Decía ayer María Jesús Cañizares en estas mismas páginas que el Partido Popular de Cataluña —o Partido Popular Català, tras el reciente cambio de marca, que incluye, junto al adjetivo, una banderita cuadribarrada— se halla en una encrucijada: seguir dando su apoyo al nacionalismo gobernante pese a su progresivo radicalismo o romper con él e instalarse en la más estricta oposición. Cierto, la encrucijada existe. Y no es cosa de ayer. Hasta puede que se esté dando desde el inicio de la legislatura autonómica, a juzgar por la constante alternancia de profesiones de generosidad y responsabilidad con amenazas y amagos de divorcio. Pero, como bien dice asimismo Cañizares, la ruptura, para el PP, tiene un precio. Se llama, por ejemplo, Diputación de Barcelona, Corporación Catalana de Medios Audiovisuales y Ayuntamiento de Badalona. Esto es, presencia institucional. Esto es, cargos y sueldos. Y ahí duele. Sobre todo para un partido que llevaba décadas reclamando un lugar al sol catalán y que ahora, con esos cuatro rayos que le alumbran y caldean, debe de estar tocando el cielo. Nada que ver, en este sentido, con el PP del País Vasco. En su caso no ha habido ni siquiera amagos; sólo generosidad y ejercicio de la responsabilidad. Es verdad que el objetivo era distinto, completamente distinto: lo que va de permitir que en una Comunidad donde siempre ha gobernado el nacionalismo este deje de gobernar, a permitir que en otra Comunidad donde también ha gobernado siempre continúe haciéndolo. Pero yo no sé qué hubiera pasado en el País Vasco si el PP hubiera alcanzado allí acuerdos semejantes con el ejecutivo socialista a los alcanzados aquí por los populares catalanes con el nacionalista. Lo más probable es que la ruptura, como mínimo, se hubiera dilatado un tiempo. Y es que, cuando un presunto socio te trata con el mayor de los desprecios —y en eso no hay diferencia entre el Gobierno vasco y el catalán—, lo mejor es tener las manos libres.

ABC, 12 de mayo de 2012.

La encrucijada popular

    12 de mayo de 2012