ABC, 27 de mayo de 2012.
Serían unos 50 estudiantes universitarios. Les franquearon el paso. Es más, daba la impresión de que su presencia en la sede de la Consejería de Educación no molestaba lo más mínimo. Era como si les estuvieran esperando. Ah, se me olvidaba, todo esto ocurría el martes en Palma de Mallorca, donde, al igual que en el resto de Baleares y al contrario que en la mayor parte de España, no se había convocado una huelga general de la enseñanza, sino una jornada de protesta —seguramente por aquello de que la protesta sale gratis y la huelga no—. Les franquearon el paso, decía. E incluso les acompañaron gentilmente, háganme el favor, es por aquí, hasta la cuarta planta. Allí entraron en el despacho del consejero, que se hallaba en el Parlamento, y se sentaron donde les pareció. Durante el recorrido, hubo funcionarias que les jalearon, corearon sus proclamas y aporrearon las mesas, las muy machas, como si estuvieran viviendo, al fin, su mayo particular. En esas, uno de los visitantes empujó a la jefa de gabinete del consejero, que trataba de interponerse en su camino, y esta se revolvió y le soltó una colleja. La cosa acabó cuando la policía se personó en la Consejería e invitó a los invitados a abandonar el edificio. Al día siguiente, el líder de la turba estudiantil alabó el comportamiento ejemplar de los funcionarios. Y también destacó la circunstancia de que la jefa de gabinete zarandeada no pertenecía al cuerpo, lo que equivalía a afirmar que era un cargo de confianza del consejero o, si lo prefieren, alguien afín al Partido Popular. Zarandeable, vaya. Sobre todo en una Consejería donde, quién más, quién menos, todos deben su plaza de funcionario a su profesión de fe nacionalista. Y eso que en Baleares, excepto en dos legislaturas, ha gobernado siempre el PP. Pero como si nada. Si en algo se distinguen la izquierda y el nacionalismo, es en que no han dado nunca un paso atrás. Y la derecha, mientras, hecha un pasmo.
ABC, 27 de mayo de 2012.
ABC, 27 de mayo de 2012.
Funcionarios educativos
27 de mayo de 2012
Leer atentamente el siguiente fragmento —extraído de una carta del periodista Agustí Calvet, Gaziel, datada en París el 5 de diciembre de 1938 y dirigida a un amigo residente en la España nacional— y, una vez leído, aplicarlo a la situación presente y sacar, sin apriorismo alguno, las oportunas lecciones —o, al menos, intentarlo—:
“Nosotros, los cincuentones de hoy, teníamos del mundo un concepto totalmente equivocado, fruto de la época excepcionalmente favorable en que nos tocó por fortuna nacer y vivir largos años. Formados en medio de un remanso o rellano delicioso, que fue el periodo comprendido entre la guerra franco-prusiana de 1870 y la guerra mundial de 1914 (periodo de bienestar extraordinario, que para España se prolongó, en virtud de su alejamiento de Europa, hasta 1923), sacamos del mundo la falsa impresión de que era una especie de paraíso gratuito. Por eso ahora, al verlo y sufrirlo tal como es, tal como ha sido y probablemente será siempre, a muchos de nosotros nos hace el efecto, falso también, de que nos han estafado algo. Y por eso no hacemos más que mirar atrás y tendemos a retroceder a lo de antes. Hay que curarse, de una vez para siempre, de esa tendencia malsana. No sólo no nos han estafado nada, sino que en realidad nos dieron mucho más de lo normal: como fuimos unos privilegiados, al quitarnos ahora el privilegio y encontrarnos con que nos dan lo que al común de los mortales se ha dado siempre, en todas partes y en todos los tiempos, nos parece que nos defraudan. Es un error. Y en cuanto a lo de antes, hemos de recordarlo como se recuerda un paraíso perdido: no desesperados de vernos privados de él para siempre jamás, sino reconocidos de haberlo podido gozar al menos largo tiempo. Yo, al menos, lo veo y lo creo sinceramente así”.
(FronteraD)
“Nosotros, los cincuentones de hoy, teníamos del mundo un concepto totalmente equivocado, fruto de la época excepcionalmente favorable en que nos tocó por fortuna nacer y vivir largos años. Formados en medio de un remanso o rellano delicioso, que fue el periodo comprendido entre la guerra franco-prusiana de 1870 y la guerra mundial de 1914 (periodo de bienestar extraordinario, que para España se prolongó, en virtud de su alejamiento de Europa, hasta 1923), sacamos del mundo la falsa impresión de que era una especie de paraíso gratuito. Por eso ahora, al verlo y sufrirlo tal como es, tal como ha sido y probablemente será siempre, a muchos de nosotros nos hace el efecto, falso también, de que nos han estafado algo. Y por eso no hacemos más que mirar atrás y tendemos a retroceder a lo de antes. Hay que curarse, de una vez para siempre, de esa tendencia malsana. No sólo no nos han estafado nada, sino que en realidad nos dieron mucho más de lo normal: como fuimos unos privilegiados, al quitarnos ahora el privilegio y encontrarnos con que nos dan lo que al común de los mortales se ha dado siempre, en todas partes y en todos los tiempos, nos parece que nos defraudan. Es un error. Y en cuanto a lo de antes, hemos de recordarlo como se recuerda un paraíso perdido: no desesperados de vernos privados de él para siempre jamás, sino reconocidos de haberlo podido gozar al menos largo tiempo. Yo, al menos, lo veo y lo creo sinceramente así”.
