No sé qué opinarán ustedes, pero a mí eso de la correspondencia electrónica me parece fascinante. No me refiero ahora al tiempo que invertimos diariamente en leer y escribir los mensajes, ni siquiera a la dependencia que ha creado ya el invento en muchos de nosotros —baste recordar, por ejemplo, el pánico que se apoderó de millones de usuarios de gmail, hace tres meses, cuando a ese gestor de correo le dio por estarse tres horas, tres tristes horas, sin funcionar—; no, lo que me maravilla es la escritura. Y, antes incluso que la escritura, la disposición formal del texto. Nada más abrir el mensaje y sin apenas haber empezado a leerlo, uno ya sabe con quien se las tiene. Para entendernos, uno ya sabe si le están hablando —o gritando— o si le están escribiendo. En el primer caso, lo que uno ve es una masa informe, amazacotada, de letras; en el segundo, un cuerpo más o menos armado de sentido y, en definitiva, reconocible.

Por supuesto, esos dos modos de escritura pueden darse en una misma persona. Pero no suele ser habitual. Normalmente, el hablador va a lo suyo; y el escribidor, tres cuartos de lo mismo. Y hasta es posible que este último, en vez de contestar a vuelapluma, despache su correspondencia a una hora fija del día o de la noche —mejor de la noche—, como en la época en que todas las cartas que se mandaban y se recibían eran de papel. Aun así, está claro que el que escribe no escribe igual que antes. Ni queriendo lo haría. Y no sólo porque ha trocado la hoja de papel por la pantalla del ordenador o del teléfono móvil, sino porque la distancia entre su escritura y la correspondiente lectura también ha cambiado.

Antes uno escribía a sabiendas de que entre uno y otro momento mediaría una eternidad —y más en España, donde el correo ha sido siempre un aliado de la eternidad—; ahora, en cambio, ese tiempo es indefinido. Nadie sabe si le van a responder al punto o si van a tardar días o semanas. De ahí que coexistan, en el encabezamiento y en la despedida y cierre del mensaje, fórmulas de otro tiempo con soluciones indignas de un escrito. En el arranque, por ejemplo, aparte de los tradicionales «estimado» o «querido», menudean los «buenos días» o «buenas noches», e incluso el «hola» —que, según el humor y la vitalidad del escribidor, puede contar con el refuerzo de dos o tres puntos de exclamación, lo que equivale, como mínimo, a dos o tres sacudidas intempestivas—. Pero, donde las cosas se están sacando de quicio, es en el cierre. Y es que, al lado de los «besos» y «abrazos» de toda la vida, va penetrando, cada vez más, un «seguimos en contacto». Y lo peor no es eso. Lo peor es que quien así se despide es, por lo general, un indeseable.

ABC, 31 de mayo de 2009.

Seguimos en contacto

    31 de mayo de 2009
La noche de autos no estaba yo en ninguna de las cuatro capitales de provincia catalanas. Por no estar, no estaba siquiera en el Principado. Pero, por lo visto y leído, la cosa fue de órdago. Ahí es nada, 134 detenidos en una sola noche. Y 119 de ellos en el «Cap i casal». Son cifras de los Mossos y de la Guardia Urbana barcelonesa. Ignoro cuántos de ellos seguirán a estas alturas entre rejas, aunque mucho me temo que muy pocos, por no decir ninguno. Al fin y al cabo, la causa que los llevó a destruir farolas, cabinas de teléfono, marquesinas y todo cuanto encontraron a su paso, era una causa noble. ¡El Barça! ¡Nuestro Barça! Y, cuando la causa es noble, los métodos, las formas, los principios, son secundarios. Enteramente secundarios. Como los heridos —más de 200, según fuentes hospitalarias—.

Además, en consonancia con lo que cabe esperar de una sociedad subvencionada, hasta el transporte público barcelonés se sumó a la fiesta. No sólo modificando los horarios para que la turba pudiera desplazarse con comodidad, sino introduciendo en los vagones de metro una suerte de ambientación «ad hoc»: el himno del Barça. De este modo, los celebrantes podían dirigirse a su lugar de destino —ese pobre centro de la ciudad sometido en los últimos años a toda clase de vejámenes— con la adrenalina a tope. En realidad, y según relatan las crónicas, ya durante el trayecto muchos de los aficionados pusieron a prueba la fortaleza de los vagones, aporreando el techo sin contemplaciones y botando al son de las consignas más guerreras. Sin duda, había que calentar motores para llegar en óptimas condiciones al aquelarre callejero.

