Entre las conclusiones aprobadas la semana pasada en Bruselas por el Consejo Europeo en relación con la crisis económica, están las referidas a España. En síntesis, el Consejo le pide a nuestro país que acometa cuanto antes las reformas pendientes —lo que viene a significar, pues somos arte y parte, que España se lo pide a sí misma—. Y el caso es que entre las muchas y variadas reformas que, según esas conclusiones, debemos acometer, destacan las educativas. A todos los niveles. Por un lado, hay que reducir drásticamente el fracaso escolar y aumentar de forma considerable el número de bachilleres. Por otro, hay que adaptar con urgencia la universidad a las exigencias del proceso de Bolonia. Y, además, lo mismo en un caso que en otro, hay que hacerlo con una visión de conjunto, sin que ninguna autonomía quede descolgada, como si eso que llamamos España fuera en verdad un Estado indiviso.

Es cierto que el Consejo se limita a pedir. Pero no deja de resultar significativo que sus peticiones incluyan la necesidad de una reforma del sistema educativo. Si algo hemos tenido en España en los últimos años y en este terreno, han sido precisamente reformas. Tres en dos décadas —por no recular más en el tiempo—. Primero fue la LOGSE en 1990, de gran calado; luego, la efímera y desventurada LOCE en 2002, y finalmente, en 2006, la LOE, versión actualizada de la primera de las tres. Así pues, salvo el breve periodo en que estuvo vigente la LOCE —que devolvía al modelo de enseñanza algo de cordura—, no hemos hecho sino revolucionar los pilares tradicionales del sistema, hasta el punto de que hoy en día, vistos los resultados del proceso, puede afirmarse, emulando las viejas palabras de Alfonso Guerra y confirmando su pronóstico, que la educación en España ha cambiado tanto que ya no la conoce ni la madre que la parió.

En esas condiciones, ¿qué reforma puede emprenderse para tratar de que los jóvenes españoles —como ocurre en la gran mayoría de los países de la Unión y del mundo desarrollado— finalicen sus estudios obligatorios con un bagaje suficiente y una orientación adecuada para afrontar, o bien la enseñanza posobligatoria e incluso la superior, o bien la formación profesional? Pues, ciertamente, no una reforma que abunde en lo ya existente, en esa costumbre de ir facilitando la promoción de curso en curso aunque el alumno no sepa nada, en ese aprobar suspendiendo, hasta que llega el momento fatal —no importa si en los primeros o en los últimos peldaños— en que se pierde pie.

Claro que, para eso, el Consejo Europeo debería empezar dando ejemplo y no permitiendo que España, en tanto que país miembro, siguiera aprobando y, a un tiempo, suspendiendo.

ABC, 29 de marzo de 2009.

Aprobar suspendiendo

    29 de marzo de 2009
Un buen amigo mío me envía un par de fotos. Las ha hecho él mismo, a comienzos de mes, en uno de sus paseos por la parte vieja de Barcelona. Según me cuenta, están tomadas en el edificio que alberga las Facultades de Filosofía y de Geografía e Historia de la Universidad de Barcelona (UB), en una especie de patio longitudinal que hace las veces de pasaje entre las calles Montalegre y Ramalleres. Observo la primera foto. Una acera bastante ancha y, al fondo, una pared con una pintada. «Fora grisos», proclama. Sí, lo que leen.












En pleno 2009, con los Mossos arreando que da gusto, a los estudiantes —porque todo indica que han de ser estudiantes, los autores de la frase— no se les ocurre otra cosa que echar mano de la historia. ¡Los grises! Madre mía. ¿Qué sabrán esos chavales de aquella policía del franquismo y los albores de la Transición, y de sus malos modos? Nada, aparte de las batallitas que les hayan podido contar, los días de asueto y tras alguna copa, sus papás. Pero da igual, fuera grises. Puestos a emular a sus mayores, podían haber escrito: «¡Fora les forces d’ocupació!».












Paso a la segunda foto. Se trata también de una pintada, si bien ahora en primer plano. A juzgar por el contexto, no debía de estar muy lejos de la anterior. Reza así: «Mai més gris. El gris és el color de la seva democràcia». Acabáramos. O sea que el gris de antes no era, como podía presumirse, el gris de antes, sino el de hoy, el de esa democracia que no es la de los autores de la pintada y sí la nuestra. Por eso había que echar al dichoso color de la universidad. Por eso, en fin, el tan manido «nunca más».