(FronteraD)
[ FronteraD ]
¿Qué hacer?
25 de mayo de 2012
Los sindicatos de la enseñanza han convocado para mañana una huelga estatal —así la llaman ellos, como si el convocante del paro fuera el Estado— del sector público. Ignoro qué representan hoy en día en España los sindicatos de la enseñanza, aparte de un instrumento de colocación para docentes ociosos. Quiero decir que no sé si su incidencia corresponde a un porcentaje algo distinto al que suele darse por bueno para el conjunto de los sindicalistas españoles, esto es, en torno a un 15 por ciento de los trabajadores aún en activo. En todo caso, no variará demasiado, lo que conduce a pensar que el éxito o fracaso de la huelga dependerá de la capacidad de arrastre o de coacción de las centrales que la han promovido. Y, claro está, del aluvión de cifras, siempre arbitrarias, con que nos obsequiarán, mañana a última hora, los promotores de la protesta.
Más allá de ese aspecto liminar, lo verdaderamente relevante de la cuestión son las razones aducidas para convocar la huelga. A saber: la oposición a los recortes proyectados por los gobiernos de España y de las Comunidades Autónomas, y la defensa de los servicios públicos. O, en otras palabras, el convencimiento de que la crisis no va con ellos, y la fe inquebrantable en el modelo educativo todavía vigente. Por supuesto, la suma de ambas creencias da como resultado el inmovilismo más férreo. Los sindicatos de la enseñanza han considerado siempre la educación como algo propio, lo mismo en relación con el mantenimiento e incremento de puestos de trabajo que en lo tocante a los criterios pedagógicos imperantes. En este sentido, la aprobación en 1990 de la LOGSE puede estimarse, sin duda alguna, como su gran victoria. En lo sucesivo, los puestos de trabajo no han hecho sino crecer —en general, con el acceso apañado de interinos a la condición de funcionarios—, mientras que los valores tradicionales de la enseñanza —el esfuerzo, el conocimiento, la excelencia— no han cesado de declinar. El fruto de todo este proceso, una vez transcurridas más de dos décadas, es una de las ratios alumnos/profesor (8,6) más bajas de la Unión Europea y de los países de la OCDE, y, aun así, uno de los sistemas educativos del mundo desarrollado con un nivel más paupérrimo.
Ante este panorama, si algo sobra es una huelga de enseñantes. Cuando uno forma parte de un colectivo que arroja semejante balance —por más que la responsabilidad del desastre quepa imputarla también al resto de la llamada comunidad educativa y, muy principalmente, a quienes han legislado en la materia—, lo que se impone, aunque sólo sea por una cuestión de decencia, es la reflexión. Y, como consecuencia de ella, la oportuna rectificación. Todo lo demás, insisto, está fuera de lugar y, dada la gravedad de la situación, resulta incluso afrentoso. Y, puestos ya a reflexionar, lo primero a lo que debería prestar atención cualquier docente, sea o no maestro, es a los años primarios. Porque constituyen el estadio inicial de todo el proceso educativo y porque lo que allí se haga o deje de hacerse difícilmente podrá ya modificarse en el futuro.
El pasado mes de abril, una maestra de P4 de la Escuela Española de Escaldes-Engordany, en Andorra, recibió un informe negativo de la Comisión de evaluación del personal docente de la Consejería de Educación de la Embajada, lo que va a acarrear, con toda probabilidad, su abandono del centro donde presta sus servicios y su regreso a España. Esa docente tiene a su cargo once niños desde hace un par de años y, a lo que parece, a plena satisfacción de los padres de las criaturas, que andan recogiendo firmas por la localidad a fin de que la maestra pueda seguir un año más y completar el ciclo de educación infantil. Sea cual sea el desenlace, lo verdaderamente significativo del caso es la naturaleza de uno de los incumplimientos en los que, según el informe, habría incurrido la enseñante: el haber usado «una metodología y unas actividades no (...) del todo apropiadas a la edad de los alumnos con la finalidad de lograr unos objetivos demasiado elevados». Y es que los niños, de entre cuatro y cinco años, ya leen, empiezan a escribir, hacen restas y sumas, y hasta poseen, fíjate tú, nociones de música. Una de las madres afectadas lo ha resumido a la perfección: «Los niños piden y ella les da más».
