En un mitin celebrado en Vitoria a mediados del pasado mes de febrero, al presidente Rodríguez Zapatero, consciente ya por entonces de que la crisis tenía nombre, se le ocurrió vincular la política económica con la educativa. Oigámosle: «No haré el despido más fácil o más barato, como quiere la derecha para restringir los derechos de los trabajadores. La educación es la respuesta». Dejemos a un lado si la derecha quería o no quería lo que el presidente del Gobierno le atribuía como deseo, y centrémonos, si les parece, en la idoneidad de aquella respuesta. O, lo que es lo mismo, preguntémonos si un país, como pretendía Rodríguez Zapatero, puede efectivamente salir de la crisis con sólo invertir en educación.

Por supuesto, hay que tener en cuenta el contexto: un mitin en plena campaña para las autonómicas vascas y las inevitables elipsis de esta clase de discursos. Tampoco hay que olvidar, por otra parte, que en aquel momento el Gobierno había aprobado ya su famoso plan E y otras medidas más o menos de choque, con las que pretendía capear el temporal hasta que amainara. Pero, aun así, la creencia de que una crisis del tamaño de la que estábamos y estamos sufriendo podía resolverse con la educación, no deja de resultar llamativa. Por no decir inaudita. Y el caso es que, un par de meses más tarde, cuando el debate sobre el estado de la Nación, el presidente volvió a dar muestras de una convicción semejante: no sólo prometió nuevos óbolos para quienes fueran a quedarse sin trabajo o sin subsidio; también anunció que a partir del nuevo curso escolar todos los alumnos de quinto de primaria de los colegios públicos y concertados de España dispondrían de un ordenador portátil para subvenir a sus presuntas necesidades educativas.

Poco importa si a estas alturas, con el curso ya empezado, el porcentaje de aulas españolas de quinto de primaria con ordenador resulta insignificante. Lo importante es la determinación de Rodríguez Zapatero por convertir la educación en un banderín de enganche. Lo importante y lo sorprendente, sobre todo si uno atiende a que nuestro gasto público en enseñanza se halla todavía muy lejos de la media de los países desarrollados (un 4,3% del PIB frente al 5,2%, según los datos de 2006) y apenas ha variado, en términos porcentuales, a lo largo de la última década. Lo cual no significa, claro, que no exista un vínculo incuestionable entre la educación y la economía de un país; existe, vaya si existe. A nadie con dos dedos de frente se le escapa que si la educación no surte de titulados debidamente preparados al mercado laboral —y poco importa, en el fondo, cuál sea su nivel de estudios, mientras responda a las capacidades de cada cual y a lo que el mercado esté realmente en condiciones de absorber—, la economía va a terminar por resentirse. Otra cosa es que ese déficit de titulados deba subsanarse mediante una mayor inversión de dinero en educación.

El problema de la educación en España, al igual que el de la economía, no es un problema de dinero, sino de modelo, de sistema. En este sentido, algo pareció haber intuido Rodríguez Zapatero cuando a finales de agosto anunció que se proponía alcanzar un pacto con el Partido Popular en educación y en planificación energética, y cuando especificó que, en el campo educativo, el pacto iba a suponer una importante reforma de la Formación Profesional para adaptarla a las necesidades empresariales. Aun así, a las primeras de cambio —el pasado 8 de septiembre en el Congreso—, una moción del PP que planteaba medidas para paliar el abandono y el fracaso escolar, y una enmienda posterior que proponía una reforma pactada del sistema educativo, fueron rechazadas por el PSOE. No puede hablarse, pues, de un inicio demasiado esperanzador.

Y es que, tras veinte años de LOGSE —la actual LOE es más de lo mismo, y la LOCE, tan bienintencionada, ni siquiera tuvo tiempo de aplicarse—, nuestra enseñanza está por los suelos. El último informe de la OCDE sigue situando a España en el furgón de cola del mundo desarrollado en cuanto a abandono escolar, con independencia de la franja de edad que uno tome como referencia. Y ello es así en gran medida por culpa de una política educativa basada en un sistema que ha renegado del esfuerzo, de la autoridad bien entendida, del cultivo de la memoria, del aprecio por el saber, de la sana competitividad, y que ha promovido en su lugar —bajo el espejismo de la igualdad— un buenismo engañabobos, el conocimiento cero, el entretenimiento a espuertas y el relativismo como dogma.

Así las cosas, convendrán conmigo en que no parece que el dinero pueda llegar a ser, ni remotamente, la solución.

Actualidad Económica (núm. 2676, 25 de sept.-1 de oct.).

El banderín de enganche

    29 de septiembre de 2009
Todos los medios parecen estar de acuerdo en que existe una relación de causa a efecto entre la crisis económica y el descenso en el número de rupturas matrimoniales. A su juicio —y a juicio de los expertos consultados por esos mismos medios—, la culpa de que los hombres y las mujeres se hayan separado o divorciado menos en 2007 y 2008 que en años anteriores, rompiendo de este modo la tendencia alcista de la última década, la tienen, básicamente, dos factores: por un lado, el aumento del paro; por otro, la caída del precio de la vivienda. No digo que no. En cuanto al primer factor, está claro que la posibilidad de quedarse sin trabajo ha de retraer por fuerza a muchas parejas de la decisión de empezar una nueva vida —o sea, dos, dados los miembros de que consta, por lo general, una pareja—. Y en cuanto al segundo, es evidente que la pérdida de valor de la vivienda familiar no invita precisamente a venderla en estos momentos, lo que hace que muchos matrimonios sigan unidos a su pesar. (Si bien algunos —conozco un caso— han optado por una solución de compromiso: partir la vivienda en dos, mediante un tabique, y esperar a que amaine el temporal, ya el económico, ya el afectivo.)