Pero todo eso, al cabo, tendría una importancia menor si los políticos catalanes hubieran estado aquel día donde tenían que estar. O sea, trabajando. Pero no. Todos modificaron sus agendas para que el partido no les pillara en el tajo. E incluso hubo uno, el consejero Francesc Baltasar, que prefirió irse a Roma antes que asistir a la inauguración de Carbón Expo 2009, una feria relacionada con el cambio climático y los gases invernadero que afecta de lleno a su Departamento y se desarrolla por vez primera en Barcelona.

Y, por si no bastaba con todo lo anterior, la televisión nos regaló unas imágenes absolutamente impagables. Así como el Reino de Inglaterra sólo estaba representado en el palco del Estadio Olímpico de Roma por el príncipe Guillermo, segundo en la línea de sucesión al trono, y por el subsecretario de Deportes, el de España contaba con la presencia del mismísimo jefe del Estado, del presidente del Gobierno, de los ministros catalanes del Gobierno, del presidente de la Generalitat, del presidente del Parlamento autonómico, del alcalde Barcelona y de todos los Baltasares habidos y por haber. Estando presente Don Juan Carlos, ¿qué demonios hacían allí los demás? Holgaban, por supuesto. Y con los gastos pagados. Y, encima, chupaban cámara. Y hasta cantarían por dentro, nota más, nota menos, el himno del Barça, de nuestro Barça. Del suyo, sin duda.

ABC, 30 de mayo de 2009.

Nuestro Barça

    30 de mayo de 2009
Es natural que la Asociación Española de Anunciantes ande preocupada. La decisión del Gobierno de suprimir la publicidad de Televisión Española les afecta de lleno. Según sus propios cálculos, con esta medida los anunciantes y sus colaboradores dejarán de percibir este año 300 millones de euros. Pero la preocupación del sector tiene también otras motivaciones, aparte de las económicas. Está la calidad, dicen. Cuanto más se achique el mercado, menos anuncios habrá. Y, si disminuyen los anuncios, disminuirá la variedad de la oferta y, en consecuencia, su calidad.

Sin duda. En eso la publicidad no es ninguna excepción. Si aumenta el número de unidades, aumenta a un tiempo el porcentaje de posibilidades de que alguna de esas unidades llegue a sobresalir. Ahora bien, al revés que los demás productos, la publicidad, y en particular la que se inserta en los medios de comunicación escritos y audiovisuales, tiene un carácter parasitario. Uno no suele conectar la televisión para ver los anuncios. Otra cosa es que los acabe viendo, y que encima le gusten. Pero la publicidad, en esencia, constituye siempre un pegote, un añadido. Con la tremenda paradoja, eso sí, de que en este caso quien costea la broma es el parásito y no el organismo donde este se aloja. Hasta el extremo de que, en lo tocante a las cadenas privadas, sin parásitos no existiría siquiera el organismo.

El problema surge cuando a uno la publicidad no le gusta y tiene que aguantarse, pues se la embuten en medio de un programa —o, peor aún, superpuesta a las propias imágenes del programa—. O cuando, por cada anuncio que sí le gusta, debe tragarse por lo menos veinte que le parecen horrendos. En este sentido, es muy probable que quienes se declaran enemigos acérrimos de la publicidad lo sean sobre todo del concepto. Y de su parte oscura. En otras palabras: es muy probable que, de poder escoger el anuncio, su consideración sería muy otra.

De ahí que haya que felicitarse por la aparición de la plataforma digital Adagreed (www.adagreed.com), de la que informaba el pasado domingo en estas páginas Cristina Jiménez Orgaz. Que uno pueda ver tan sólo la clase de publicidad que le interesa, y que además pueda juzgar lo que ve, supone un gran avance. Por un lado, rompe con el falso parasitismo a que aludíamos antes. Por otro, deja la iniciativa en manos del consumidor.