Por supuesto, no seré yo quien afirme que el informe en cuestión no está fundado en razones. Cuando menos en lo relativo al incumplimiento citado. Le avalan las disposiciones reglamentarias desarrolladas a partir de la LOGSE, primero, y de la LOE, después, que fijan para cursos posteriores la adquisición de semejantes aptitudes y conocimientos, y le avala, en especial, el espíritu mismo de la ley, garante del igualitarismo más rancio, que no persigue otra cosa, en definitiva, que la estricta igualdad de resultados y al que sólo preocupa la aparición de algún destello, la expresión de alguna individualidad, el libre desarrollo, en fin, del educando. Que todo esto se haya venido abajo en una clase de parvulario porque una maestra ha utilizado una metodología y unas actividades distintas a las prescritas con el fin de alcanzar unos objetivos acordes con el afán de unos niños por aprender, por instruirse; que ello haya ocurrido, en síntesis, porque esa maestra ha dado más a quienes pedían más, resulta, a mi modo de ver, altamente revelador.
Y es que es en esa edad primaria, en esa parcela reservada de punta a cabo al maestro, donde se juega en verdad la partida. Es en ese periodo donde hay que sacar lo máximo de cada alumno, donde hay que inculcarle el amor al conocimiento, donde hay que empezar a poner las bases de ese ciudadano en ciernes. A esa edad los niños son una esponja, su capacidad de absorción es máxima. Piénsese, sin ir más lejos, en el aprendizaje de las lenguas. Por supuesto, ello no significa que en los años siguientes, en la secundaria y el bachillerato, esa capacidad de absorción no perdure; pero los resultados que uno pueda obtener más adelante van a depender en gran medida de esa formación inicial, por lo que en modo alguno puede echarse a perder con experimentos constructivistas y pedagogismos de tres al cuarto. Y en esas estamos, por desgracia, en España.
Claro que no toda la culpa la tienen las políticas educativas, o la deficiente formación de los maestros de la enseñanza pública, o los intereses espurios de unos sindicatos nada representativos. Unas y otros, al fin y al cabo, no son más que el reflejo de la sociedad. Y, dentro de esa sociedad, de unos padres a los que ya les parece bien que sus hijos sean felices en la escuela, aunque el precio a pagar por esa felicidad sea su ignorancia. En fin, no es que les parezca bien; es que la mayoría de las veces ni siquiera se han preguntado por qué sus hijos tardan tanto en aprender lo que ellos, a su edad, ya habían aprendido. Y lo peor no es eso; lo peor es que cuando se lo preguntan la cosa ya no tiene remedio.
ABC, 21 de mayo de 2012.
Más allá de ese aspecto liminar, lo verdaderamente relevante de la cuestión son las razones aducidas para convocar la huelga. A saber: la oposición a los recortes proyectados por los gobiernos de España y de las Comunidades Autónomas, y la defensa de los servicios públicos. O, en otras palabras, el convencimiento de que la crisis no va con ellos, y la fe inquebrantable en el modelo educativo todavía vigente. Por supuesto, la suma de ambas creencias da como resultado el inmovilismo más férreo. Los sindicatos de la enseñanza han considerado siempre la educación como algo propio, lo mismo en relación con el mantenimiento e incremento de puestos de trabajo que en lo tocante a los criterios pedagógicos imperantes. En este sentido, la aprobación en 1990 de la LOGSE puede estimarse, sin duda alguna, como su gran victoria. En lo sucesivo, los puestos de trabajo no han hecho sino crecer —en general, con el acceso apañado de interinos a la condición de funcionarios—, mientras que los valores tradicionales de la enseñanza —el esfuerzo, el conocimiento, la excelencia— no han cesado de declinar. El fruto de todo este proceso, una vez transcurridas más de dos décadas, es una de las ratios alumnos/profesor (8,6) más bajas de la Unión Europea y de los países de la OCDE, y, aun así, uno de los sistemas educativos del mundo desarrollado con un nivel más paupérrimo.
Ante este panorama, si algo sobra es una huelga de enseñantes. Cuando uno forma parte de un colectivo que arroja semejante balance —por más que la responsabilidad del desastre quepa imputarla también al resto de la llamada comunidad educativa y, muy principalmente, a quienes han legislado en la materia—, lo que se impone, aunque sólo sea por una cuestión de decencia, es la reflexión. Y, como consecuencia de ella, la oportuna rectificación. Todo lo demás, insisto, está fuera de lugar y, dada la gravedad de la situación, resulta incluso afrentoso. Y, puestos ya a reflexionar, lo primero a lo que debería prestar atención cualquier docente, sea o no maestro, es a los años primarios. Porque constituyen el estadio inicial de todo el proceso educativo y porque lo que allí se haga o deje de hacerse difícilmente podrá ya modificarse en el futuro.
