Así, Gustavo Martín Garzo considera que «no leemos porque queramos escapar del mundo, ni para sustituirlo por otro hecho a la medida de nuestros deseos, sino para ser reales», de lo que se deduce, entre otras consideraciones, que toda esa juventud de nuestros días que no lee ni un miserable libro está condenada a vivir, de forma irremisible, una vida de ficción. Y Eric-Emmanuel Schmitt, por su lado, cree que «la meta de la literatura es que lo desconocido se haga conocido, que lo extraño y lejano se vuelva cercano», con lo cual confiere a la operación de leer una utilidad fuera de toda duda, a menos que uno prefiera seguir —y este es el caso, por desgracia, de muchos de nuestros congéneres— en la más pura inopia.
Pero la aportación más singular a la pragmática literaria proviene, a mi juicio, de un escritor catalán, Lluís-Anton Baulenas. Y no por catalán —aunque no descarto que exista alguna relación entre el país natal y el fondo de su pensamiento—. Sostiene Baulenas que «la creación hoy en día tiene que fortalecer el criterio y la personalidad de los ciudadanos» y que él se toma el oficio de escritor «como un servicio público». O sea, como si de una empresa de autobuses se tratara, sólo que transportando el ánimo en vez del cuerpo. No sé si reparan en la trascendencia de semejante propósito. Dejemos a un lado, si les parece, el efecto que una tal doctrina pueda llegar a producir en unos lectores bastante bajos, por lo general, de defensas. Dejemos a un lado, incluso, los más que probables estragos en la literatura. No, lo que en verdad encuentro preocupante del planteamiento de Baulenas es otra cosa. ¿Se han parado a pensar adónde nos lleva que los escritores consideren su oficio un servicio público? Y quien dice escritores dice toda clase de artistas: pintores, escultores, ceramistas, actores, escenógrafos, guionistas, intérpretes y ejecutantes. ¿Se les ha ocurrido pensarlo? Yo, de ustedes, agarraría bien la cartera y no la soltaría ni borracho…
ABC, 14 de junio de 2009.