Aun así, no estoy del todo seguro de que la crisis sea la única culpable del cambio de tendencia. En primer lugar, porque ese cambio se produjo ya en 2007, cuando la crisis, en teoría, no la vislumbraba más que Manuel Pizarro, por lo que sus efectos todavía no podían ser percibidos por el resto de los mortales. Y, luego, porque no hay mal que diez años dure. O veinte. O los que sea. Quiero decir que las tendencias son eso, tendencias. Y, como tales, están sujetas a variación. De ahí que me parezca bastante razonable suponer que, una vez llegados, en 2006, a la muy respetable cifra de 145.919 disoluciones matrimoniales, hayamos levantado el pie del acelerador rupturista hasta volver, con las 118.939 actuales, a los niveles de 2002. Por otra parte, si uno observa los datos de otros países europeos —como, por ejemplo, Francia, Alemania o los Países Bajos—, comprobará que esa inflexión se ha producido ya en todos ellos en años anteriores. En fin, que la crisis, también allí, no parece haber sido un desencadenante, sino un incentivo importante de algo que ya se había manifestado previamente con mayor o menor vigor.

Dicho lo cual, y teniendo en cuenta que cualquier ruptura matrimonial constituye, en último término, la expresión de un fracaso, no queda más remedio que alegrarse por la aparición de la nueva tendencia. Y si encima no hay que agradecérselo únicamente a la crisis, sino también a la voluntad de los propios españoles, pues estupendo, claro.

ABC, 27 de septiembre de 2009.

Crisis de pareja

    27 de septiembre de 2009
Como pueden ustedes imaginarse, sigo con verdadera pasión el caso Millet. Por varios motivos. En primer lugar, porque siempre me ha interesado enormemente el mundo de la cultura autóctona —debilidades que tiene uno— y Félix Millet es, en este sentido, un ejemplar de primerísimo nivel. Luego, porque este hombre representa la mar de bien lo que se ha convenido en llamar «la sociedad civil catalana». Se trata de uno de esos entes fantasmagóricos, cuando menos en las últimas décadas. Para entendernos: la sociedad civil catalana, al igual que los espectros, existe y no existe a un tiempo. Existe, porque hay personas como Millet que hacen y deshacen cosas, y viven a costa del dinero público. Pero no existe, porque, para existir de verdad, debería actuar al margen del poder político y de sus prebendas, lo que manifiestamente no ocurre. En síntesis: la sociedad civil catalana no es más que una pantalla del nacionalismo. O, si lo prefieren, una simple correa de transmisión. Lo mismo sirve para que gente como Millet gestione lo que gestiona que para sufragar asociaciones convocantes de referéndums o marchas reivindicativas del siempre anhelado derecho a decidir. El único requisito es que unos y otros no contravengan las órdenes y los intereses del poder, que al fin y al cabo es quien maneja el presupuesto.

Pero, aparte de esas dos razones, hay una tercera que convierte este asunto en un asunto apasionante. Me refiero, claro, a la cruz. O a la Creu. Como sin duda ya habrán adivinado, la Creu de Sant Jordi es a la sociedad civil catalana lo que la guinda al pastel. Por eso Millet la tiene desde hace diez años. Porque se la ha ganado, como tantos otros. De ahí que me parezca inaudito que el Consell Executiu de la Generalitat pretenda —como pretende cuando escribo estas líneas— que Millet la devuelva. Y sobre todo que amenace, en caso de encontrarse con una negativa del prohombre de la música catalana, con hacer reversible su concesión, con convertir la Creu en una cruz de quita y pon. No sé qué va a responder Millet, aunque, en su afán por hacerse perdonar lo imperdonable, nada me extrañaría que acabara cediendo a las presiones.

Sería una lástima. Yo que no formo parte de la sociedad civil catalana y que no puedo aspirar, por tanto, al beneficio de la cruz, considero de todo punto necesario dejar las cosas como están. La Creu es para el que se la trabaja. Y si luego resulta que sale rana, qué le vamos a hacer. Estos días se ha recordado el caso de Enric Marco, el deportado ficticio, que devolvió su cruz a los dos días de descubrirse el fraude. Pero Marco había falseado su vida. No es el caso de Millet. Él ha falseado las cuentas, es cierto; pero no la vida. Todo el mundo sabía, en ese poder político que ahora se rasga las vestiduras, quién era Millet. Y todo el mundo sigue sabiéndolo. Al fin y al cabo es uno de los suyos. Pues a apechugar con la cruz.

ABC, 26 de septiembre de 2009.

¡Señor, qué cruz!

    26 de septiembre de 2009
Entre los muchos globos sonda lanzados por el Gobierno en lo que va de año, figuran los relativos a la congelación salarial de los funcionarios. Si mal no recuerdo, fue el ministro de Trabajo quien lanzó el primero. Hace ya algunos meses, Celestino Corbacho se mostró partidario de congelar el sueldo a los funcionarios cuyos ingresos anuales fueran superiores a 30.000 euros. Luego, a finales del pasado mes de agosto, el ministro Blanco soltó otro globito. Es verdad que no habló de congelación de salarios, sino de «establecer niveles de contención», pero se le entendió todo. Como se le ha entendido esta misma semana, cuando ha vuelto sobre el asunto.

