Me había jurado a mí mismo no volver a hablar del asunto en términos orgánicos. Me parecía —y sigue pareciéndome— que a la lengua hay que tratarla en sus justos términos; es decir, como tratamos a un objeto de cierto valor. Con cuidado, con corrección; hasta con mimo, si quieren, pero sabiendo que puede llegar el día en que ese objeto deje de servir, porque el desgaste a que ha sido sometido o la aparición de un nuevo objeto que cumple mucho mejor sus mismas funciones aconsejen prescindir de él. Aun así, lo sucedido esta semana en Cataluña me lleva a utilizar —por última vez, espero— la socorrida metáfora que asocia la lengua a un ser vivo.

El caso es que dos días antes de que el Parlamento autonómico aprobara la ley que convierte el catalán —ya sin tapujos, velos ni medias tintas— en la única lengua de la enseñanza, el secretario de Política Lingüística de la Generalitat, Bernat Joan, daba a conocer los resultados de una encuesta sobre usos lingüísticos realizada el año pasado por su propia Secretaría y el Instituto de Estadística de Cataluña. La anterior encuesta databa de 2003, por lo que la actual no sólo permite saber cómo está el tema en estos momentos, sino también cómo ha evolucionado en los últimos cinco años, que son, no lo olvidemos, además de los últimos en el tiempo, los primeros del Gobierno tripartito, es decir, aquellos en los que la política lingüística ha alcanzado sus máximas cotas de radicalismo.

Pues bien, como dice la expresión popular, «ni se muere, padre, ni cenamos». Porque el enfermo empeora que da gusto, pero nada indica que vaya a expirar. Aunque Joan haya visto brotes verdes donde no hay más que tallos secos, los datos no ofrecen dudas: si hace cinco años un 46% de la población admitía hablar de forma habitual en catalán, ahora ese porcentaje ha descendido hasta el 35,6%. Es verdad que, en compensación, existe hoy un 12% de ciudadanos que asegura expresarse comúnmente en ambas lenguas oficiales, mientras que en 2003 había apenas un 4,7%. Pero debe tenerse en cuenta que en esta clase de encuestas se produce siempre una distorsión a favor del catalán, en la medida en que es percibido, por buena parte de la sociedad, como el idioma de prestigio, el que conviene saber y utilizar, pues es el único que posee el marchamo institucional.

Así las cosas, y con independencia de cuál sea la causa de este descenso pronunciado en el uso de la lengua llamada «propia» —que si la llegada de un número considerable de inmigrantes, y en especial hispanohablantes; que si la reacción de parte de la sociedad contra una serie de medidas a todas luces coactivas; que si la triste evidencia de que el catalán es una lengua que sólo sirve, con suerte, para andar por casa—; con independencia, insisto, de cuál sea la causa de la agonía, yo no le veo a esto más que una solución: desenchufen, por favor, desenchufen. Seguro que muchos de sus allegados se lo agradecerán.

ABC, 4 de julio de 2009.

Ni se muere ni cenamos

    4 de julio de 2009