El pasado mes de abril, una maestra de P4 de la Escuela Española de Escaldes-Engordany, en Andorra, recibió un informe negativo de la Comisión de evaluación del personal docente de la Consejería de Educación de la Embajada, lo que va a acarrear, con toda probabilidad, su abandono del centro donde presta sus servicios y su regreso a España. Esa docente tiene a su cargo once niños desde hace un par de años y, a lo que parece, a plena satisfacción de los padres de las criaturas, que andan recogiendo firmas por la localidad a fin de que la maestra pueda seguir un año más y completar el ciclo de educación infantil. Sea cual sea el desenlace, lo verdaderamente significativo del caso es la naturaleza de uno de los incumplimientos en los que, según el informe, habría incurrido la enseñante: el haber usado «una metodología y unas actividades no (...) del todo apropiadas a la edad de los alumnos con la finalidad de lograr unos objetivos demasiado elevados». Y es que los niños, de entre cuatro y cinco años, ya leen, empiezan a escribir, hacen restas y sumas, y hasta poseen, fíjate tú, nociones de música. Una de las madres afectadas lo ha resumido a la perfección: «Los niños piden y ella les da más».
Por supuesto, no seré yo quien afirme que el informe en cuestión no está fundado en razones. Cuando menos en lo relativo al incumplimiento citado. Le avalan las disposiciones reglamentarias desarrolladas a partir de la LOGSE, primero, y de la LOE, después, que fijan para cursos posteriores la adquisición de semejantes aptitudes y conocimientos, y le avala, en especial, el espíritu mismo de la ley, garante del igualitarismo más rancio, que no persigue otra cosa, en definitiva, que la estricta igualdad de resultados y al que sólo preocupa la aparición de algún destello, la expresión de alguna individualidad, el libre desarrollo, en fin, del educando. Que todo esto se haya venido abajo en una clase de parvulario porque una maestra ha utilizado una metodología y unas actividades distintas a las prescritas con el fin de alcanzar unos objetivos acordes con el afán de unos niños por aprender, por instruirse; que ello haya ocurrido, en síntesis, porque esa maestra ha dado más a quienes pedían más, resulta, a mi modo de ver, altamente revelador.
Y es que es en esa edad primaria, en esa parcela reservada de punta a cabo al maestro, donde se juega en verdad la partida. Es en ese periodo donde hay que sacar lo máximo de cada alumno, donde hay que inculcarle el amor al conocimiento, donde hay que empezar a poner las bases de ese ciudadano en ciernes. A esa edad los niños son una esponja, su capacidad de absorción es máxima. Piénsese, sin ir más lejos, en el aprendizaje de las lenguas. Por supuesto, ello no significa que en los años siguientes, en la secundaria y el bachillerato, esa capacidad de absorción no perdure; pero los resultados que uno pueda obtener más adelante van a depender en gran medida de esa formación inicial, por lo que en modo alguno puede echarse a perder con experimentos constructivistas y pedagogismos de tres al cuarto. Y en esas estamos, por desgracia, en España.
Claro que no toda la culpa la tienen las políticas educativas, o la deficiente formación de los maestros de la enseñanza pública, o los intereses espurios de unos sindicatos nada representativos. Unas y otros, al fin y al cabo, no son más que el reflejo de la sociedad. Y, dentro de esa sociedad, de unos padres a los que ya les parece bien que sus hijos sean felices en la escuela, aunque el precio a pagar por esa felicidad sea su ignorancia. En fin, no es que les parezca bien; es que la mayoría de las veces ni siquiera se han preguntado por qué sus hijos tardan tanto en aprender lo que ellos, a su edad, ya habían aprendido. Y lo peor no es eso; lo peor es que cuando se lo preguntan la cosa ya no tiene remedio.
ABC, 21 de mayo de 2012.