Por supuesto, en este espectáculo no todo ha sido suelta de globos. También ha habido, en el propio Gobierno, quien se ha dedicado a pincharlos. Es el caso de María Teresa Fernández de la Vega. La vicepresidenta primera se reunió la semana pasada con los sindicatos del sector para garantizarles que, en lo que queda de legislatura, los funcionarios iban a mantener el poder adquisitivo. Y este martes se ha apresurado a concretarles la oferta: un aumento del 0,3%, en salarios y pensiones, para 2010. Al decir de las crónicas, no parece que la oferta haya disgustado a los interesados.

Así pues, todo indica que no habrá congelación. Y es una pena, porque a los que no vivimos del erario público —y también a algunos que sí viven de él— nos cuesta comprender que este gobierno no considere una prioridad, tal como están las cuentas del Estado, congelar el sueldo de sus funcionarios. En circunstancias mucho menos dramáticas, otros gobiernos sí lo hicieron. Lo hizo uno de los últimos de Felipe González, y también el primero de José María Aznar. Eso sí, en ambos casos la medida coincidió con el inicio de la legislatura, que es —lo sabe cualquier político— el momento de tomar las decisiones impopulares.

Pero aún existe otra razón para hacerlo, más importante si cabe. Una congelación del sueldo de los empleados públicos constituiría un gesto de indiscutible solidaridad con los parados que no encuentran trabajo, con los que están a punto de quedarse sin subsidio y también con aquellos trabajadores que se han visto forzados a sacrificar parte del salario para conservar su empleo. Claro que la medida debería traer aparejada la congelación del sueldo de nuestros políticos —cuando menos, como proponía Corbacho con respecto a los funcionarios, de los que sobrepasan los 30.000 euros anuales, que son casi todos—. Y una rebaja de las dietas y demás complementos. Y, si me apuran, la renuncia a aquella jubilación «ad hoc» que se concedieron a sí mismos. ¿O no son también servidores de lo público?

ABC, 20 de septiembre de 2009.

Congelaciones ejemplares

    20 de septiembre de 2009
El anuncio del cese de Xavier Bru de Sala como presidente del Consell Nacional de la Cultura i les Arts ha sorprendido a más de uno. Hay de qué. Por un lado, Bru de Sala apenas ha cumplido seis meses en el cargo. Luego, el propio Consell de nombre tan pomposo —siendo el Arts Council el principal referente, ¿por qué no tomar ejemplo de la sobriedad designativa británica?—, aun cuando fue creado en mayo de 2008, no echó a andar hasta que el propio Parlamento de Cataluña no aprobó, a propuesta del presidente de la Generalitat, la lista de 11 miembros que debían componerlo. O sea, hasta enero del año siguiente. O sea, hasta ayer mismo. Sobra decir que, entre esos 11 magníficos de la cultura y las artes nacionales catalanas, estaba, en un primerísimo lugar, Xavier Bru de Sala. Y estaba —y con eso llegamos a la tercera de las razones de la sorpresa— por méritos propios.

En efecto, si alguien ha venido reclamando desde hace años y paños, que diría Josep Pla, la existencia de un organismo como el Consell de marras, este alguien es el propio Bru. Quienes hayan leído de tarde en tarde sus reflexiones, habrán tropezado, aquí y allá, con la reiteración obsesiva de dos principios: la imperiosa necesidad de la cultura, y la imprescindible independencia de quienes la practican. Se trata, qué duda cabe, de dos principios muy loables. Tan loables, que, en puridad, sólo debería hablarse de cultura cuando estuviera garantizada, a un tiempo, esa independencia. Sea como fuere, la presencia de Bru en el sanedrín cultural catalán estaba más que justificada. Y, vistos los currículos de los otros diez, seguramente también lo estaba que la presidencia recayera en él desde el primer día. Es más: si a Josep Maria Flotats lo nombraron en su día director-fundador del Teatre Nacional, a su amigo Bru podían haberle nombrado perfectamente presidente-fundador del Consell.

De ahí, insisto, que su cese resulte sorprendente. Como resulta sorprendente la forma en que se ha producido. Según parece, a comienzos de junio todos los miembros del Consell fueron reuniéndose, uno por uno, con el consejero de Cultura, para darle cuenta del memorial de agravios contra Bru y exigirle su cabeza. Todos menos el presidente, claro. A este se supone que lo citaron más tarde y que, como consecuencia de esta cita, fue conminado a dejar el cargo. Cuentan los afectados que el problema es su carácter: autoritario, engreído, autosuficiente, personalista. Un genio, vaya.

Es posible que tengan razón, que el problema sea el carácter. Pero, entonces, ¿por qué lo eligieron? ¿Acaso no lo conocían? ¿Acaso no sabían cómo las gasta? Desengáñense, el problema no es el carácter; es la ambición. La ambición de Bru y la del propio proyecto. No caben en esta Cataluña. Aquí no cabe un Arts Council; esto no es Inglaterra, ni el mundo anglosajón. Aquí no cabe un Estado cultural, a la francesa. Aquí lo único que cabe es un organismo de andar por casa, un consejillo, de vuelo gallináceo. O sea, un apaño. Eso sí, nacional.

ABC, 19 de septiembre de 2009.