Lástima. Más nos hubiera valido que los grises en cuestión fueran los históricos, los de las sobremesas de papá y mamá; los nuestros, en una palabra. Por supuesto, no seré yo quien abogue por seguir dándole vueltas al pasado, por tirar del hilo de la memoria a discreción. Pero prefiero mil veces esa clase de juegos a los que consisten en poner la democracia a los pies de los caballos o, lo que es lo mismo, en relativizar hasta tal punto el concepto que este acaba perdiendo todo su valor.

Si bien se mira, no existen ya en nuestras universidades otras fuerzas de ocupación que las constituidas por unas minorías tan insignificantes como activas de estudiantes, amparadas en la interesada inacción de algunos órganos rectores. Las propias facultades de la UB comprendidas entre las calles de Montalegre y Ramalleres son un ejemplo de ello. Para desgracia de quienes pretenden cursar allí sus estudios, el historial de coacciones empieza a ser considerable. Esta semana, sin ir más lejos, una cincuentena de presuntos discentes se han encerrado en el recinto y han impedido el desarrollo de cualquier actividad académica. Será que, como dice la canción, de colores se visten los campus en la primavera…

ABC, 28 de marzo de 2009.

Fuerzas de ocupación

    28 de marzo de 2009
No sabría decir si la lectura del poema fue antes o después del juego. Y, en el caso de que fuera antes, si tuvo o no tuvo alguna influencia en lo que vino después. Sea como sea, de algo estoy seguro: yo jugué, de joven, a lo mismo a lo que jugó, también de joven, Arthur Rimbaud. A colorear vocales. Pero no como esos niños que, armados de un haz de lápices, van rellenando la tripa de unas letras cuyos contornos aparecen impresos en una hoja de papel. No, lo mío era de palabra. Como lo de Rimbaud y su poema —salvadas sean, claro, todas las distancias—. Yo le asignaba a cada vocal un color. Su color, el que yo veía irremediablemente unido, como un halo, a la letra. Y lo comentaba con los compañeros de clase. Con aquellos a los que les ocurría lo propio, a veces coincidíamos en la asignación de ciertos colores —que si la a era roja, por ejemplo, o la e verde— y a veces no. La discusión, si la había, podía alargarse de forma indefinida. Eso sí, detrás de cada apareamiento no existía razonamiento alguno. Sólo la percepción de cada cual, intransferible. Supongo que no hace falta añadir que, del mismo modo que yo no era Rimbaud, tampoco mis asociaciones eran en absoluto las de su poema.

Todo lo anterior me ha venido a la memoria después de leer el interesante reportaje que P. Quijada publicó el pasado sábado en el suplemento «Salud» de ABC. Resulta que lo que yo experimentaba entonces —y lo que experimentaban, claro, cuantos como yo jugaban a aquel juego— era una especie de sinestesia. Modesta, ciertamente, y algo tangencial, pero sinestesia al cabo. Nosotros no veíamos colores en las palabras, pero sí en ciertas letras. Lo que ya no me atrevería a afirmar es que la relación se estableciera, como parece preceptivo, entre el sonido de la vocal y el color que dicha vocal traía apareado. O sea, entre sentidos. No, yo creo que lo nuestro era más bien producto de la imaginación. Nos concentrábamos en una vocal y, a fuerza de concentrarnos, a esta le salían, como si dijéramos, los colores. En cambio —y confieso que el hallazgo ha supuesto para mí una revelación—, una de las personas sinestésicas que aparecen en el reportaje de Quijada ha estudiado Bellas Artes, por lo que es muy probable que se dedique hoy en día a la pintura. En tal caso, esa persona no hará sino mezclar colores y crear con ellos sensaciones que van mucho más allá de las estrictamente visuales. Es decir, pondrá en práctica una destreza natural —sin que ello quite, claro, un ápice de valor a lo que su talento acabe destilando—.

Y luego vendremos los demás y, al contemplar el resultado de su trabajo, nos asombraremos de lo que la imaginación, la muy puñetera, habrá sido capaz de producir.

ABC, 22 de marzo de 2009.

