Considera Sam Abrams, y creo recordar que no es la primera vez, que existe un «caso Valentí Puig». A su juicio, resulta inconcebible que un escritor de la talla de Puig, «uno de los más inteligentes, cultos, sagaces, plurales, ágiles e irónicos de la literatura catalana contemporánea», reciba el trato que recibe por parte de la cultura del país. Es verdad. Es verdad que Valentí Puig es lo que Abrams dice que es —a su caracterización del escritor no le sobra ni un adjetivo— y es verdad que el trato a que lo ha sometido y lo somete la cultura del país es, como mínimo, ignominioso. Ahora bien, lo que ya no me atrevería a afirmar es que todo lo anterior resulte inconcebible. No, por desgracia, resulta más que concebible.

La mayoría de las razones que ayudan a comprender el porqué del «caso Valentí Puig» las da el propio Abrams en su artículo del pasado miércoles en el diario «Avui». Por un lado, el hecho de que Puig haya abandonado el ejercicio de la crítica literaria ha comportado, según el articulista, que la gente deje de temerle y, en consecuencia, de hacerle la rosca. Por otro, el que haya fijado su residencia en Madrid le ha alejado de los centros de decisión, por lo que, poco a poco, su obra ha ido quedando, si no olvidada, sí cuando menos marginada.

Pero Abrams también alude a otra clase de razones. A las de orden intelectual, por ejemplo —esto es, a la incomodidad que generan, en una cultura de vuelo tan gallináceo como la catalana, la inteligencia y el espíritu crítico del escritor—. O a las de orden ideológico. A su juicio, que Puig sea un conservador convicto y confeso es algo que la izquierda de este país, tan maniquea, no perdona. Sin duda. Baste recordar, en este sentido, su exclusión de la lista de Frankfurt. Pero el maniqueísmo —y en eso Abrams parece no reparar— no lo practica únicamente la izquierda. También la derecha nacionalista se entrega gustosa a ese juego sectario. Piénsese, por un momento, en los cordones sanitarios. O en la inclusión, en los Pactos del Tinell, de la famosa cláusula por la que los abajo firmantes se comprometían a no establecer pacto alguno con el Partido Popular ni en el Gobierno autonómico ni en el del Estado. Es cierto que todo eso lo promovió y lo suscribió la izquierda. Pero también lo es que, en la campaña de las pasadas elecciones autonómicas, a Artur Mas le faltó tiempo para pedirle hora al notario y ponerse a la altura de sus colegas.

Si en eso consiste la cultura política del país, ¿en qué quieren que consista la cultura a secas? En otras palabras: ¿cuántos miembros de esa cultura catalana denunciaron las prácticas mafiosas de su clase política? Peor aún: ¿cuántos las aplaudieron? No dudo que exista, como sostiene Abrams, un «caso Valentí Puig». Pero mucho me temo que no sea más que un triste y desgraciado ejemplo de un caso mucho mayor, el «caso Catalunya».

ABC, 13 de junio de 2009.

El caso Catalunya

    13 de junio de 2009