Un apaño nacional

    19 de septiembre de 2009
Parece que por fin va abriéndose camino en España la idea de que la educación necesita un gran pacto. Se trata, sin duda, de una buena noticia. Para que un acuerdo de esta magnitud pueda materializarse, es imprescindible que todas las partes sientan la necesidad de alcanzarlo. Y así debe de ser cuando el primero en proclamar que no estamos ante una «ocurrencia» personal, sino ante algo que «la sociedad misma (…) está pidiendo a gritos» es el propio ministro Gabilondo. Lo dijo con estas palabras en la entrevista que le hizo ABC al mes de acceder al cargo e insistió en ello, mayestáticamente, en su Tercera del pasado 14 de junio: «Sentimos la obligación de responder a la llamada de la sociedad, que reclama este pacto, y que desea que sea realista, concreto y viable».

Una de las razones por las que la sociedad española reclama lo que reclama guarda relación, a qué engañarnos, con los continuos vaivenes a los que ha estado expuesta la enseñanza en las últimas décadas. Me refiero, especialmente, a los vaivenes legales. Demasiadas leyes en tan pocos años. Y, encima, no todas remando en la misma dirección, de modo que, a menudo, lo que una armaba, la siguiente lo desarmaba y la que venía a continuación lo volvía a armar. Pero, aun así, no creo que esta sea la razón principal de la petición «a gritos» a la que aludía el ministro. El común de la gente no entiende mucho de leyes ni de marcos normativos. Sí entiende, en cambio, de aprobados y suspensos, de repeticiones de curso, de violencia en las aulas, de sanciones que, o no se imponen, o se imponen tarde y mal y quedan sin efecto. Y entiende, sobre todo, de títulos que deberían servir y no sirven, que deberían asegurar el indispensable engarce entre los estudios y la profesión y, por desgracia, ya no lo aseguran.

En definitiva, lo que la gente percibe es que la enseñanza está en crisis. Y que esa crisis, aun cuando tenga, como la económica, características globales, también como la económica afecta mucho más a nuestro país que a cualquier otro del mundo desarrollado. (No en vano, cada tres años y durante semanas, los distintos medios de comunicación airean, con tanta perplejidad como vergüenza propia, los resultados del informe PISA, en los que España aparece siempre cómodamente instalada en el furgón de cola.) Para ver de remediar esta situación, y con vistas a alcanzar el ansiado pacto educativo, el ministro ha sugerido ya algunos ámbitos de reflexión, en torno a los cuales podría empezar a articularse el debate entre todos los sectores implicados. De igual manera, no pocos especialistas han propuesto ya en estas mismas páginas medidas realistas, concretas y viables —y uso aquí los tres conceptos a los que recurría Ángel Gabilondo en su artículo para caracterizar la clase de pacto que la sociedad, a su juicio, reclamaba—. Pero mucho me temo que existe una cuestión previa, sobre la cual, o nos ponemos todos de acuerdo, o esas sugerencias y propuestas, tan prometedoras en su mayoría, actuarán sólo, en el mejor de los casos, como puros emolientes.

Esa cuestión previa es la de la autoridad. La autoridad en un sentido pleno. O sea, la «auctoritas», pero también la «potestas». La que proviene del ejemplo, de la pasión por el conocimiento, de la capacidad de convicción —y de la consiguiente superioridad moral que todo ello entraña—, y la que deriva de la existencia de una relación jerárquica sólidamente establecida, una relación de poder, en la que unos mandan y otros obedecen, por el simple motivo de que unos están allí para enseñar y otros para aprender. No hace falta decir que ambas formas de autoridad son imprescindibles. E interdependientes. Nada puede lograrse, en el campo educativo, si falla la «auctoritas», pero nada puede lograrse tampoco si la que falla es la «potestas».

En este sentido, no hay duda de que uno de los lastres de nuestro sistema de enseñanza consiste en haber pretendido, durante las últimas décadas, ceñir la autoridad a la primera de las dos acepciones. Como si la segunda estuviera de más. Como si, además de inútil, resultara contraproducente. Como si fuera incluso la causa de todos nuestros males. Y esa mutilación del concepto traía aparejada la creencia de que basta con desearlo firmemente —con un ímpetu y una convicción parecidos a los se que emplean en las sesiones espiritistas donde las mesas se levantan y los vasos acaban moviéndose— para que el orden reine en el aula, para que el respeto y la atención sean algo garantizado y para que, en definitiva, pueda impartirse la lección o, en su defecto, darse la clase sin graves contratiempos.

Por descontado, el depositario de esa autoridad cercenada no es otro que el maestro o el profesor. O no debería ser otro. Porque una de las consecuencias más penosas de todo este proceso, y lo que a mi modo de ver impide, a estas alturas, que cualquier forma de pacto pueda llegar a fructificar, es la devaluación imparable de la figura del docente. Lo mismo el maestro que el profesor —aunque este último en mayor medida— han ido perdiendo poco a poco su autoridad, o lo que quedara de ella. Y la han perdido, como quien dice, por los cuatro costados. Se la ha hurtado, en primer lugar, la Administración con sus políticas educativas. Pero también la han laminado los sindicatos de enseñanza, mucho más interesados en defender privilegios de casta que en asegurar el óptimo ejercicio del oficio —de su oficio— y, en consecuencia, de la educación. Y las asociaciones de padres, a las que se ha adjudicado a menudo un papel fiscalizador de la labor docente. Y, en fin, los propios alumnos, que sin comerlo ni beberlo se han encontrado investidos de una autoridad ajena a su condición que les ha llevado a tratar a sus maestros y profesores, las más de las veces, de igual a igual. De ahí que tanto la reciente iniciativa del Gobierno de la Comunidad de Madrid promoviendo una ley de Autoridad del Profesor como las palabras de Don Juan Carlos llamando a «reforzar y prestigiar» su papel en el marco de «un amplio y sólido acuerdo a escala nacional» no puedan ser sino bienvenidas.