Más allá del gris

    22 de marzo de 2009
Aunque en una semana como la actual resulte inevitable referirse al desenlace —provisional— del movimiento de protesta contra el proceso de Bolonia o, si lo prefieren, a la esperpéntica gestión del conflicto llevada a cabo por el rector de la Universidad de Barcelona, quien, tras afirmar durante cuatro meses que no sería él quien mandara desalojar a los estudiantes encerrados en la planta noble del edificio de la plaza Universidad, ordenó este miércoles su expulsión, lo que acabó convirtiendo las calles del centro de la ciudad en el escenario de una batalla campal entre los multigrabados «Saura’s boys» y cualquiera que se les pusiese a tiro o a porrazo, con el resultado —también provisional— de ochenta heridos de toda clase, edad y condición; aunque en una semana como la actual, digo, resulte inevitable referirse a ello, uno no tiene más remedio que dedicar esta columna a otro asunto, mucho más trascendente si cabe. Sí, hay que hablar, por desgracia, de las prohibiciones. O, lo que es lo mismo, de la imposibilidad —presente y futura— de que los ciudadanos de Cataluña puedan ejercer, como tales, sus derechos.

Por un lado, el Ayuntamiento de Barcelona, a través de su empresa pública de transportes (TMB) y esta, a su vez, a través de la empresa privada Promedios —única adjudicataria de cuantas campañas de publicidad vienen haciendo en los últimos años los transportes públicos barceloneses—, ha prohibido a la Asociación por la Tolerancia la difusión, en una línea metropolitana de autobús, de una campaña en la que se reclamaba la aplicación de la reciente sentencia del Tribunal Supremo por la que la Generalitat está obligada a incluir en los impresos de preinscripción en la primera enseñanza un casillero mediante el cual los padres puedan escoger la lengua de escolarización de sus hijos. La campaña llevaba, lleva, un lema americanamente hermoso: «Sí, puedes elegir: ¡tienes derecho!». Pues no, este no lo tienes. Sigues sin tenerlo. Y al alcalde de la ciudad no se le han ocurrido, para justificar la prohibición, más que zafias razones. Entre ellas, una antológica: a su juicio, los promotores, con su iniciativa, no pretendían otra cosa que hacerse la foto. Que alguien que se pasa todo el santo día haciéndose fotos a costa del erario público acuse a una pobre y modesta asociación ciudadana de hacerse la única foto que no ha logrado hacerse —es decir, la del autobús con la campaña—, no es sino el colmo de la desfachatez.

Esto por un lado. Por otro, el Parlamento autonómico, gracias a la siempre efectiva transversalidad del nacionalismo —o sea, de todos los grupos menos PP y Ciutadans—, acaba de introducir, en el artículo de la Ley de Educación donde figuran los principios en que va a inspirarse el sistema educativo, el siguiente engendro: «El cultivo del sentido de pertenencia como miembros de la nación catalana». Sí, lo que leen —pero en catalán, claro—. No consta que en otra parte del articulado hayan prohibido expresamente el derecho a la libertad. Aunque todo se andará, no lo duden.

ABC, 21 de marzo de 2009.

Derechos y prohibiciones

    21 de marzo de 2009
No se alarmen. No me refiero a este juego. O, mejor dicho, sí me refiero a él, pero no en el sentido que suele darle la gente, sino en el que le daba una campaña ya lejana del Ministerio de Sanidad en la que se veía a un presunto abuelito ofrecerle a su presunta nieta un medicamento que acababa de sacar de lo que parecía un botiquín. Como soporte de la imagen, podía leerse: «Todavía hay gente que sigue jugando a los médicos». Y, algo más abajo, el lema de la campaña: «La salud no es ningún juego».

Por supuesto. Lo que no impide, claro, que cinco años más tarde la gente siga jugando a lo mismo, que es como decir que sigue medicándose o medicando al prójimo sin tener licencia para ello. ¿Por qué razón? Pues, en primer lugar, porque nada hay tan cómodo como resolver los problemas al instante, sin encomendarse a Dios ni al diablo, y en especial cuando estos problemas guardan relación con el malestar o el dolor. Y luego, porque, obrando de este modo, uno se ahorra la visita al médico. O sea, colas y gestiones. O sea, tiempo.

