Celestino Corbacho, ministro de Trabajo del Gobierno de España, ha anunciado que en 2010, de proseguir la actual cuesta abajo, habrá que congelar el sueldo de los funcionarios. No de todos, ha precisado; sólo de los más pudientes, de los que ganen por encima de los 30.000 euros anuales.

Confieso que llevaba tiempo esperando el anuncio. No exactamente en estos términos, pero sí el anuncio. A decir verdad, cada mañana, después de oír el parte económico habitual, no podía sino preguntarme por qué tardaban tanto en proclamar lo irremediable. Y conste que nada tengo contra los funcionarios. Pero si la crisis está barriendo empresas enteras y cientos de miles de puestos de trabajo, lo mínimo que cabe exigirle al Estado es que predique con el ejemplo. Por supuesto, no estoy abogando aquí por el «lock out» empresarial o por la reducción de plantilla, ni estoy propugnando que la Administración ponga de patitas en la calle a su propia mano de obra —aunque una cierta rebaja de efectivos, qué quieren, tampoco vendría mal—; lo que sostengo es que resulta injusto que el trabajador normal y corriente se halle cada vez más a la intemperie mientras el funcionario, parapetado en su contrato vitalicio y en sus convenios, sigue al abrigo del vendaval.

Por eso celebro que el Gobierno se decida por fin a dar el paso. Y más lo celebraría si la decisión incluyera a todos los trabajadores de la Administración, sin distinción de ingresos. ¿O acaso la crisis distingue entre los ciudadanos que ganan más y los que ganan menos? ¿Y qué me dicen de los autónomos? No, la congelación debería afectar a todo el cuerpo, a esos tres millones de funcionarios que, según parece, hay en España, una vez sumados los de las distintas administraciones —central, autonómica y local—. Y el ahorro que la medida representaría para las arcas del Estado en cualquiera de sus múltiples ramificaciones debería servir para paliar en lo posible la desgracia ajena. Que no es poca y que fatalmente será mucho más.

Bien mirado, esa renuencia a tomar medidas desagradables —que tanto contrasta, por cierto, con la determinación mostrada en 1997 por el primer Gobierno Aznar al congelar el sueldo de los funcionarios para cumplir con los criterios de Maastricht— no es sino un exponente de la deriva a que conduce el espejismo del Estado benefactor. En los últimos años, los distintos gobiernos socialistas no han hecho otra cosa que alimentarlo, multiplicando los subsidios y descartando las reformas, amamantando al ciudadano y ahorrándole cualquier quebranto. Tal vez por ello España es a día de hoy, con tres millones y medio de parados, si no más, el país de la Unión Europea con un

ABC, 8 de marzo de 2009.

El Estado benefactor

    8 de marzo de 2009