Así pues, ese gran pacto educativo que tanto ansía la sociedad española requiere, ante todo, de la dignificación de la figura del docente. Una dignificación que sólo será plena y efectiva si comporta la restitución de la autoridad de la que el maestro y el profesor habían gozado en otro tiempo y sin la que cualquier labor pedagógica carece de sentido. Pero, del mismo modo que los docentes deben sentir permanentemente ese amparo y ese aliento en el ejercicio de su profesión —lo que equivale a decir que el resto de las instancias comprometidas en el proceso educativo tienen que reconocerles, en todo momento y a cualquier nivel, ese papel nuclear—, resulta en absoluto necesario que nuestros enseñantes cuenten con la mejor de las formaciones posibles. Empezando por donde hay que empezar. O sea, por los aspirantes a maestro. O a educadores de primaria, que es como habrá que llamarles, me temo, en adelante. Si quienes emprenden esos estudios no son nuestras mejores cabezas, sino tan sólo las que combinan algo de vocación con un aprobado justillo en el bachillerato y la selectividad, mal andamos.

Y no creo que haga falta recordar qué desenlace nos reserva, en estos casos, el refranero.

ABC 18 de septiembre de de 2009.

Un pacto por la autoridad

    18 de septiembre de 2009
Ignoro si detrás de todo gran hombre hay una gran mujer. O si —no vayamos a pecar de androcentrismo— detrás de toda gran mujer hay un gran hombre. O si… Pero sí sé que detrás de cada político de cierta importancia, sea o no un gran hombre o una gran mujer, suele haber un negro —o una negra, claro—. Es decir, alguien que escribe y que, encima, escribe relativamente bien. No hace falta añadir que el radio de acción de esa clase de negritud no se circunscribe al campo de la política. Hay negros en el mundo de la empresa. Y de las finanzas. Y hasta en el universitario. Y los hay —faltaría más— en el de la literatura. Pero donde más relucen, sin duda, es en el de la política, acaso por la cantidad de ocasiones en que los profesionales de la cosa pública se ven obligados a tomar la palabra en algún acto, debate o congreso, o a imprimirla en algún papel.

Ahora bien, que los negros reluzcan no significa que sean conocidos. Por lo general, un negro no tiene nombre, ni rostro, ni mucho menos personalidad. De lo contrario, no sería un negro. Claro que, como en todo, existen excepciones. Quizá la más aireada sea la de Henri Guaino. Guaino es el negro de Nicolas Sarkozy. Si sabemos de su identidad es porque un día, en plena campaña para las presidenciales francesas, la gente empezó a preguntarse quién le escribía aquellos discursos tan bien armados al entonces candidato Sarkozy. Y luego, porque, con el candidato ya presidente, Yasmina Reza publicó aquel opúsculo maravilloso llamado «El alba, la tarde o la noche», en el que había ido anotando, detalle a detalle, el curso de aquella campaña electoral y donde su mirada, cuando no estaba fija en el candidato —que era casi siempre—, solía estarlo en Guaino.

Pero, en los últimos tiempos, Guaino, a quien Sarkozy ha mantenido en su círculo de confianza, ha vuelto a ser noticia. Como negro. Mejor dicho, como negro incontinente. Resulta que a finales de mayo Claude Lanzmann, Bernard-Henry Lévy y Elie Weisel publicaron en «Le Monde» un artículo en el que denunciaban la ristra de declaraciones antisemitas de Faruk Hosni, actual ministro de Cultura egipcio y principal candidato a convertirse, con el beneplácito francés, en el nuevo director general de la Unesco. Y resulta que Hosni respondió a este artículo con otro en el que atribuía sus antiguas declaraciones a los excesos de un carácter poco dado a la contención. Pues bien, Natalie Nougayrède, también en «Le Monde», acaba de revelar que Guaino había leído la respuesta de Hosni antes de su publicación y que hasta puede que la hubiera escrito o retocado él mismo.

O sea, la incontinencia. Una enfermedad mucho más peligrosa, si cabe, que la mismísima gripe A.

ABC, 13 de septiembre de 2009

Negros

    13 de septiembre de 2009
Hubo un tiempo en que Jordi Pujol era tenido por un estadista. Es un hombre de Estado, decía la gente. Por supuesto, la frase tomaba un sentido u otro según quién fuera esa gente. Si se trataba, por ejemplo, de un votante, simpatizante o militante del partido, o sea, de un nacionalista en primero, segundo o tercer grado, la admiración por el personaje iba siempre teñida de cierta melancolía, la que resulta, ¡ay!, de la inexistencia misma de ese Estado. En cambio, si la frase la pronunciaba una persona sin roce alguno con el nacionalismo, y en especial si esa persona residía en España pero no en Cataluña, entonces el sentido variaba por completo. Para empezar, aquí el Estado era real, no imaginario. Y luego, como consecuencia sin duda de ese realismo, la admiración por el personaje solía guardar relación con la contribución de Pujol y su partido a lo que se ha venido en llamar «la gobernabilidad de España». O, si lo prefieren, con el hecho de que los diputados de CIU en el Congreso hubieran favorecido con sus votos, y en etapas sucesivas, la estabilidad de gobiernos de UCD, PSOE y PP.