Y es que no existe nada tan sagrado, hoy en día, como el derecho a elegir. Sin duda porque la red, ese interminable menú a la carta, se ha convertido en el principal referente de muchos de nosotros. Y, así las cosas, ¿quién va a querer cargar con una sarta insoportable de anuncios pudiendo quedarse con el que realmente le interesa?

ABC, 24 de mayo de 2009.

Publicidad a la carta

    24 de mayo de 2009
La verdad es que enseguida le tuve presente. Si mal no recuerdo, fue Joan Vinyoli, poeta, quien me habló de él por primera vez. Y no muy bien, por cierto. Ramon Trias Fargas había sido jefe suyo en la Editorial Labor. O quizá aún lo era. Y Vinyoli, al que la vida había maleado, lo veía como la máxima expresión del poder. A su juicio, Trias representaba, lisa y llanamente, el Capital. Con mayúscula y, sobre todo, sin Marx. Y como en aquel tiempo se llevaba más lo segundo que lo primero —me refiero a lo que se llevaba en la cabeza; el bolsillo, por supuesto, era otra cosa—, la imagen que me quedó del personaje fue sumamente antipática.

Mi siguiente encuentro con la figura de Ramon Trias Fargas tuvo lugar al cabo de unos años, en la campaña de las elecciones municipales de 1983. En lo sucesivo, Trias sería para mí, aparte de lo que ya había sido —un nombre indisolublemente ligado al capital y a Jordi Pujol—, un himno, un himno de campaña. Empezaba así: «Ara tu tries el teu futur, / si tries Trias l’obtens segur…» El caso es que en aquellos comicios la mayoría de los electores no escogieron a Trias sino a Maragall, por lo que ese futuro hímnico sigue todavía ahí, pendiente. Y el caso es que luego me olvidé de Trias. Con una excepción: la del día aquel de 1989 en que me enteré de que había muerto a pie de obra, como en las tragedias.

Hasta hoy, en que por culpa de Jordi Amat y de su excelente biografía («Els laberints de la llibertat», La Magrana) —y sin duda también un poco, a qué negarlo, de mi creciente reconciliación con el capital—, he recuperado la memoria de Ramon Trias Fargas. Aunque mejor sería decir que por fin conozco al personaje. Porque lo que yo tenía en el recuerdo no era más que fachada. Y, encima, con el inevitable «trompe l’oeil» de aquellos años jóvenes.

Del libro de Amat pueden sacarse múltiples enseñanzas. Sobre el pasado, sobre el presente y sobre el futuro. Pero si algo se desprende de su lectura —algo que, por otra parte, compete por igual al ayer, al hoy y al mañana— es la imposibilidad de encajar en Cataluña a un gran carácter. Incluso si ese gran carácter es un catalanista a carta cabal. Como me dijo un día, sabiamente, mi amiga Anna Soler, en la cultura catalana cabe lo que cabe; o sea, poca cosa. Pues bien, en el terreno de la política ocurre tres cuartos de lo mismo. Trias era demasiado libre, demasiado independiente, demasiado orgulloso de sus ideas —y quizá también de su estirpe—; demasiado grande, en una palabra, como para plegarse a los designios de un partido cualquiera.

No es extraño que una de sus frases fetiche fuera, como nos recuerda Jordi Amat, la siguiente: «Si me dieran a escoger entre Cataluña y la libertad, escogería la libertad». Aunque ignoro si llegó a ser consciente de ello, le dieron a escoger, claro. Y así le fue.

ABC, 23 de mayo de 2009.

Ramón Trias Fargas

    23 de mayo de 2009
Ha llegado hasta mí a través de la red un pequeño ensayo sobre educación. Lo ha escrito Inger Enkvist, catedrática de español en la Universidad de Lund, y se titula «La influencia de la nueva pedagogía en la educación: el ejemplo de Suecia». Según leo en la página web de la propia Universidad, se trata de un trabajo reciente, del año en curso, editado por la Fundación de las Cajas de Ahorro en su colección Papeles de Economía Española, bajo la advocación de Víctor Pérez-Díaz.

