Pues no, no se lo habían enseñado. Peor: le habían enseñado que eso del tratamiento era una antigualla. Y lo habían hecho por vía de ejemplo, que constituye, en definitiva, la forma más eficaz de enseñar algo. En la escuela pública, y no tan pública, todo el mundo se llamaba de tú. No importaba la edad, el nivel o la categoría; no importaba si uno era alumno, maestro, director o conserje. Allí no había clases, ni de un tipo ni de otro. Sólo una gran hermandad. La renovación pedagógica así lo requería. Y la renovación pedagógica, claro está, no era sino el primer estadio de un proceso de renovación infinitamente mayor.
De todo esto hará unos veinte años. Mucho tiempo, sin duda. El suficiente, como mínimo, para que la sociedad española —y en especial la urbana, donde el núcleo familiar cada vez ejerce menos contrapeso— haya ido resquebrajándose a marchas forzadas. El espejismo de la igualdad ha hecho fortuna, hasta el punto de que ya se ha vuelto habitual la imagen de un camarero —joven, por lo general— soltándole a un cliente de edad indefinida, en la terraza de un bar, el correspondiente «¿Qué te pongo?» O la de un locutor telefónico, de una empresa cualquiera, recurriendo al tuteo para comunicarse con su desconocido interlocutor. O la del propio presidente del Gobierno —siempre atento a los ismos y a los seísmos de la moda— dirigiéndose por televisión, con el tú de rigor, a unos ciudadanos a los que no ha visto en su vida.
La educación tiene mucho que ver con la distancia que alcanzamos a poner entre nosotros y los demás. De ahí que ignorar esa distancia tratando a todo el mundo de tú signifique estar renunciando, a un tiempo, a la educación misma. Aunque, si bien se mira, no parece que a nadie preocupe semejante renuncia. Y así nos va, claro.
ABC, 30 de noviembre de 2008.