Por supuesto, esos dos modos de escritura pueden darse en una misma persona. Pero no suele ser habitual. Normalmente, el hablador va a lo suyo; y el escribidor, tres cuartos de lo mismo. Y hasta es posible que este último, en vez de contestar a vuelapluma, despache su correspondencia a una hora fija del día o de la noche —mejor de la noche—, como en la época en que todas las cartas que se mandaban y se recibían eran de papel. Aun así, está claro que el que escribe no escribe igual que antes. Ni queriendo lo haría. Y no sólo porque ha trocado la hoja de papel por la pantalla del ordenador o del teléfono móvil, sino porque la distancia entre su escritura y la correspondiente lectura también ha cambiado.
Antes uno escribía a sabiendas de que entre uno y otro momento mediaría una eternidad —y más en España, donde el correo ha sido siempre un aliado de la eternidad—; ahora, en cambio, ese tiempo es indefinido. Nadie sabe si le van a responder al punto o si van a tardar días o semanas. De ahí que coexistan, en el encabezamiento y en la despedida y cierre del mensaje, fórmulas de otro tiempo con soluciones indignas de un escrito. En el arranque, por ejemplo, aparte de los tradicionales «estimado» o «querido», menudean los «buenos días» o «buenas noches», e incluso el «hola» —que, según el humor y la vitalidad del escribidor, puede contar con el refuerzo de dos o tres puntos de exclamación, lo que equivale, como mínimo, a dos o tres sacudidas intempestivas—. Pero, donde las cosas se están sacando de quicio, es en el cierre. Y es que, al lado de los «besos» y «abrazos» de toda la vida, va penetrando, cada vez más, un «seguimos en contacto». Y lo peor no es eso. Lo peor es que quien así se despide es, por lo general, un indeseable.
ABC, 31 de mayo de 2009.