[ Terceras ]
Dar más al que pide más
21 de mayo de 2012
En su muy instructivo «Tantos tontos tópicos», Aurelio Arteta nos previene contra la falacia del término medio. O, si lo prefieren, contra la supuesta equidistancia entre dos extremos, que no es, la mayoría de las veces, sino una forma de enmascarar la verdad, de negarse a buscarla. Algo así está ocurriendo, a mi modo de ver, con la llamada Tercera España. El concepto, atribuido a Salvador de Madariaga, ha servido para agrupar a aquellos intelectuales que, en el trance de la guerra civil, no estuvieron ni con los unos ni con los otros. Dado que tanto la primera como la segunda de esas Españas enfrentadas a muerte se caracterizaban por su totalitarismo, ya comunista, ya fascista, se ha tendido a incluir en la tercera, no sin razón, a los liberales. Aquí están, por ejemplo, además del propio Madariaga, los Ortega, Marañón o Francisco Ayala. Y también, entre los catalanes, los Pla, Gaziel o Carles Soldevila. Y por más que cada uno de ellos constituya un caso particular, todos tienen en común el silencio. Esto es, el haber callado en esos años de plomo. Por supuesto, no les faltaban motivos, y en especial el deseo de no poner en peligro la vida o la seguridad de sus familiares. Pero la cuestión es que callaron, que renunciaron a seguir ejerciendo de intelectuales. Los únicos que no lo hicieron fueron Manuel Chaves Nogales y Clara Campoamor. Ambos denunciaron, en tiempo presente, con sendos libros, la barbarie de la que venían de ser testigos. Y el primero, acaso por su condición de periodista, fue incluso más allá, pues no cejó de escribir sobre España, y también sobre Europa y el mundo, hasta su muerte —acaecida en Londres en 1944—, sin otro afán que el de defender los valores de la democracia liberal, que era la suya. Por eso, ahora que tanto se habla de su obra y de su ejemplo, creo que deberíamos considerar muy seriamente la existencia de una Cuarta España, aunque entre sus componentes no hubiera más que él.
ABC, 19 de mayo de 2012
ABC, 19 de mayo de 2012
[ Porque hoy es sábado ]
La Cuarta España
19 de mayo de 2012
Ignoro si Pepitas de Calabaza ha logrado ya encontrar a los herederos de Julio Camba o, lo que es lo mismo, si esos supuestos herederos, siguiendo el requerimiento editorial, se han puesto ya en contacto con la gente de Pepitas para formalizar la cesión de derechos, pero a mí ese paréntesis que acompaña el copyright de la reciente reedición de Mis páginas mejores se me antoja de lo más significativo, en la medida en que presenta al autor del libro como lo que realmente es hoy en día: una rara avis, alguien sin un antes ni un después, un verdadero eslabón perdido en las letras hispánicas. Tan perdido, que ni siquiera la conmemoración de los cincuenta años de su muerte ha traído ni va a traer, que yo sepa, los frutos más o menos enjundiosos que suelen conllevar, en otros casos, semejantes efemérides. No habrá, pues, seminarios, jornadas o congresos, ni exégesis, ensayos o compilaciones. A lo más, alguna reedición de un libro suyo, como el que hace al caso, o algún que otro artículo esforzado y medianamente certero, entre los que aspira a inscribirse la presente reseña.
Puestos a recordar a Julio Camba mediante la exhumación de alguno de sus libros, no hay duda que la elección de Mis páginas mejores constituye un acierto. Por su carácter antológico, lo que permite acercarse a su obra a través de un amplio muestrario –115 artículos representativos de casi todas las épocas de su producción periodística–, y porque la selección, tal y como reza el posesivo del título, está hecha por el propio autor, lo que no había sido siempre el caso en volúmenes anteriores. Sí lo fue, en cambio, en 1956, que es cuando se publicó por primera vez el libro, en la colección “Antología Hispánica” de Gredos. Por entonces, Camba cargaba ya con 72 años y más de medio siglo de periodismo. O sea, con razones bastantes para hacer de esa antología un destilado de su modo de ver el mundo y de ejercer el oficio. De ahí que tanto la selección en sí como el texto con que decidió introducirla y justificarla merezcan ser tenidas muy en cuenta.
La selección, ya se ha dicho, abarca un periodo amplísimo –de 1907 al mismo año de aparición del volumen–. Y responde, en palabras del propio Camba, a la voluntad de establecer “una cierta relación orgánica” entre los artículos, a fin de que el lector pueda hacerse “una idea exacta de cómo ha ido formándose, a través del tiempo y sus vicisitudes, la mentalidad y el estilo con que hoy anda uno por el mundo”. Por supuesto, semejante propósito puede considerarse inherente al género y aplicable, por consiguiente, a todo escritor puesto en el trance de seleccionar, en el ocaso de su vida, los fragmentos más significativos de su producción. ¿Qué es, pues, lo que caracteriza a Mis páginas mejores, lo que distingue esa antología de las demás y convierte a su autor y antólogo en uno de los más grandes escritores españoles del siglo XX? Unas cuantas cosas, a mi juicio.