Y es que, por más que la sanidad pública haya mejorado en las últimas décadas, sigue dejando mucho que desear. Los ambulatorios no dan abasto, los servicios de urgencias están colapsados, las intervenciones quirúrgicas se posponen «sine die». Faltan médicos, aseguran los expertos. Sin duda. Pero también sobran enfermos. Y como lo primero parece más fácil de remediar que lo segundo, los responsables de nuestro sistema sanitario se aplican en ello. O, mejor dicho, ponen el grito en el cielo, que no otra cosa es lo que hizo la semana pasada el ministro del ramo, Bernat Soria, al afirmar que en 2025 vamos a necesitar 25.000 médicos más para cubrir las necesidades de la población. Y al proponer, como solución a esa carencia, un plan de choque entre cuyas medidas figuran el aumento del número de plazas en nuestras facultades de Medicina, la contratación de profesionales extranjeros o la repatriación de los médicos españoles que un buen día decidieron emigrar en busca de mejor suerte.

Por descontado, la aplicación de estas y otras medidas puede ser efectiva. Pero también puede serlo, insisto, una política que tenga como objetivo la reducción del número de enfermos. O, si lo prefieren, la detección precoz de los imaginarios, de los que, al menor síntoma, se plantan en el ambulatorio o, peor aún, en el servicio de urgencias de un hospital. ¿Y saben cómo puede lograrse, esa disminución? Pues muy sencillo: haciendo pagar a cada ciudadano una cantidad simbólica cada vez que acuda al médico. Ya verán como más de uno se lo piensa dos veces antes de ir. Y es que la salud —lo recordaba aquella campaña ministerial— no es ningún juego.

ABC, 15 de marzo de 2009.

Jugando a los médicos

    15 de marzo de 2009
Entre los muchos regalos informativos de la semana está una sentencia. Y no del juez Garzón, precisamente. La sentencia es del Tribunal Supremo, de la Sección Cuarta de lo Contencioso-Administrativo, y trata del recurso interpuesto por la Federación Española de Religiosos de Enseñanza Titulares de Centros Católicos (FERE-Ceca) contra el Real Decreto de 2 de noviembre de 2007 por el que se establecía la estructura del actual Bachillerato y se fijaban sus enseñanzas mínimas. Y digo que la sentencia constituye un regalo porque nunca tan pocos folios —no más de una quincena efectivamente escritos— han dado para lecciones tan provechosas.

La primera lección tiene que ver, claro, con el fallo de la sentencia. O sea, con la anulación del apartado segundo del Artículo 14 del Real Decreto, el que permitía que un alumno de primero de Bachillerato con hasta cuatro asignaturas suspendidas pudiera matricularse de dos o tres asignaturas de segundo, sin estar por ello matriculado en este curso. O, lo que es lo mismo, el que permitía la creación de una especie de curso fantasma para vagos y maleantes. Esa barbaridad pedagógica, a la que se había acogido el Ministerio ante la tozudez de las cifras —España está a la cola de los países de la Unión, con un índice de fracaso escolar del 30%, el doble de la media europea— y ante su incapacidad manifiesta para afrontar el mal de raíz, estaba ya creando en los centros de enseñanza, aparte de la lógica desazón, un sinfín de problemas organizativos. Por suerte —y así lo ha reconocido, incluso, la propia ministra Cabrera—, todo este despropósito no habrá pasado del estadio de comisión, puesto que tenía que empezar a aplicarse al término del presente curso. En suma, se ha perdido el tiempo, como de costumbre, pero al menos esta vez no se ha perdido el juicio.

La segunda lección —más importante, si cabe, que la primera— está relacionada con los fundamentos de derecho de la mencionada sentencia. Es una lección de sentido común, de honradez intelectual, de conocimiento histórico. Consiste en recordar, por ejemplo, que lo que la LOE y el Real Decreto de marras denominan «evaluación negativa» en una «materia» no es otra cosa, al cabo, que lo que la Orden de 6 de junio de 1957 referida a las enseñanzas del Bachillerato —de hace, pues, medio siglo— denominaba «alumno (…) suspendido» en una «asignatura». Y consiste también en recordar el valor de este maravilloso artículo 3 de nuestro Código Civil: «Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas». En una palabra, consiste en llamar a las cosas por su nombre, sin subterfugios ni añagazas.

He aquí las dos principales lecciones que pueden sacarse del documento. Merece la pena no olvidarlas. Aunque sólo sea para seguir transitando con algo de dignidad por este valle de lágrimas educativo.

ABC, 14 de marzo de 2009.