Yo creo que Pujol no fue nunca un hombre de Estado. Ni de uno ni de otro Estado. El primero puede que se le apareciera en alguna de sus ensoñaciones, como aquellas que tan bien recrearon Boadella-Fontseré en «Ubú presidente»; pero eso es todo. En cuanto al segundo, al Estado de verdad, al español, tampoco lo sintió nunca como propio, lo que no significa que no lo utilizara a su conveniencia. Eso sí, mientras estuvo en activo, guardó las formas. Incluso llegó a quejarse más de una vez de los enormes sacrificios que ese compromiso suyo con la gobernación de España le había acarreado, del desgaste sufrido en su ingrata labor de estadista por cuenta ajena.

Ahora, claro, ya no es así. Ahora ya no tiene formas que guardar. Su condición de ex le permite expresarse sin cortapisas y demostrar hasta qué punto está lejos de ser o haber sido un hombre de Estado. Esta semana, por ejemplo, Pujol ha declarado a Onda Cero que el Tribunal Constitucional «no merece respeto». Para justificar semejante aserto, el ex presidente de la Generalitat ha echado mano de argumentos tan peregrinos como que sus miembros «están politizados» y «obedecen a consignas de partido». ¿O acaso no ocurría lo propio en los tiempos, ya lejanos, en que las sentencias eran favorables a los intereses del Muy Honorable? ¿Acaso no se cuidaba él mismo de presionar hasta donde hiciera falta —mediante el siempre efectivo recurso a la amenaza y al chantaje políticos— al partido gobernante? Y luego, más allá del cinismo argumental, está lo del respeto. ¿Cómo se atreve a afirmar, un presunto hombre de Estado, que el más Alto Tribunal de ese Estado del que se supone que forma parte no merece respeto? ¿Se imaginan algo parecido en cualquier otro país de la Unión Europea? ¿Verdad que no?

Y es que España, también en eso, sigue siendo diferente.

Un hombre de Estado

    12 de septiembre de 2009
Cuando se acerca la Diada del 11 de septiembre, a los nacionalistas catalanes les da el subidón. Para los patriotas sin Estado —y también, en según qué casos, para los que ya tienen uno—, esa clase de jornadas son el no va más. De ahí que en los días anteriores prodiguen sus declaraciones para ir caldeando el ambiente. En general, esas declaraciones, por mucho que adopten forma de bravata, no pasan de la simple expansión sentimental, por lo que tarde o temprano pierden fuelle y se olvidan. Sin embargo, este año la cosa es distinta. Este año la Diada viene marcada por un único asunto: el futuro de un Estatuto de Autonomía cuya constitucionalidad se halla en tela de juicio. O, si lo prefieren, el sentido de una sentencia largamente esperada, que no puede sino estar al caer y que todo indica que será, en lo esencial, contraria a los intereses del nacionalismo.

Convendrán conmigo en que se trata, a todas luces, de algo fuera de lo común. Para encontrar un precedente, habría que remontarse a los tiempos de la Segunda República. En efecto, a comienzos de junio de 1934, el Tribunal de Garantías —antecedente de nuestro Tribunal Constitucional— declaró inconstitucional la Ley de Contratos de Cultivo aprobada unos meses antes por el Parlamento de Cataluña. En las semanas que habían precedido al fallo, y a modo de aviso, el nacionalismo catalán, encabezado por el entonces presidente Companys y su Esquerra Republicana, había proferido toda suerte de amenazas y se había incluso movilizado para el caso de que la sentencia no fuera de su agrado. Y cuando esta llegó y no lo fue, a Companys y a su Esquerra les faltó tiempo para volver a presentar la misma ley en el Parlamento, sin modificación alguna, y para volver a aprobarla entre el regocijo de cuantos catalanes querían avivar el enfrentamiento con el Gobierno de Madrid y el espanto de cuantos veían en ese enfrentamiento el presagio de algo muchísimo peor. En este sentido, el putsch del 6 de octubre de aquel mismo año, que acabó con todo el Gobierno autonómico en la cárcel y con la Autonomía suspendida, constituyó la triste plasmación de ese presagio.

Por supuesto, no pretendo insinuar, con semejante comparación, que estemos expuestos a un desenlace similar. Afortunadamente, los tiempos han cambiado y las personas también. Ni Europa es la misma, ni la clase política española tiene gran cosa que ver con la de entonces, ni la Esquerra de los años treinta se asemeja al tripartito de ahora, ni la figura de Companys, en fin, guarda demasiada relación con la de Montilla. Pero, aun así, los prolegómenos difieren muy poco. De entrada, lo que se ha dado en llamar la bilateralidad. O sea, la percepción de que nos hallamos ante un conflicto entre dos entidades políticas distintas, Cataluña y España, con intereses contrapuestos. Luego, en lógica correspondencia con lo anterior, las proclamas de algunos responsables políticos catalanes —mayormente de Esquerra, pero también socialistas o de Convergència i Unió— llamando a la movilización, instando a la desobediencia o sugiriendo fórmulas alternativas si la sentencia del Alto Tribunal —al que, en tanto que órgano del Estado, no se reconoce, claro, legitimidad ninguna— declara inconstitucionales algunos artículos. Y, en último término, ese argumento sensacional que ha ido tomando cuerpo con el paso del tiempo —y al que no es ajeno el socialismo español—, según el cual el fallo del Constitucional no puede sino ser favorable al Estatuto, en la medida en que este ha sido aprobado por dos Parlamentos —uno autonómico y otro estatal— y refrendado por un 74% de votantes catalanes, es decir, por un 34% de electores. Como si no existiera en España separación de poderes y los señores magistrados no pudieran rebatir, como intérpretes supremos de la Constitución, lo que un número cualquiera de diputados y de ciudadanos, catalanes o no, han bendecido con su voto.