Dicho lo cual, debo advertirles que el ensayo de Inger Enkvist no tiene desperdicio. Y no por las novedades que pueda aportar a quien ya conoce y padece el sistema educativo español, sino por la simple razón de que no puede aportar ninguna, como no sea la de comprobar que nuestros socialistas se han limitado a aplicar en este bendito país el mismo modelo que la socialdemocracia sueca había ya aplicado en el suyo. Punto por punto, sin olvidar un solo detalle. Uno sabía ya —le bastaba para ello con haber leído las memorias de Jean-François Revel y su imprescindible «La traición de los profes»— que lo de aquí era un triste apaño del patrón francés. Pero, claro, una cosa es un triste apaño y otra un plagio de padre y muy señor mío.

Para que se hagan una idea: desde 1969, que fue cuando se implantó en Suecia la enseñanza obligatoria hasta los 16 años, la política educativa de aquel país se ha regido por un nuevo modelo donde conceptos como la cohesión, la comprensividad y la igualdad —y la consiguiente impugnación de la diferencia, la jerarquía y el mérito— han arrumbado todo cuanto guardaba relación con la transmisión del conocimiento. De ahí que el foco de interés educativo se haya ido desplazando del «qué» al «cómo» —o, por decirlo al modo de los nuevos pedagogos, del «saber» al «saber hacer»—. No importa ya lo que el alumno aprenda o deje de aprender, el desarrollo de su espíritu crítico; sólo importan sus destrezas, sus habilidades.

Sobra añadir que a estas alturas, y tal como atestigua el informe PISA, a la enseñanza pública sueca le falta poco para entrar en barrena. Pues bien, ni aun así los últimos gobiernos socialdemócratas han querido dar su brazo a torcer. Ha tenido que llegar un gobierno de centro derecha para proponer una reforma de gran calado que, entre otras medidas correctivas, devuelve toda su importancia a la figura del profesor como transmisor del conocimiento.

En España, en cambio, no queda más remedio que aguantarse. Suerte que el presidente del Gobierno no olvida la educación y, con vistas al próximo curso, ya ha prometido un ordenador portátil a todos los alumnos de quinto de primaria. Para que vayan ejercitando sus habilidades, claro está.

ABC, 17 de mayo de 2009.

La supremacía del cómo

    17 de mayo de 2009
No le falta razón a José García Domínguez cuando afirma que existe una «complicidad activa de la sociedad local ante la fulminante expulsión del español de la vida pública». Y cuando, en consonancia con lo anterior, rechaza que la causa de esa expulsión haya que buscarla —como a menudo arguyen quienes se sienten víctimas de ella— en la contumacia con que los principales medios de comunicación catalanes se niegan difundir las denuncias del «acoso institucional contra el y lo español en Cataluña». En efecto, la cosa es mucho más compleja. O mucho más simple, según como se mire.

La reciente aprobación en comisión parlamentaria del Proyecto de ley de educación, que amenaza con consolidar en Cataluña una educación nacional, como si de un Estado se tratara, no ha merecido hasta ahora, en el capítulo opositor, más que cuatro declaraciones, un par de avisos y una respuesta publicitaria de brocha gorda —que ha dado pie, claro, al acostumbrado berrinche nacionalista—. Lo demás han sido parabienes, comprensión, mucha comprensión, y una notable indiferencia. ¿Por qué? ¿Por qué no se han alzado ya miles de voces reclamando lo que en justicia debería contener la ley y que, para no movernos de lo que aquí nos ocupa, podríamos definir como la garantía del derecho a elegir la lengua de enseñanza? ¿Por qué no se han convocado ya marchas, mítines, manifestaciones? ¿Por qué ni siquiera ha empezado ya una campaña de recogida de firmas?

Pues, la verdad, lo ignoro. Puede que sea por derrotismo —o por impotencia, que, al cabo, viene a ser lo mismo—. Y hasta puede que el problema haya sido de tiempo, de falta de tiempo. En todo caso, y sin descartar que en el futuro llegue a surgir alguna iniciativa movilizadora, lo realmente importante no es eso. Lo realmente importante son esas 18 familias que, según leo en «La Vanguardia» —que no cita la fuente, aunque todo indica que debe de tratarse de la propia Generalitat—, han solicitado que su hijo o sus hijos sean escolarizados en castellano. 18 familias en todo el curso y en toda Cataluña. Y, en los años anteriores, cifras parecidas.

