Ignoro si Pepitas de Calabaza ha logrado ya encontrar a los herederos de Julio Camba o, lo que es lo mismo, si esos supuestos herederos, siguiendo el requerimiento editorial, se han puesto ya en contacto con la gente de Pepitas para formalizar la cesión de derechos, pero a mí ese paréntesis que acompaña el copyright de la reciente reedición de Mis páginas mejores se me antoja de lo más significativo, en la medida en que presenta al autor del libro como lo que realmente es hoy en día: una rara avis, alguien sin un antes ni un después, un verdadero eslabón perdido en las letras hispánicas. Tan perdido, que ni siquiera la conmemoración de los cincuenta años de su muerte ha traído ni va a traer, que yo sepa, los frutos más o menos enjundiosos que suelen conllevar, en otros casos, semejantes efemérides. No habrá, pues, seminarios, jornadas o congresos, ni exégesis, ensayos o compilaciones. A lo más, alguna reedición de un libro suyo, como el que hace al caso, o algún que otro artículo esforzado y medianamente certero, entre los que aspira a inscribirse la presente reseña.

Puestos a recordar a Julio Camba mediante la exhumación de alguno de sus libros, no hay duda que la elección de Mis páginas mejores constituye un acierto. Por su carácter antológico, lo que permite acercarse a su obra a través de un amplio muestrario –115 artículos representativos de casi todas las épocas de su producción periodística–, y porque la selección, tal y como reza el posesivo del título, está hecha por el propio autor, lo que no había sido siempre el caso en volúmenes anteriores. Sí lo fue, en cambio, en 1956, que es cuando se publicó por primera vez el libro, en la colección “Antología Hispánica” de Gredos. Por entonces, Camba cargaba ya con 72 años y más de medio siglo de periodismo. O sea, con razones bastantes para hacer de esa antología un destilado de su modo de ver el mundo y de ejercer el oficio. De ahí que tanto la selección en sí como el texto con que decidió introducirla y justificarla merezcan ser tenidas muy en cuenta.

La selección, ya se ha dicho, abarca un periodo amplísimo –de 1907 al mismo año de aparición del volumen–. Y responde, en palabras del propio Camba, a la voluntad de establecer “una cierta relación orgánica” entre los artículos, a fin de que el lector pueda hacerse “una idea exacta de cómo ha ido formándose, a través del tiempo y sus vicisitudes, la mentalidad y el estilo con que hoy anda uno por el mundo”. Por supuesto, semejante propósito puede considerarse inherente al género y aplicable, por consiguiente, a todo escritor puesto en el trance de seleccionar, en el ocaso de su vida, los fragmentos más significativos de su producción. ¿Qué es, pues, lo que caracteriza a Mis páginas mejores, lo que distingue esa antología de las demás y convierte a su autor y antólogo en uno de los más grandes escritores españoles del siglo XX? Unas cuantas cosas, a mi juicio.

Por un lado, el que esa mentalidad se haya ido formando a ras de suelo. O sea, a través del periodismo, lo que equivale a decir que ha obedecido a la intención primera de contar lo que ocurre en un tiempo y lugar determinados. Luego, el que ese tiempo haya sido tan asombroso y desquiciado como lo fue, para un europeo, la primera mitad de la pasada centuria. Luego, aún, el que ese lugar haya sido el mundo, lo mismo el viejo que el nuevo, y muy particularmente, dentro del primero, España. Pero no España como espacio, que también, sino sobre todo como referencia constante –moral, incluso–. Uno no puede hablar, en puridad, de las grandezas y miserias de lo propio si no dispone de un término de comparación más o menos homologado, y Camba lo tenía. Es más, a lo largo del primer tercio de siglo XX –en realidad, hasta la misma Guerra Civil, cuyo comienzo lo pilló en Lisboa procedente de Londres, a donde lo había enviado Manuel Chaves Nogales meses antes para que narrase en las páginas de Ahora las vicisitudes de la política británica–, pasó mucho más tiempo fuera de España que dentro. Estuvo en Constantinopla, Londres, París, Berlín, Portugal, Italia, Suiza y Estados Unidos, y en algunas de estas ciudades y países, en más de una ocasión. Por eso, en justa correspondencia, dos tercios de la presente antología retratan a ingleses, franceses, alemanes, suizos, yanquis, italianos o portugueses. A sus tipos, a sus costumbres, a sus creencias. Y por eso también esos retratos aparecen casi siempre encajados en una especie de passe-partout de ribetes hispánicos, como si esa peseta que iba por el mundo en busca de aventuras no pudiera olvidar en ningún momento su triste condición ni su miserable valor.

Lo cual no excluye que la España de entonces tenga a su vez su crónica en el libro. La tiene la Galicia natal de comienzos de siglo, evocada en tono agridulce, en consonancia quizá con la naturaleza misma del sujeto. Y la tiene la España de la Restauración y la dictadura primorriverista, tan proclive a la farsa, así como la de la Segunda República, donde la crónica alcanza, sin duda alguna, los tintes más dolientes y corrosivos. Pero todo ello no bastaría para hacer de Camba un enorme escritor si no llevase asociado un estilo único, excepcional. Un estilo que es, en gran parte, el resultado de un método, perceptible ya en los escritos más tempraneros del periodista. Consiste, esencialmente, en proyectar un análisis frío, científico, racional sobre la realidad observada. Y en reproducir luego paso a paso, en el artículo mismo, el razonamiento a que el análisis precedente ha dado lugar, de modo que el lector pueda recorrerlo por su cuenta y, en definitiva, compartirlo. Por supuesto, en la medida en que la realidad observada es la que es –a saber, algo magmático, inaprensible, incompleto, contradictorio, empezando por el propio ser humano–, los frutos de ese razonamiento serán a menudo sorprendentes y paradójicos, cuando no absurdos –como la vida misma, al cabo–. De ahí el humor de Camba, que tantos malentendidos ha provocado, aunque solo sea porque ha velado lo que de serio y trascendente tienen casi todos sus artículos.

Hace cosa de una década, Arcadi Espada se preguntaba a qué obedecía la singularidad de los artículos de Camba. Y, tras darle algunas vueltas, aventuraba la hipótesis de que saliera, principalmente, de la prensa extranjera, del trato continuado con la prensa extranjera. Es muy posible. Ningún español de su tiempo habrá gozado de ese privilegio tanto como él. Con todo –y sin que ello deba entrar en contradicción con la hipótesis anterior–, yo creo que esa excepcionalidad de Camba guarda relación con su individualismo feroz, con ese anarquismo de su juventud que fue matizando con el tiempo y que, aun así, nunca abandonó. O sea, con su autodidactismo, que le llevó a desconfiar, por principio, de toda forma de cultura heredada. Acaso porque lo que le ofrecía la suya dejaba mucho que desear. O acaso porque, tal y como afirmaba él mismo en esa arte poética particular que es “Sobre el arte rupestre” –incluido en Sobre casi todo y también en la presente antología–, cuando uno “se coloca hoy ante un peral” lo más que ve es “un peral deformado por la cultura”. Es decir, “una sombra, un monstruo de peral”.

Letras Libres, mayo de 2012.

El eslabón perdido

    15 de mayo de 2012