Así las cosas, ese pulso que el nacionalismo viene echando, hoy como ayer, a los poderes del Estado, ese cuento de nunca acabar, no parece tener otro desenlace inmediato que el acatamiento puro y simple de la sentencia del Constitucional. Y la consiguiente anulación de los artículos que correspondan y de cuantas leyes el Parlamento catalán haya promulgado en los últimos años a sus expensas. Por descontado, el Gobierno de la Generalitat tratará por todos los medios, y como de costumbre, de no cumplir la sentencia. Y los partidos que le apoyan, además de Convergència i Unió, abogarán, mientras tanto, por convocar un nuevo referéndum o por reformar la Constitución, a fin de que el Estatuto soñado quepa en ella. En cambio, seguro que a nadie se le ocurre pedir a los diputados del Parlamento catalán y del Parlamento español que avalaron con su voto esa ley orgánica y que aún siguen en ejercicio que renuncien a sus cargos. Y es una lástima, porque es lo mínimo que cabría exigirles en pago a su enorme irresponsabilidad.

(Actualidad Económica, septiembre de 2010)

El cuento de nunca acabar

    8 de septiembre de 2009
Aunque las circunstancias le llevaron, en junio de 2005, a suscribir el manifiesto que dio origen a Ciutadans de Catalunya, la vida de Xavier Pericay (Barcelona, 1956) ha transcurrido hasta la fecha entre la filología y el periodismo. Y no parece que en un futuro las cosas vayan a cambiar. Actualmente, Pericay da clases de periodismo en el Centro de Enseñanza Superior Alberta Giménez, adscrito a la Universidad de las Islas Baleares, y escribe de forma regular en el diario Abc.

Wikipedia dice: Tras iniciarse en el mundo de la poesía, se licenció en filología catalana en la Universidad de Barcelona. Escribió dos libros con Ferrán Toutain: Verinosa llengua y El malentès del nocentisme. Ha traducido al catalán a Stendhal, Gide y Balzac y a Josep Pla al castellano. De 1987 a 1990 fue editor-corrector del Diari de Barcelona. Tras esta experiencia impartió clases de periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona y más tade en la Universidad Ramón Llull. Desde 2000 escribe regularmente en el diario ABC. Fue uno de los fundadores de la plataforma Ciutadans de Catalunya, que originaría el partido Ciudadanos - Partido de la Ciudadanía. Pericay es uno de los máximos especialistas en la vida y obra del escritor catalán Josep Pla. Además de traducir varios libros memorialísticos suyos incluidos en la edición de sus Dietarios, ha editado también las crónicas de Pla agrupadas en el volumen La Segunda República española.


-¿Qué es una columna?
Una columna es una costumbre. Para quien la escribe y, a menudo, para quien la lee. Las columnas, como las costumbres, sirven para poner algo de orden en el periódico y, por supuesto, en la vida.

- Publiqué mi primera columna...
Nadie me lo ofreció. Nos ofrecimos —Josep Maria Fulquet y yo— al diario El País, porque había muerto un gran poeta catalán, Joan Vinyoli, al que ambos conocíamos y admirábamos, y nos pareció que algo había que decir del trato que le había dispensado la cultura de la que formaba parte. Como Vinyoli murió el 30 de noviembre de 1984, el artículo debió de publicarse en los días siguientes a esa fecha.

- Para inspirarme...
Leer, observar, pensar. Y hablar con la gente. El estilo no es sino el resultado de convertir todas estas operaciones en escritura. O sea, trabajo, puro trabajo.

- Alguna columna que me haya traído problemas
Ninguna, que yo recuerde. Eso sí, de vez en cuando recibo algunos insultos. Pero, en fin, sin mayor importancia.

- ¿A mano o a máquina?
A máquina. Siempre con ordenador y conectado a la red.

- ¿Censura o autocensura?
Censura, nunca. La autocensura es inherente a la escritura. También se le puede llamar control, o aplomo, o mesura. Y cobardía, claro. En cuanto a la censura económica, la única que conozco es la del artículo impagado.

- El mejor columnista de España es o ha sido...
Julio Camba, sin duda alguna.

- ¿Todas las opiniones son respetables?
En absoluto. Hay opiniones deleznables, que no merecen más que la diatriba o el desprecio. Lo único respetable es el ser humano que hay detrás.

- Nunca sería columnista de...
Deportes.

- La libertad de expresión tiene como límite...
El abuso, el encarnizamiento, la crueldad.

- ¿Cómo escribe sus columnas?
Las escribo con tiempo, para no andar con prisas. Luego, una vez escritas, las dejo macerar hasta el momento de enviarlas al periódico, en que las vuelvo a leer y todavía añado o suprimo lo que me parece.

Entrevista de Sincolumna.com

    7 de septiembre de 2009
Aunque parezca mentira, hubo un tiempo en que un doctor era algo más que un médico. No me malentiendan: no estoy diciendo que un médico fuera antes poca cosa. En absoluto. Un médico era, y todavía es, alguien respetable. ¡Cómo no va a serlo quien tiene la facultad de aliviar, poco o mucho, el dolor de los demás! No, si digo que un doctor era algo más que un médico es porque antes uno podía ser doctor sin ser a la fuerza médico. Y, lo más importante, podía merecer, socialmente, un respeto semejante. Para ello, bastaba con que se hubiera doctorado al término de sus estudios superiores, fuesen cuales fuesen esos estudios.