No sé si son, en efecto, 18, o si son el doble o el triple. Pero no son muchas más, seguro. Por supuesto, la Administración, con sus tretas y sus falsas casillas, tiene parte de culpa en la insignificancia de la cifra. Si los padres, llegado el momento de matricular a sus hijos, dispusieran de toda la información, quizá no serían tan parcos en sus peticiones de atención individualizada. Pero lo seguirían siendo, seguro. Por un lado, porque a nadie le gusta singularizarse —y menos aún si la marca la va a llevar el hijo—. Y luego, porque después de tres décadas de construcción nacional, todos los ciudadanos de Cataluña han interiorizado ya para qué sirve cada lengua y, en especial, cuál es la del poder y la ascensión social. Así las cosas, qué quieren, uno tiene que ser muy tonto para no desear lo mejor para sus hijos.

ABC, 16 de mayo de 2009.

Dieciocho familias

    16 de mayo de 2009
Hace cosa de cuatro meses, Jordi Savall, el reputado musicólogo y viola de gamba, ofreció un concierto en un teatro del noreste de Mallorca. Al contrario de lo que en él es habitual, no lo hizo acompañado por la Capilla Real de Cataluña, sino tan sólo por un par de intérpretes. Vaya, que la música, en aquel contexto, sonaba de lo más íntima. Quizá por ello, al término de una de las primeras piezas y ante la sinfonía de toses con que parte del público iba acogiendo sus notas, se vio en la necesidad de pedir a los presentes que, ya que no podían abstenerse de toser —el invierno era rudo y los catarros generosos—, se taparan cuando menos la boca y, a ser posible, con un pañuelo.

Por supuesto, algunos, a partir de entonces, se esforzaron. Pero dudo mucho que la mayoría de los aludidos, aparte de considerar que los músicos. y en especial los famosos, son muy suyos, cayeran en la cuenta de que esa mano y ese pañuelo, además de amortiguar el ruido, amortiguaban otra cosa. Por ejemplo, unos gérmenes, más o menos nocivos, que ellos mismos expandían, sin ningún miramiento, por la sala. ¿Por maldad? No, por Dios, por simple costumbre. Al fin y al cabo, si uno necesita descargar —y, para el caso, da igual que esté en el teatro, en casa o en la calle—, ¿a qué pararse en barras? Y, quien dice barras, dice manos y pañuelos.

De ahí que no me sorprenda en absoluto que, entre las recomendaciones que la Organización Mundial de la Salud ha hecho públicas a fin de prevenir y combatir la actual epidemia de gripe, esté la de taparse la boca al toser o estornudar. Lo que sí me sorprende, en cambio, es que esa recomendación forme parte de un conjunto de directrices especialmente indicadas para «áreas pobres». Y no porque en estas zonas no sea necesaria, sino porque una tal precisión parece dar a entender que en el primer mundo, que es el nuestro, carece ya de utilidad, pues quién más, quién menos tiene ya asumido que a la gente no se le tose.

Nada más falso, por descontado. En los espacios públicos, a la gente se le tose, y cada vez más. Del mismo modo que se le escupe. Lo que no significa que, en la mayoría de las ocasiones, ese estornudo o ese escupitajo lleven aparejada una intención lesiva. No, se trata tan sólo de una expansión. Natural, por lo demás. ¿O no somos, al cabo, un producto de la naturaleza? Que haya alguien cerca y que ese alguien pueda sentirse molesto por semejantes desahogos es lo de menos.

Claro que no me extrañaría lo más mínimo que en adelante, con esa gripe del demonio, las cosas empezaran a cambiar y esos efluvios fueran, poco a poco, conteniéndose. Y es que, en el fondo, ni la higiene ni el respeto ni la educación pueden lo que puede el miedo.

ABC, 10 de mayo de 2009.

