Por supuesto que hay que honrar a los muertos. Por supuesto que hay que darles digna sepultura. Pero, incluso en tan noble empeño, existen maneras y maneras de hacerlo. Y no parece que las usadas por el juez Garzón en su reciente providencia —y ello con independencia de qué designio la anime y de cuál vaya a ser, en último término, el desenlace de su iniciativa— sean las más indicadas.
Para empezar, la muerte es un asunto privado. En circunstancias normales, uno muere en familia, acompañado de sus seres queridos. Y son esos seres, en definitiva, quienes disponen el duelo. Sólo a partir de entonces, vencido ya este primer círculo, la muerte se vuelve asunto compartido —lo que no significa, sobra decirlo, que, en el orden del dolor, no siga correspondiendo la triste preeminencia a los más íntimos—. Cuando las circunstancias no son tan normales, y en especial cuando concurre en el fallecimiento una forma cualquiera de violencia, todo se altera. Aun así, por lo general, una vez resueltos los trámites de rigor, el cuerpo del finado es entregado a la familia para que ésta pueda llevar a cabo, en un recogimiento que ya no alcanza a ser sino relativo, su inhumación. Únicamente en situaciones excepcionales no existe velatorio posible. Es el caso, por ejemplo, de las grandes tragedias naturales, donde cientos o miles de cuerpos son engullidos por la tierra o por las aguas. Y también el de las no tan naturales, donde la dificultad estriba —lo hemos vivido este mismo verano en el aeropuerto de Barajas—, más que en recuperar un cuerpo, en identificar unos restos. Y es el caso, claro, de las grandes tragedias civiles. Como la nuestra.
Si algo caracteriza a las guerras civiles en relación con los demás conflictos bélicos, es precisamente la proporción de muertes no directamente imputables a los enfrentamientos en el campo de batalla. En lo que a España se refiere, y a pesar del baile al que todavía asistimos cuando se trata de precisar las cifras, todo indica que el número de víctimas mortales debidas a la violencia más o menos organizada —o sea, las registradas durante la guerra en ambas retaguardias y las producidas por la feroz represión de la posguerra— igualó, si es que no superó, el de las provocadas por causas estrictamente militares. Y los cuerpos de estas víctimas, asesinadas la mayoría de las veces a sangre fría, fueron en muchas ocasiones enterrados en fosas comunes o arrojados al fondo de un pozo, por lo que sus allegados ni siquiera pudieron darles sepultura. Es verdad que, a medida que iban conquistando territorio, los que luego resultaron ser los vencedores fueron exhumando los restos de quienes habían padecido la violencia revolucionaria y honrando —por lo general, con la parafernalia propia del régimen recién instaurado— su memoria. Y es verdad que no ocurrió nada parecido, ni durante la dictadura ni en gran parte de lo que llevamos de democracia, con las víctimas del otro lado. De ahí que sean muchos los deudos que tienen todavía una causa pendiente.
Pero una causa pendiente, por más que afecte a miles de familias, no debería convertirse nunca en una causa general. En primer lugar, porque no estamos, por suerte, en una España como la de 1940. Luego, y en consonancia con lo anterior, porque no vivimos en una dictadura. Luego, aún, porque la democracia que felizmente nos dimos los españoles hace treinta años ha reconocido ya de forma solemne —esto es, en sede parlamentaria— a todas las víctimas de la guerra y de la dictadura, sin exclusión ninguna, y ha honrado públicamente su memoria. Y, en fin, porque este régimen nuestro no es hijo del anterior, como a menudo sostienen de forma aviesa quienes desearían que jamás hubiera existido. Ni del anterior del anterior. Es hijo de un compromiso en el que confluyeron las más diversas ideologías y cuyo máximo objetivo fue evitar que volvieran a producirse en el futuro situaciones como las que nos habían llevado a donde nos habían llevado.
Ahora bien, todas estas razones no deberían impedir, insisto, que nuestros poderes públicos hicieran cuanto esté en sus manos para que cualquier español pudiera recuperar los restos de un familiar y sepultarlos dignamente, sean cuáles sean la zona o el bando en que este familiar encontró la muerte. Es cierto que la mayoría de las peticiones han venido y vendrán de los descendientes de quienes fueron represaliados por mantenerse fieles a la República: números cantan. Pero ello no obsta para que cualquier petición sea atendida, venga de donde venga. El único requisito —o el principal, al menos— es que se trate realmente de una petición. Quiero decir que sean los familiares de la víctima y no las asociaciones constituidas al efecto, que actúan por delegación y cuyos intereses son a menudo más ideológicos que humanitarios, quienes formulen realmente la solicitud para que sea excavada una fosa y exhumados los restos allí contenidos. En otras palabras: del mismo modo que cualquier familia debe tener derecho a reclamar la exhumación del cuerpo de un ser querido, cualquier familia debe tener derecho a no reclamarlo o, si se prefiere, a reclamar que el cuerpo siga donde está. Así ha ocurrido en los últimos años con los descendientes de más de una víctima asesinada en la zona nacional, que han preferido, pese a los ruegos de propios y extraños, no remover ni un puñado de tierra —y el caso de la familia García Lorca, aun cuando la presión de la prensa amiga y de algún biógrafo enfermizo le haya hecho desistir de sus propósitos, tal vez sea el más llamativo—. Y es que la muerte, conviene no olvidarlo, es, ante todo, un asunto privado.
De ahí que la providencia del juez Garzón, por su carácter intervencionista, se me antoje, como mínimo, un error. Si la elaboración de un listado exhaustivo de víctimas, una suerte de catálogo general, con la correspondiente indicación del lugar donde yacen los restos, ha de dar paso a una exhumación sistemática e indiscriminada, vamos a asistir, en el mejor de los casos, a un fenomenal conflicto de intereses. No estamos en plena guerra civil como para exigir, pistola en mano, la apertura de una fosa, con independencia de lo que esta fosa guarde y de lo que el tiempo haya ido depositando encima, en forma de edificio o de obra pública. Ni dispone tampoco el Gobierno de la Nación —como de costumbre— de una ínfima parte del presupuesto necesario para emprender semejante labor. Pero es verdad que de ilusión también se vive. Incluso a costa de los muertos.
Como la memoria es muy traicionera —y no sólo la llamada «memoria histórica»—, tal vez no esté de más recordar que todo esto empezó hace cuatro veranos, bajo la sombra de un 18 de julio, en un Consejo de Ministros celebrado, de modo extraordinario, en el leonés Hostal de San Marcos. Allí, con el recuerdo de su abuelo fusilado bien presente, el hoy todavía presidente del Gobierno decidió crear una comisión para «reparar la dignidad y restituir la memoria» de quienes habían sufrido «cárcel, represión o muerte por defender [las] libertades». Es decir, a juicio del presidente, la dignidad y la memoria del abuelo y de quienes pensaban como él. Luego vino la ley. Y luego el juez.
Y es que lo que mal empieza…
ABC, 19 de septiembre de 2008.