Hoy día, si bien sobre el papel las cosas continúan igual, lo cierto es que en la práctica todos los doctores son médicos. Vaya, que a nadie que no sea médico le llaman ya doctor por la calle —que es donde se demuestra, al cabo, lo que vale un título—. En eso, como en tantas otras facetas de la vida española, los catalanes han sido unos grandes precursores. Hará un par de décadas, en unas oposiciones a agregados de instituto convocadas por la Generalitat, en el apartado de méritos, la posesión del título de doctor puntuaba ya mucho menos que un simple diploma de lengua catalana. Figúrense ahora; no me sorprendería lo más mínimo que incluso penalizara.

Como es natural, ese descrédito del doctor guarda relación con el descrédito general de la universidad. Piensen por un momento en el respeto que puede merecer un título otorgado por una institución cuyo máximo logro, en la Europa del último cuarto de siglo, ha sido la creación de un programa de turismo encubierto llamado Erasmus. Y eso no es lo peor. Lo peor es lo sucedido en Alemania. No sé si han enterado. Resulta que acaba de destaparse allí un escándalo de padre y muy señor mío que afecta de lleno a los doctores. Una trama. Una red académica de compra y venta de títulos. De doctor, claro. Y no en un centro concreto. Ni siquiera en un conjunto de centros de un mismo «land». No, a lo largo y ancho del país. A cambio de una cantidad que oscilaba, al parecer, entre 5.000 y 20.000 euros, el aspirante a doctor podía conseguir su título sin despeinarse o, lo que es lo mismo, sin perder ni un segundo asistiendo a clases o escribiendo tesis. De facilitarle las cosas se encargaban ciertos institutos especializados.

Pero —tal vez se pregunten ustedes— ¿y los docentes cuyo cometido era examinar a los candidatos? Pues, debidamente sobornados, claro. Total, un desastre. Menos mal que ha sucedido en Alemania. Porque, con lo propensos que somos los españoles a las corruptelas y a las corrupciones, ¿quién nos asegura que no puede darse aquí un día algo parecido?

ABC, 6 de septiembre de 2009.

Doctores tiene Alemania

    6 de septiembre de 2009
1. Arenys de Munt tenía previsto independizarse el próximo domingo 13 de septiembre. Como no podía independizarse de Arenys de Mar, porque ya lo está, ni de Arenys de Munt de més Amunt o de Arenys de Munt de més Avall, porque primero habría que crearlos, quería independizarse de España. Natural. Cuando uno se va de casa, se va de casa. Nada de subterfugios. Pero Arenys de Munt seguirá siendo lo que es: un simple «munt». Y todo porque una juez ha decidido prohibir, a instancias de la Abogacía del Estado, la consulta popular. Lo siento en el alma. Hay que ponerse en la piel de esos habitantes. Buscan un lugar en el mundo. Sus vecinos y rivales marítimos ya lo tienen: el mito de Sinera, con Espriu detrás. Ellos, en cambio, ni mito ni rito. De ahí que reclamen un poco de atención. ¿Que las consecuencias podían ser nefastas? Por Dios, si a los dos días estarían llamando a la puerta para que les dejaran volver a entrar…

2. Vivimos tiempos conmemorativos. Ahora es la Segunda Guerra Mundial. ¡Y eso que, como quien dice, acaba justo de empezar! Nos esperan, pues, cinco años de remembranzas, pero también de conjeturas, del clásico qué habría ocurrido si tal o cual potencia, en vez de hacer esto, hubiera hecho aquello. Por ejemplo, en lo relativo a las causas del conflicto. Que Hitler estaba por la labor de incendiar el mundo, a estas alturas nadie parece dudarlo. Las dudas se centran más bien en si el incendio podía haberse evitado. Y, en concreto, en si la política de apaciguamiento llevada a cabo por Inglaterra, y en menor medida por Francia, era o no era la única posible para tratar de preservar la paz. Al fin y al cabo, cuanto más carnaza se le daba a la bestia —el Sarre, Austria, los Sudetes—, más hambre tenía. Ya saben, el cuerpo se acostumbra. Y, lo que es peor, el cerebro, grande o pequeño, también. Algo de esto —y me apresuro a advertir que la comparación no afecta más que al método— está ocurriendo con el Estatuto catalán. A lo largo de tres décadas, hemos creído apaciguar al nacionalismo con toda clase de manjares, cada vez más copiosos, y ahora que la bestia estaba a punto de pegarse un festín, vamos y le quitamos la parte más suculenta de la boca. Y, claro, reacciona fatal. Amenazas, chantajes, ultimátums. Menos mal que la guerra parece descartada.

3. Decía Carlos Ruiz Zafón en Edimburgo hace un par de semanas que el arte, para él, «estriba exclusivamente en su ejecución y no en sus pretensiones». Por eso, añadía, siente «el más absoluto respeto hacia los libros de todas las clases». Difícilmente puede expresarse mejor, aplicada a la literatura y al arte en general, la conjunción de constructivismo y relativismo que caracteriza a nuestra época. Así las cosas, no me sorprende lo más mínimo que «La sombra del viento» sea ya, a estas alturas, la novela española más vendida después del Quijote.

ABC, 5 de septiembre de 2009.

Postales veraniegas (y 6)

    5 de septiembre de 2009