Y es que el truco, faltaría más, no se ve. Resulta que los zapatos de todos los grandes hombres bajos llevan una suerte de cuña en el interior, de modo que no hay forma de descubrir dónde demonios está la trampa, a menos que uno establezca con ellos cierta intimidad —me refiero a los zapatos, por supuesto—. Y no sólo la llevan los de estos hombres sin par; también los de cualquiera que desee andar de acá para allá con esas alzas mágicas y pueda, claro, costearse el capricho.
De todos modos, lo que a mí me sorprende no son esos manejos, sino las condiciones de inferioridad en que se hallan, en este terreno, las mujeres, y muy especialmente las bajas. Piensen, por un momento, en los tacones femeninos que ahora están en boga —que es como decir en Vogue—. Da igual si son de aguja o un puro mazacote; lo importante es la altura. ¿Qué hacen allí arriba las mujeres, más que llamar la atención? Y sin ningún disimulo, puesto que aquí las alzas, además de verse, se exhiben. Y, con los tacones, los pies.
No hace falta advertir que he sido siempre partidario de la libertad. Pero, o todos moros, o todos cristianos. Si existe una ley de igualdad, una ley punta, caracterizada por su indiscutible transversalidad, habrá que aplicarla en cualquier circunstancia, digo yo. Y el calzado no tiene por qué permanecer al margen. Me parece denigrante que a la mujer no le quede más remedio que enseñarlo todo para darse la ilusión de estar creciendo y que el hombre, en cambio, pueda lograr lo mismo sin exponerse a comentario alguno sobre la belleza del tacón o, lo que es peor, sobre la forma de los pies o el cuidado de las uñas.
Venga, ministra, tome nota, que, como ha demostrado sobradamente, usted sí que puede.
ABC, 21 de junio de 2009.