en España en los últimos años y en este terreno, han sido precisamente reformas. Tres en dos décadas —por no recular más en el tiempo—. Primero fue la LOGSE en 1990, de gran calado; luego, la efímera y desventurada LOCE en 2002, y finalmente, en 2006, la LOE, versión actualizada de la primera de las tres. Así pues, salvo el breve periodo en que estuvo vigente la LOCE —que devolvía al modelo de enseñanza algo de cordura—, no hemos hecho sino revolucionar los pilares tradicionales del sistema, hasta el punto de que hoy en día, vistos los resultados del proceso, puede afirmarse, emulando las viejas palabras de Alfonso Guerra y confirmando su pronóstico, que la educación en España ha cambiado tanto que ya no la conoce ni la madre que la parió.

En esas condiciones, ¿qué reforma puede emprenderse para tratar de que los jóvenes españoles —como ocurre en la gran mayoría de los países de la Unión y del mundo desarrollado— finalicen sus estudios obligatorios con un bagaje suficiente y una orientación adecuada para afrontar, o bien la enseñanza posobligatoria e incluso la superior, o bien la formación profesional? Pues, ciertamente, no una reforma que abunde en lo ya existente, en esa costumbre de ir facilitando la promoción de curso en curso aunque el alumno no sepa nada, en ese aprobar suspendiendo, hasta que llega el momento fatal —no importa si en los primeros o en los últimos peldaños— en que se pierde pie.

Claro que, para eso, el Consejo Europeo debería empezar dando ejemplo y no permitiendo que España, en tanto que país miembro, siguiera aprobando y, a un tiempo, suspendiendo.

ABC, 29 de marzo de 2009.

Aprobar suspendiendo

    29 de marzo de 2009