Por un lado, el que esa mentalidad se haya ido formando a ras de suelo. O sea, a través del periodismo, lo que equivale a decir que ha obedecido a la intención primera de contar lo que ocurre en un tiempo y lugar determinados. Luego, el que ese tiempo haya sido tan asombroso y desquiciado como lo fue, para un europeo, la primera mitad de la pasada centuria. Luego, aún, el que ese lugar haya sido el mundo, lo mismo el viejo que el nuevo, y muy particularmente, dentro del primero, España. Pero no España como espacio, que también, sino sobre todo como referencia constante –moral, incluso–. Uno no puede hablar, en puridad, de las grandezas y miserias de lo propio si no dispone de un término de comparación más o menos homologado, y Camba lo tenía. Es más, a lo largo del primer tercio de siglo XX –en realidad, hasta la misma Guerra Civil, cuyo comienzo lo pilló en Lisboa procedente de Londres, a donde lo había enviado Manuel Chaves Nogales meses antes para que narrase en las páginas de Ahora las vicisitudes de la política británica–, pasó mucho más tiempo fuera de España que dentro. Estuvo en Constantinopla, Londres, París, Berlín, Portugal, Italia, Suiza y Estados Unidos, y en algunas de estas ciudades y países, en más de una ocasión. Por eso, en justa correspondencia, dos tercios de la presente antología retratan a ingleses, franceses, alemanes, suizos, yanquis, italianos o portugueses. A sus tipos, a sus costumbres, a sus creencias. Y por eso también esos retratos aparecen casi siempre encajados en una especie de passe-partout de ribetes hispánicos, como si esa peseta que iba por el mundo en busca de aventuras no pudiera olvidar en ningún momento su triste condición ni su miserable valor.
Lo cual no excluye que la España de entonces tenga a su vez su crónica en el libro. La tiene la Galicia natal de comienzos de siglo, evocada en tono agridulce, en consonancia quizá con la naturaleza misma del sujeto. Y la tiene la España de la Restauración y la dictadura primorriverista, tan proclive a la farsa, así como la de la Segunda República, donde la crónica alcanza, sin duda alguna, los tintes más dolientes y corrosivos. Pero todo ello no bastaría para hacer de Camba un enorme escritor si no llevase asociado un estilo único, excepcional. Un estilo que es, en gran parte, el resultado de un método, perceptible ya en los escritos más tempraneros del periodista. Consiste, esencialmente, en proyectar un análisis frío, científico, racional sobre la realidad observada. Y en reproducir luego paso a paso, en el artículo mismo, el razonamiento a que el análisis precedente ha dado lugar, de modo que el lector pueda recorrerlo por su cuenta y, en definitiva, compartirlo. Por supuesto, en la medida en que la realidad observada es la que es –a saber, algo magmático, inaprensible, incompleto, contradictorio, empezando por el propio ser humano–, los frutos de ese razonamiento serán a menudo sorprendentes y paradójicos, cuando no absurdos –como la vida misma, al cabo–. De ahí el humor de Camba, que tantos malentendidos ha provocado, aunque solo sea porque ha velado lo que de serio y trascendente tienen casi todos sus artículos.
Hace cosa de una década, Arcadi Espada se preguntaba a qué obedecía la singularidad de los artículos de Camba. Y, tras darle algunas vueltas, aventuraba la hipótesis de que saliera, principalmente, de la prensa extranjera, del trato continuado con la prensa extranjera. Es muy posible. Ningún español de su tiempo habrá gozado de ese privilegio tanto como él. Con todo –y sin que ello deba entrar en contradicción con la hipótesis anterior–, yo creo que esa excepcionalidad de Camba guarda relación con su individualismo feroz, con ese anarquismo de su juventud que fue matizando con el tiempo y que, aun así, nunca abandonó. O sea, con su autodidactismo, que le llevó a desconfiar, por principio, de toda forma de cultura heredada. Acaso porque lo que le ofrecía la suya dejaba mucho que desear. O acaso porque, tal y como afirmaba él mismo en esa arte poética particular que es “Sobre el arte rupestre” –incluido en Sobre casi todo y también en la presente antología–, cuando uno “se coloca hoy ante un peral” lo más que ve es “un peral deformado por la cultura”. Es decir, “una sombra, un monstruo de peral”.
Letras Libres, mayo de 2012.
Puestos a recordar a Julio Camba mediante la exhumación de alguno de sus libros, no hay duda que la elección de Mis páginas mejores constituye un acierto. Por su carácter antológico, lo que permite acercarse a su obra a través de un amplio muestrario –115 artículos representativos de casi todas las épocas de su producción periodística–, y porque la selección, tal y como reza el posesivo del título, está hecha por el propio autor, lo que no había sido siempre el caso en volúmenes anteriores. Sí lo fue, en cambio, en 1956, que es cuando se publicó por primera vez el libro, en la colección “Antología Hispánica” de Gredos. Por entonces, Camba cargaba ya con 72 años y más de medio siglo de periodismo. O sea, con razones bastantes para hacer de esa antología un destilado de su modo de ver el mundo y de ejercer el oficio. De ahí que tanto la selección en sí como el texto con que decidió introducirla y justificarla merezcan ser tenidas muy en cuenta.
