Con todo, no estamos ante una práctica demasiado extendida. Al menos en España, donde sólo afecta a 2.000 familias, muy pocas en comparación con las 400.000 del conjunto de Europa o con los dos millones de Estados Unidos. No obstante, lo más sorprende no es esto; lo más sorprendente es que la educación en casa no esté regulada, cuando sí lo está en casi todos los países europeos y, en especial, en los más ricos. Porque esta es otra. En los países donde más consolidada está esa modalidad educativa, más consolidado está el régimen de libertades. O sea, el respeto a los derechos fundamentales y, entre ellos, el de los padres a educar a sus hijos. Y quien dice el respeto dice su estricta observancia. Por eso en todos estos países la responsabilidad del Estado en materia educativa no entra en contradicción con la de los padres para con sus hijos. O, lo que es lo mismo, no entra en contradicción con la libertad.
Claro que todavía puede extraerse otra lección de esa tendencia. Y es que allí donde la enseñanza obligatoria ha hecho ya todo el recorrido imaginable, allí donde está ya garantizada la escolarización de todos y cada uno de los ciudadanos hasta una edad más que suficiente —aunque no dudo que habrá siempre quien aspire a extenderla hasta la mismísima edad de jubilación—, allí, para aspirar a una educación distinta, a una enseñanza verdaderamente humanística, a lo que algunos llaman aún la excelencia, no queda más remedio que abandonar las aulas y encerrarse en casa. Y contar, claro, con que papá y mamá no hayan olvidado las tablas de multiplicar.
ABC, 1 de marzo de 2009.