Taparse la boca

    10 de mayo de 2009
Desde que sé que la sardana va a ser declarada danza nacional, estoy que no salgo de mi asombro. ¿Que por qué? Pues, verán, por varios motivos. En primer lugar, por una cuestión de oportunidad. Dentro de nada van a cumplirse tres años de la aprobación del nuevo Estatuto. Y en ese Estatuto, en el artículo 8 de su Título Preliminar, puede leerse que «Cataluña (…) tiene como símbolos nacionales la bandera, la fiesta y el himno». Vaya, que no tiene la danza. Entonces, ¿a qué viene sacarla ahora? ¿Que se la olvidaron? Por favor, si después de tanto paripé estatutario, de tantas comisiones, de tantas ponencias, de tantas idas y venidas —de tanto mete y saca, en una palabra—, resulta que a nuestra clase política se le olvidó un símbolo, y no un símbolo cualquiera, sino uno nacional, qué quieren que les diga, apaga y vámonos, que ya va siendo hora.

Pero hay más. Más razones para el asombro. Muy bien, aceptemos que, en vez de una tríada simbólica, este país tiene cuatro pilares nacionales y que uno es la danza. Así las cosas, ¿por qué esa danza debe ser la sardana? La tradición, dirán ustedes. ¿La tradición? Será la de unas pocas comarcas pirenaicas. Lo demás —su extensión al conjunto del territorio— es obra del catalanismo finisecular, puro invento, como el propio catalanismo. Y si abrigan alguna duda sobre el particular, lean el muy documentado «La cultura del catalanisme», de Joan-Lluís Marfany, y la disiparán al punto. De ahí que la conversión de esa danza ritual —La Trinca «dixit»— en nacional goce de un sustento teórico parecido al que pudiera tener aquí y ahora la lambada. No sé, para danzas arraigadas y con posibilidades de optar al marchamo simbólico, ya tenemos la rumba, que es la mar de alegre. O la del oso, que tampoco desmerece en absoluto al país. Y quien dice al país dice a la nación, por supuesto.

Y aún existe un último motivo para el pasmo. La sardana es una danza que sólo puede bailarse correctamente si uno sabe contar. Sí, sí, para bailarla con cierto decoro no basta con dejarse llevar; hay que saber sumar y dividir. Si no, la imagen que uno da resulta, si cabe, todavía más penosa. Pues bien, dudo mucho que nuestras generaciones más jóvenes vayan a ser capaces de bailarla. Cuando menos a juzgar por las dificultades halladas por buena parte de los más de 60.000 alumnos de sexto de primaria en la prueba de matemáticas que han debido pasar esta semana y cuyo nivel era elementalísimo. Por no hablar, claro está, de los resultados que el informe PISA arroja cada tres años y que dan cuenta de la marmórea incompetencia de nuestros jóvenes de segundo ciclo de secundaria.

Pero, en fin, por más que algunos nos emperremos en discutir la mayor, habrá danza nacional y esta será la sardana. Del mismo modo que tenemos ya en Cataluña, desde que el jueves fuera aprobado en Comisión el proyecto de ley correspondiente, educación nacional.

ABC, 9 de mayo de 2009.

La nación y sus danzas

    9 de mayo de 2009
Parece que, poco a poco, la lucha contra el ruido va tomando cuerpo. No diré que estemos ante una gran cruzada, ante uno de esos vastos movimientos como el que tiene por señuelo el cambio climático y donde se juntan, todos a una, administradores y administrados; no, a tanto no llegamos —entre otras razones, porque la lucha contra el ruido carece de ese componente apocalíptico que mueve montañas—. Pero lo cierto es que los medios recogen cada vez más noticias sobre el particular. Generalmente, esas noticias hablan de quejas, de denuncias, de expedientes, de sanciones. Incluso puede darse el caso de que un ayuntamiento haya puesto en marcha un programa piloto para tratar de devolver algo de silencio a una zona concreta de su ciudad y, en consecuencia, lo publicite. Y hasta puede que ese programa piloto acabe derivando en un plan de actuación.

Con todo, el problema sigue ahí. Qué digo el problema; el problemón. Para convencerse de ello, bastará con un dato: hace cuatro años, un tercio de la población europea —o sea, 170 millones de habitantes— se hallaba expuesta a niveles de ruido superiores al límite recomendado por la OMS. Y, aunque en los últimos tiempos muchos gobiernos hayan tomado medidas para intentar paliar los efectos nocivos del tráfico, la industria y el ocio —los principales causantes de la contaminación acústica—, todo indica que esas medidas son insuficientes. A no ser, claro, que consideremos que la solución no estriba tanto en reducir la intensidad del fenómeno como en evitar que nos alcance.

