Entre los asuntos que no dependen del resultado de las elecciones que hoy nos ocupan está la legislación sobre el aborto. Aquí no hay unión —ni siquiera voluntad de que algún día la haya—. En este terreno, cada Estado es un mundo. Seguramente porque toda legislación sobre una materia que, aparte de afectar a la salud, afecta a las creencias religiosas y a las convicciones morales de un número significativo de ciudadanos, no puede sino reflejar la composición de la sociedad a la que atañe.

En lo tocante a España y los españoles, llevamos ya algunos meses enfrascados en un proceloso debate. El Gobierno, ya saben, está decidido a reformar la actual ley de interrupción del embarazo ampliando los plazos, modificando los supuestos y permitiendo que las menores de entre 16 y 18 años aborten sin consentimiento paterno. Al margen de otras consideraciones, lo más embarazoso del asunto —y el adjetivo conviene, qué duda cabe— es que esa reforma no parece obedecer a una demanda social. Quiero decir que no parece que una mayoría relevante de españoles vea con buenos ojos ese cambio de marco legal, al menos en los términos en que se ha planteado.

Para muestra, las encuestas de hace unos días. En cuanto a la conveniencia de la reforma, la sociedad está partida en dos. Y, en lo que respecta a la posibilidad de que las menores aborten sin autorización expresa de sus padres, esa misma sociedad se manifiesta claramente en contra de la medida —entre un 57 y un 70 por ciento se opone a ella—. Pero quizá lo más revelador sea que, entre los votantes socialistas, la oposición oscila ya entre el 43 y el 60 por ciento. Vaya, que el rechazo también afecta, y de qué modo, a quienes en marzo de 2008 prestaron su apoyo al partido hoy gobernante.

Lo cual tiene, claro, su explicación. Aunque amagaron con hacerlo, los socialistas no incluyeron la reforma de la ley del aborto en su programa electoral; tan sólo la promesa de fomentar una reflexión sobre la legislación vigente y supeditar cualquier posible modificación a la existencia de un amplio consenso. Con buen criterio, pues es muy probable que, de lo contrario, hubieran perdido votos y puesto en peligro su victoria. Una vez ganadas las elecciones, todo cambió. Se olvidaron del programa y ancha es Castilla.

Según parece, a estas alturas el Gobierno cuenta ya con los apoyos necesarios para convertir en otoño el proyecto de reforma en una nueva ley. Sólo la percepción de un fuerte desgaste entre sus propios electores podría llevarle a limar algunos aspectos de su propuesta. No importa: lo que mal empieza mal acaba. Tanto este Gobierno como los anteriores de Rodríguez Zapatero han dado sobradas pruebas de ello.

ABC, 7 de junio de 2009.

Algo que no depende
de Europa

    7 de junio de 2009