Hace tiempo que dejé de ir al teatro. Sólo en contadas ocasiones —no más de cinco en la última década— habré roto la costumbre. Y casi siempre me he arrepentido. Eso sí, aunque me haya quitado del vicio, hablo a menudo con amigos que siguen enganchados. Y lo que me cuentan de algunas de las cosas que han visto no hace sino confirmarme en lo acertado de mi decisión. Ya no se trata de que los actores, nueve de cada diez veces, hablen a voz en grito; o de que el director no haya entendido ni jota del texto que tiene entre manos; o de que la pieza, en fin, no tenga salvación posible. Lo increíble es que sigan representándose tantas obras insustanciales y tantas trituraciones de clásicos. Y no me refiero, claro, al teatro privado, donde, al fin y al cabo, el que se juega los cuartos es el empresario y el que decide, en último término, el espectador. No; me refiero al público, o al semipúblico —esto es, al privado que precisa, para sobrevivir, ayuda pública—. En una palabra: no me parece de recibo que la política de la subvención, cada día más presente en España, siga permitiendo que tanta inutilidad continúe exhibiéndose a costa del dinero de todos.

Ya sé que habrá quien diga que soy injusto con el teatro. Que existen otras muchas artes en situación parecida, como por ejemplo el cine. Y que, más allá de las artes, hay otras actividades —las fiestas tradicionales, pongamos por caso— alimentadas con idéntico maná y cuya calidad también deja mucho que desear. Sin duda. Pero lo del teatro, qué quieren, es distinto a todo lo demás. Será por la parte de ceremonial que comporta, por aquello de tener que arreglarse para la ocasión, incluso porque le obliga a uno a mostrarse en público —a mojarse, digamos—. En esas circunstancias, el fiasco resulta mucho más doloroso. Uno tiene la impresión de haber contribuido con su presencia al desarrollo de la función. Y, lo que es peor, a que la caja cuadre. No sólo pagamos como contribuyentes; también como espectadores. O sea, no sólo cornudos; también apaleados.

Aun así, por más que uno insista en quejarse, el dinero público va a seguir fluyendo. A la clase política le gusta el teatro. Precisamente por todo el ceremonial. Y, como no paga y encima vive del contribuyente, con más motivo. De ahí que a los desesperados no nos quede otra salida que confiar en que muchos de los autores, actores y directores que llenan nuestras tablas resuelvan jubilarse. Eso sí, llegado el día, que no hagan, por favor, como Miguel Ríos, que amenaza con estar dos años enteros despidiéndose. Y que, pasado este tiempo, es incluso capaz de agarrarse a aquello de que los viejos rockeros nunca mueren y echarse atrás en su propósito.

ABC, 19 de julio de 2009.

Teatro

    19 de julio de 2009