Algo así sucede ya en España. A falta de otros remedios, la semana pasada se empezó a aplicar la nueva normativa sobre aislamiento de los hogares, que triplica las exigencias de insonorización vigentes hasta la fecha. Hay que felicitarse por ello, sin duda. En adelante, uno podrá comprarse un piso recién construido sin arriesgarse a que la televisión del vecino de al lado o la pelotita del pequeñín que vive arriba o las expansiones de la pareja de la casa contigua le amarguen la existencia. O, en fin, sin que se la amarguen tanto como ahora.

Sin embargo, ello no debería llevarnos a renunciar al exterior. No, la calle también es nuestra. O también debería serlo. Y en el espacio público —que es algo más que la calle, por supuesto— el ruido sigue muy presente. En realidad, vivimos en un mundo del que ya casi ha desaparecido el silencio. Y no es sólo el ruido, el problema. La gente no habla, grita. La música y sus sucedáneos no dan tregua: están en el coche, en el metro, en los bares, en las salas de espera. Y, así las cosas, a nosotros sólo se nos ocurre encerrarnos en casa, bien parapetados, y considerar que el ruido, claro, son los demás.

ABC, 3 de mayo de 2009.

El ruido de los demás

    3 de mayo de 2009
Parece que por fin va a hacerse realidad el sueño de Gaziel. El sueño de Gaziel era que existiera un día un periódico como «La Vanguardia» escrito en catalán. Por entonces —y hace de ello la friolera de 81 años—, el hombre que se pasó media vida clamando en el desierto y la otra media meditando en él dirigía ya el periódico. No en solitario, es cierto, pero lo dirigía. Quiero decir que sabía de qué estaba hablando. Sobre todo, porque ese sueño lo ceñía a un contexto muy nítido: el de la prensa en catalán. Sostenía Gaziel, con razón, que la prensa en catalán de la época —como la de hoy, por cierto— era toda ella prensa de partido. Y que la situación —de la lengua y de la prensa— no iba a normalizarse hasta que hubiera un periódico como «La Vanguardia» —o sea, un periódico de empresa, no partidista, destinado al gran público— que estuviera escrito en la lengua que tan animosamente reconstruía en aquellas fechas el químico Fabra.

Pero han pasado ocho décadas y la situación —de la lengua y de la prensa— ha cambiado. Cuando menos, a juzgar por las palabras de Jordi Juan, director adjunto de «La Vanguardia», que anunció esta semana en TV3 que dentro de un año tendremos «Vanguardia» en catalán. Es más: según él, de no haber sido por la crisis, a estas alturas ya la tendríamos. Lo que no aclaró el director adjunto es si la aparición del nuevo diario iba a comportar que ya no pudiera leerse «La Vanguardia» en castellano o si, al contrario, ambas ediciones iban a coexistir, como ya ocurre en el caso de «El Periódico». Sí indicó, en cambio, que, en un momento de crisis como el actual, «cuando se habla de la decadencia de Cataluña, hacer en catalán un diario que es un símbolo de Cataluña es una gran oportunidad y se tiene que hacer».

Ignoro si se tiene que hacer, como afirma Jordi Juan, pero no me cabe la menor duda de que sería estupendo que «La Vanguardia» pudiera leerse también en catalán. Si hay gente que quiere leer ese periódico, y que quiere leerlo en catalán, ¿por qué no complacerla? Eso sí, no a cualquier precio. Por de pronto, me gustaría saber cuánto les va a costar la broma a los catalanes. Porque les va a costar. Un paso así no lo dará el Grupo Godó —como no lo dio en su momento el Grupo Zeta— si no está seguro de contar con una subvención considerable por parte de la Generalitat. Y luego, claro, hay otra cosa que me gustaría saber, y es si la introducción de otra lengua va a comportar la introducción de otro modelo de periódico. Porque, de lo contrario, el sueño aquel de Gaziel volverá a desvanecerse. Y es que, a día de hoy, «La Vanguardia» está lejos de parecerse al diario con el que Gaziel soñaba y cuyo principal requisito debía ser, según sus propias palabras, «no estar inspirado por ningún catalanismo».

ABC, 2 de mayo de 2009.

La prensa en catalán

    2 de mayo de 2009