Lecciones de una sentencia

    14 de marzo de 2009
Celestino Corbacho, ministro de Trabajo del Gobierno de España, ha anunciado que en 2010, de proseguir la actual cuesta abajo, habrá que congelar el sueldo de los funcionarios. No de todos, ha precisado; sólo de los más pudientes, de los que ganen por encima de los 30.000 euros anuales.

Confieso que llevaba tiempo esperando el anuncio. No exactamente en estos términos, pero sí el anuncio. A decir verdad, cada mañana, después de oír el parte económico habitual, no podía sino preguntarme por qué tardaban tanto en proclamar lo irremediable. Y conste que nada tengo contra los funcionarios. Pero si la crisis está barriendo empresas enteras y cientos de miles de puestos de trabajo, lo mínimo que cabe exigirle al Estado es que predique con el ejemplo. Por supuesto, no estoy abogando aquí por el «lock out» empresarial o por la reducción de plantilla, ni estoy propugnando que la Administración ponga de patitas en la calle a su propia mano de obra —aunque una cierta rebaja de efectivos, qué quieren, tampoco vendría mal—; lo que sostengo es que resulta injusto que el trabajador normal y corriente se halle cada vez más a la intemperie mientras el funcionario, parapetado en su contrato vitalicio y en sus convenios, sigue al abrigo del vendaval.

Por eso celebro que el Gobierno se decida por fin a dar el paso. Y más lo celebraría si la decisión incluyera a todos los trabajadores de la Administración, sin distinción de ingresos. ¿O acaso la crisis distingue entre los ciudadanos que ganan más y los que ganan menos? ¿Y qué me dicen de los autónomos? No, la congelación debería afectar a todo el cuerpo, a esos tres millones de funcionarios que, según parece, hay en España, una vez sumados los de las distintas administraciones —central, autonómica y local—. Y el ahorro que la medida representaría para las arcas del Estado en cualquiera de sus múltiples ramificaciones debería servir para paliar en lo posible la desgracia ajena. Que no es poca y que fatalmente será mucho más.

Bien mirado, esa renuencia a tomar medidas desagradables —que tanto contrasta, por cierto, con la determinación mostrada en 1997 por el primer Gobierno Aznar al congelar el sueldo de los funcionarios para cumplir con los criterios de Maastricht— no es sino un exponente de la deriva a que conduce el espejismo del Estado benefactor. En los últimos años, los distintos gobiernos socialistas no han hecho otra cosa que alimentarlo, multiplicando los subsidios y descartando las reformas, amamantando al ciudadano y ahorrándole cualquier quebranto. Tal vez por ello España es a día de hoy, con tres millones y medio de parados, si no más, el país de la Unión Europea con un

ABC, 8 de marzo de 2009.

El Estado benefactor

    8 de marzo de 2009
El azar es maravilloso. El azar consiste, por ejemplo, en que uno esté leyendo los diarios de Amadeu Hurtado («Abans del sis d’octubre (un dietari)», Quaderns Crema, 2008) mientras José Montilla pronuncia un discurso en la sede del Institut d’Estudis Catalans. O, si lo prefieren, consiste en que uno esté leyendo lo que dice Hurtado que le dijo el presidente Companys el 8 de junio de 1934 a propósito de una sentencia del Tribunal de Garantías Constitucionales mientras se entera de lo que dicen que dijo el presidente Montilla el pasado lunes acerca de una sentencia del Tribunal Constitucional. Ante la posible inconstitucionalidad de algunos artículos de la Ley de Contratos de Cultivo, Companys afirmó entonces: «Ha llegado la hora de dar la batalla y de hacer la revolución. Es posible que Cataluña pierda y que algunos de nosotros dejemos en ello la vida; pero perdiendo, Cataluña gana porque necesita a sus mártires que mañana le asegurarán la victoria definitiva». Ante la posible inconstitucionalidad de algunos artículos del nuevo Estatuto de Autonomía —y, en particular, del que prescribe la obligación de conocer el catalán—, Montilla acaba de afirmar: «Creo que es mi deber como presidente de la Generalitat recordar que una hipotética desautorización constitucional del modelo lingüístico que ha funcionado durante 25 años sería también una descalificación del modelo de convivencia que la sociedad catalana se ha dado a sí misma, de manera prácticamente unánime».