La selección, ya se ha dicho, abarca un periodo amplísimo –de 1907 al mismo año de aparición del volumen–. Y responde, en palabras del propio Camba, a la voluntad de establecer “una cierta relación orgánica” entre los artículos, a fin de que el lector pueda hacerse “una idea exacta de cómo ha ido formándose, a través del tiempo y sus vicisitudes, la mentalidad y el estilo con que hoy anda uno por el mundo”. Por supuesto, semejante propósito puede considerarse inherente al género y aplicable, por consiguiente, a todo escritor puesto en el trance de seleccionar, en el ocaso de su vida, los fragmentos más significativos de su producción. ¿Qué es, pues, lo que caracteriza a Mis páginas mejores, lo que distingue esa antología de las demás y convierte a su autor y antólogo en uno de los más grandes escritores españoles del siglo XX? Unas cuantas cosas, a mi juicio.
Por un lado, el que esa mentalidad se haya ido formando a ras de suelo. O sea, a través del periodismo, lo que equivale a decir que ha obedecido a la intención primera de contar lo que ocurre en un tiempo y lugar determinados. Luego, el que ese tiempo haya sido tan asombroso y desquiciado como lo fue, para un europeo, la primera mitad de la pasada centuria. Luego, aún, el que ese lugar haya sido el mundo, lo mismo el viejo que el nuevo, y muy particularmente, dentro del primero, España. Pero no España como espacio, que también, sino sobre todo como referencia constante –moral, incluso–. Uno no puede hablar, en puridad, de las grandezas y miserias de lo propio si no dispone de un término de comparación más o menos homologado, y Camba lo tenía. Es más, a lo largo del primer tercio de siglo XX –en realidad, hasta la misma Guerra Civil, cuyo comienzo lo pilló en Lisboa procedente de Londres, a donde lo había enviado Manuel Chaves Nogales meses antes para que narrase en las páginas de Ahora las vicisitudes de la política británica–, pasó mucho más tiempo fuera de España que dentro. Estuvo en Constantinopla, Londres, París, Berlín, Portugal, Italia, Suiza y Estados Unidos, y en algunas de estas ciudades y países, en más de una ocasión. Por eso, en justa correspondencia, dos tercios de la presente antología retratan a ingleses, franceses, alemanes, suizos, yanquis, italianos o portugueses. A sus tipos, a sus costumbres, a sus creencias. Y por eso también esos retratos aparecen casi siempre encajados en una especie de passe-partout de ribetes hispánicos, como si esa peseta que iba por el mundo en busca de aventuras no pudiera olvidar en ningún momento su triste condición ni su miserable valor.
Lo cual no excluye que la España de entonces tenga a su vez su crónica en el libro. La tiene la Galicia natal de comienzos de siglo, evocada en tono agridulce, en consonancia quizá con la naturaleza misma del sujeto. Y la tiene la España de la Restauración y la dictadura primorriverista, tan proclive a la farsa, así como la de la Segunda República, donde la crónica alcanza, sin duda alguna, los tintes más dolientes y corrosivos. Pero todo ello no bastaría para hacer de Camba un enorme escritor si no llevase asociado un estilo único, excepcional. Un estilo que es, en gran parte, el resultado de un método, perceptible ya en los escritos más tempraneros del periodista. Consiste, esencialmente, en proyectar un análisis frío, científico, racional sobre la realidad observada. Y en reproducir luego paso a paso, en el artículo mismo, el razonamiento a que el análisis precedente ha dado lugar, de modo que el lector pueda recorrerlo por su cuenta y, en definitiva, compartirlo. Por supuesto, en la medida en que la realidad observada es la que es –a saber, algo magmático, inaprensible, incompleto, contradictorio, empezando por el propio ser humano–, los frutos de ese razonamiento serán a menudo sorprendentes y paradójicos, cuando no absurdos –como la vida misma, al cabo–. De ahí el humor de Camba, que tantos malentendidos ha provocado, aunque solo sea porque ha velado lo que de serio y trascendente tienen casi todos sus artículos.
Hace cosa de una década, Arcadi Espada se preguntaba a qué obedecía la singularidad de los artículos de Camba. Y, tras darle algunas vueltas, aventuraba la hipótesis de que saliera, principalmente, de la prensa extranjera, del trato continuado con la prensa extranjera. Es muy posible. Ningún español de su tiempo habrá gozado de ese privilegio tanto como él. Con todo –y sin que ello deba entrar en contradicción con la hipótesis anterior–, yo creo que esa excepcionalidad de Camba guarda relación con su individualismo feroz, con ese anarquismo de su juventud que fue matizando con el tiempo y que, aun así, nunca abandonó. O sea, con su autodidactismo, que le llevó a desconfiar, por principio, de toda forma de cultura heredada. Acaso porque lo que le ofrecía la suya dejaba mucho que desear. O acaso porque, tal y como afirmaba él mismo en esa arte poética particular que es “Sobre el arte rupestre” –incluido en Sobre casi todo y también en la presente antología–, cuando uno “se coloca hoy ante un peral” lo más que ve es “un peral deformado por la cultura”. Es decir, “una sombra, un monstruo de peral”.
