Más allá de ese aspecto liminar, lo verdaderamente relevante de la cuestión son las razones aducidas para convocar la huelga. A saber: la oposición a los recortes proyectados por los gobiernos de España y de las Comunidades Autónomas, y la defensa de los servicios públicos. O, en otras palabras, el convencimiento de que la crisis no va con ellos, y la fe inquebrantable en el modelo educativo todavía vigente. Por supuesto, la suma de ambas creencias da como resultado el inmovilismo más férreo. Los sindicatos de la enseñanza han considerado siempre la educación como algo propio, lo mismo en relación con el mantenimiento e incremento de puestos de trabajo que en lo tocante a los criterios pedagógicos imperantes. En este sentido, la aprobación en 1990 de la LOGSE puede estimarse, sin duda alguna, como su gran victoria. En lo sucesivo, los puestos de trabajo no han hecho sino crecer —en general, con el acceso apañado de interinos a la condición de funcionarios—, mientras que los valores tradicionales de la enseñanza —el esfuerzo, el conocimiento, la excelencia— no han cesado de declinar. El fruto de todo este proceso, una vez transcurridas más de dos décadas, es una de las ratios alumnos/profesor (8,6) más bajas de la Unión Europea y de los países de la OCDE, y, aun así, uno de los sistemas educativos del mundo desarrollado con un nivel más paupérrimo.
Ante este panorama, si algo sobra es una huelga de enseñantes. Cuando uno forma parte de un colectivo que arroja semejante balance —por más que la responsabilidad del desastre quepa imputarla también al resto de la llamada comunidad educativa y, muy principalmente, a quienes han legislado en la materia—, lo que se impone, aunque sólo sea por una cuestión de decencia, es la reflexión. Y, como consecuencia de ella, la oportuna rectificación. Todo lo demás, insisto, está fuera de lugar y, dada la gravedad de la situación, resulta incluso afrentoso. Y, puestos ya a reflexionar, lo primero a lo que debería prestar atención cualquier docente, sea o no maestro, es a los años primarios. Porque constituyen el estadio inicial de todo el proceso educativo y porque lo que allí se haga o deje de hacerse difícilmente podrá ya modificarse en el futuro.
El pasado mes de abril, una maestra de P4 de la Escuela Española de Escaldes-Engordany, en Andorra, recibió un informe negativo de la Comisión de evaluación del personal docente de la Consejería de Educación de la Embajada, lo que va a acarrear, con toda probabilidad, su abandono del centro donde presta sus servicios y su regreso a España. Esa docente tiene a su cargo once niños desde hace un par de años y, a lo que parece, a plena satisfacción de los padres de las criaturas, que andan recogiendo firmas por la localidad a fin de que la maestra pueda seguir un año más y completar el ciclo de educación infantil. Sea cual sea el desenlace, lo verdaderamente significativo del caso es la naturaleza de uno de los incumplimientos en los que, según el informe, habría incurrido la enseñante: el haber usado «una metodología y unas actividades no (...) del todo apropiadas a la edad de los alumnos con la finalidad de lograr unos objetivos demasiado elevados». Y es que los niños, de entre cuatro y cinco años, ya leen, empiezan a escribir, hacen restas y sumas, y hasta poseen, fíjate tú, nociones de música. Una de las madres afectadas lo ha resumido a la perfección: «Los niños piden y ella les da más».
Por supuesto, no seré yo quien afirme que el informe en cuestión no está fundado en razones. Cuando menos en lo relativo al incumplimiento citado. Le avalan las disposiciones reglamentarias desarrolladas a partir de la LOGSE, primero, y de la LOE, después, que fijan para cursos posteriores la adquisición de semejantes aptitudes y conocimientos, y le avala, en especial, el espíritu mismo de la ley, garante del igualitarismo más rancio, que no persigue otra cosa, en definitiva, que la estricta igualdad de resultados y al que sólo preocupa la aparición de algún destello, la expresión de alguna individualidad, el libre desarrollo, en fin, del educando. Que todo esto se haya venido abajo en una clase de parvulario porque una maestra ha utilizado una metodología y unas actividades distintas a las prescritas con el fin de alcanzar unos objetivos acordes con el afán de unos niños por aprender, por instruirse; que ello haya ocurrido, en síntesis, porque esa maestra ha dado más a quienes pedían más, resulta, a mi modo de ver, altamente revelador.
Y es que es en esa edad primaria, en esa parcela reservada de punta a cabo al maestro, donde se juega en verdad la partida. Es en ese periodo donde hay que sacar lo máximo de cada alumno, donde hay que inculcarle el amor al conocimiento, donde hay que empezar a poner las bases de ese ciudadano en ciernes. A esa edad los niños son una esponja, su capacidad de absorción es máxima. Piénsese, sin ir más lejos, en el aprendizaje de las lenguas. Por supuesto, ello no significa que en los años siguientes, en la secundaria y el bachillerato, esa capacidad de absorción no perdure; pero los resultados que uno pueda obtener más adelante van a depender en gran medida de esa formación inicial, por lo que en modo alguno puede echarse a perder con experimentos constructivistas y pedagogismos de tres al cuarto. Y en esas estamos, por desgracia, en España.
Claro que no toda la culpa la tienen las políticas educativas, o la deficiente formación de los maestros de la enseñanza pública, o los intereses espurios de unos sindicatos nada representativos. Unas y otros, al fin y al cabo, no son más que el reflejo de la sociedad. Y, dentro de esa sociedad, de unos padres a los que ya les parece bien que sus hijos sean felices en la escuela, aunque el precio a pagar por esa felicidad sea su ignorancia. En fin, no es que les parezca bien; es que la mayoría de las veces ni siquiera se han preguntado por qué sus hijos tardan tanto en aprender lo que ellos, a su edad, ya habían aprendido. Y lo peor no es eso; lo peor es que cuando se lo preguntan la cosa ya no tiene remedio.
ABC, 21 de mayo de 2012.