Por descontado, las formas no son las mismas. Resulta difícil imaginar hoy a José Montilla recibiendo «a tiros» al supuesto enemigo exterior, que es como pensaba recibirlo entonces Lluís Companys —así lo confesaba a Hurtado y así lo puso en práctica a los pocos meses, aunque desenfundando él primero—. Y más difícil resulta imaginarle dejándose la vida en el empeño. Pero, a pesar de que las formas no son las mismas, la reacción sí lo es. Tanto Companys como Montilla, cada cual en su circunstancia, necesitan hacerse perdonar su lenidad ideológica, su falta de compromiso con la patria; su pasado, en definitiva. Y no encuentran mejor modo de hacerlo, de proclamar su nacionalismo, de demostrar que «¡por Cataluña!» están dispuestos a todo, que ponerse fuera de la ley. Y no de cualquier ley. De la suprema, de la magna, hasta el punto de desobedecer las sentencias de quienes poseen el mandato de interpretarla.

Estos días, a raíz de los resultados electorales del País Vasco y de la posibilidad de que se constituya allí un gobierno no nacionalista, se está hablando de nuevo del final de la transición. O, lo que es lo mismo, de que por fin el PNV y sus correajes pueden pasar a la oposición. Bien está, como decía aquel. Pero no por ello debería olvidarse que el único trozo de España donde aún no ha terminado la transición —o sea, donde el nacionalismo no ha pasado nunca a la oposición— es Cataluña. Y que gran parte de la culpa de que estemos como estamos la tienen José Montilla y su partido. Y quienes les votan, claro.

ABC, 7 de marzo de 2009.

Hechos paralelos

    7 de marzo de 2009
Cada vez son más las familias españolas que optan por instruir ellas mismas a sus hijos. Entre las razones aducidas para justificar su decisión, están, por supuesto, las de índole religiosa o moral, es decir, la convicción de que las creencias familiares no van a encontrar acomodo en el sistema de enseñanza, sea público o privado. Pero esa clase de razones no dejan de ser, al cabo, las que menos pesan. Lo que lleva a la gran mayoría de esos padres a escoger la llamada educación en familia es, paradójicamente, la pedagogía. O sea, lo que se supone que debería ofrecerles la escuela. En otras palabras: su decisión nace de la desconfianza, cuando no del rechazo, hacia el sistema. Y es que todos esos progenitores consideran que sus retoños aprenderán mucho más si pueden ir progresando a su aire, según sus propias capacidades, que si han de ceñirse al nivel del grupo que les ha tocado en suerte, máxime cuando este nivel, en la escuela actual, ya ni siquiera resulta de establecer la media entre el de cada uno de los alumnos que integran una clase, sino que es, pura y simplemente, el de los más rezagados.

Con todo, no estamos ante una práctica demasiado extendida. Al menos en España, donde sólo afecta a 2.000 familias, muy pocas en comparación con las 400.000 del conjunto de Europa o con los dos millones de Estados Unidos. No obstante, lo más sorprende no es esto; lo más sorprendente es que la educación en casa no esté regulada, cuando sí lo está en casi todos los países europeos y, en especial, en los más ricos. Porque esta es otra. En los países donde más consolidada está esa modalidad educativa, más consolidado está el régimen de libertades. O sea, el respeto a los derechos fundamentales y, entre ellos, el de los padres a educar a sus hijos. Y quien dice el respeto dice su estricta observancia. Por eso en todos estos países la responsabilidad del Estado en materia educativa no entra en contradicción con la de los padres para con sus hijos. O, lo que es lo mismo, no entra en contradicción con la libertad.

Claro que todavía puede extraerse otra lección de esa tendencia. Y es que allí donde la enseñanza obligatoria ha hecho ya todo el recorrido imaginable, allí donde está ya garantizada la escolarización de todos y cada uno de los ciudadanos hasta una edad más que suficiente —aunque no dudo que habrá siempre quien aspire a extenderla hasta la mismísima edad de jubilación—, allí, para aspirar a una educación distinta, a una enseñanza verdaderamente humanística, a lo que algunos llaman aún la excelencia, no queda más remedio que abandonar las aulas y encerrarse en casa. Y contar, claro, con que papá y mamá no hayan olvidado las tablas de multiplicar.

ABC, 1 de marzo de 2009.

La revolución pedagógica

    1 de marzo de 2009