Letras Libres, mayo de 2012.
[ Letras Libres ]
El eslabón perdido
15 de mayo de 2012
Decía ayer María Jesús Cañizares en estas mismas páginas que el Partido Popular de Cataluña —o Partido Popular Català, tras el reciente cambio de marca, que incluye, junto al adjetivo, una banderita cuadribarrada— se halla en una encrucijada: seguir dando su apoyo al nacionalismo gobernante pese a su progresivo radicalismo o romper con él e instalarse en la más estricta oposición. Cierto, la encrucijada existe. Y no es cosa de ayer. Hasta puede que se esté dando desde el inicio de la legislatura autonómica, a juzgar por la constante alternancia de profesiones de generosidad y responsabilidad con amenazas y amagos de divorcio. Pero, como bien dice asimismo Cañizares, la ruptura, para el PP, tiene un precio. Se llama, por ejemplo, Diputación de Barcelona, Corporación Catalana de Medios Audiovisuales y Ayuntamiento de Badalona. Esto es, presencia institucional. Esto es, cargos y sueldos. Y ahí duele. Sobre todo para un partido que llevaba décadas reclamando un lugar al sol catalán y que ahora, con esos cuatro rayos que le alumbran y caldean, debe de estar tocando el cielo. Nada que ver, en este sentido, con el PP del País Vasco. En su caso no ha habido ni siquiera amagos; sólo generosidad y ejercicio de la responsabilidad. Es verdad que el objetivo era distinto, completamente distinto: lo que va de permitir que en una Comunidad donde siempre ha gobernado el nacionalismo este deje de gobernar, a permitir que en otra Comunidad donde también ha gobernado siempre continúe haciéndolo. Pero yo no sé qué hubiera pasado en el País Vasco si el PP hubiera alcanzado allí acuerdos semejantes con el ejecutivo socialista a los alcanzados aquí por los populares catalanes con el nacionalista. Lo más probable es que la ruptura, como mínimo, se hubiera dilatado un tiempo. Y es que, cuando un presunto socio te trata con el mayor de los desprecios —y en eso no hay diferencia entre el Gobierno vasco y el catalán—, lo mejor es tener las manos libres.
ABC, 12 de mayo de 2012.
ABC, 12 de mayo de 2012.
[ Porque hoy es sábado ]
La encrucijada popular
12 de mayo de 2012
Han tenido que pasar más de veinte años para que un maestro en ejercicio —y, cuando digo un maestro, estoy diciendo también una maestra— decida romper las cadenas de la reforma educativa. Y ha tenido que ser en Andorra. Pero, en fin, bienvenido sea el héroe. O la heroína. Natividad Sánchez Servat, se llama. Esa maestra de P4, que presta sus servicios en la Escuela Española de Escaldes-Engordany, acaba de recibir un informe netamente desfavorable de la Comisión de evaluación del personal docente de la Consejería de Educación de la Embajada Española en Andorra, lo que significa, según la jerga al uso, que no habrá «prórroga en la adscripción al puesto que ocupa». En síntesis, que Natividad Sánchez, tutora de once niños desde hace dos años, no podrá concluir, muy a su pesar, el ciclo de infantil —y eso que incluso los padres de los churumbeles están recogiendo firmas para que siga un curso más—. En el informe, fechado el pasado 19 de abril, figuran una serie de incumplimientos en los que habría incurrido Sánchez. Por ejemplo, el extraviar un lápiz de memoria USB que se entrega a cada docente a principio de curso y que contiene información y documentación del centro. O el alargar en demasía los recreos de los niños. O el descalificar a compañeras de trabajo. Pero acaso el cargo más relevante que se le imputa sea su empecinamiento en usar una metodología y en programar unas actividades tendentes a conseguir unos objetivos «demasiado elevados». Y es que sus educandos, con sólo cuatro años, ya saben leer, empiezan a escribir y son también capaces de restar y sumar. Y hasta poseen sorprendentes nociones musicales. Una de las madres lo ha explicado muy bien: «Los niños piden y ella les da más». Exacto. Justo lo que el sistema educativo nacido en 1990 con la LOGSE y perpetuado en 2006 con la LOE impide de modo terminante. Dar más. Esto es, creer en el esfuerzo, en la superación, en la excelencia. Creer en la libertad, en una palabra.
ABC, 5 de mayo de 2012.
ABC, 5 de mayo de 2012.
[ Porque hoy es sábado ]
La maestra andorrana
5 de mayo de 2012
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